La muerte de Fidel y la novela Las palabras y los muertos

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 30-11-2016

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Acaba de morir Fidel Castro y realmente lo único que he sentido es una especie de Déjà vu, porque justo estas circunstancias y lo que está pasando yo lo escribí en mi novela Las palabras y los muertos, en 2005 y que se publicó en 2006 poco antes de que Fidel cediera el poder a Raúl. La novela, publicada este año por la editorial española Almuzara, está en venta en las librerías de España y aquí, en Amazon. Los dejo aquí con el primer capítulo:

Las palabras y los muertos
Editorial Almuzara
España, 2016

 

las-palabras-y-los-muertos-almuzara-2015FIDEL HA MUERTO, dice la hoja impresa que ha dejado uno de los asesores sobre uno de los burós de la oficina. Afuera, la ciudad parece mirar al Cristo que, desde el otro lado de la bahía, la bendice, y por la Plaza de la Revolución comienzan a transitar autos mañaneros, todavía con los faros encendidos y el cuidado de quien maneja entre las brumas de la noche, que ya se esfuma bajo los primeros fulgores del sol.

“Fidel ha muerto” lee y se lo repite: “Fidel ha muerto”, y de pronto es como si todo en la oficina se detuviera, flotando, envuelto en una neblinosa frialdad que le clava un vacío raro en la piel y lo hace estremecerse. Se frota los antebrazos como para intentar insuflarles un calor que, lo sabe, no logrará por el nivel en que los conserjes han encendido el acondicionador central de aire. Por eso se pone de pie y camina hasta uno de los ventanales, justo el que apunta hacia la imagen del Ché, al otro extremo de la Plaza, carga sus pulmones con todo el aire que puede y lo va liberando muy lentamente, con toda la conciencia puesta en ese escurrir sigiloso del aire desde sus pulmones, buscando una calma que, también lo sabe, no encontrará.

En los pasillos, más allá de esa puerta que ahora contempla como una muralla salvadora de las preguntas inquietas, temerosas, de quienes aun nada saben aunque seguro hayan escuchado los rumores, comidilla natural, diría que rito cotidiano en aquel sitio, pudo respirar un aire enrarecido, como de ciénaga pútrida, jura incluso que oscuro, pues a estas alturas de su vida sabe que la oscuridad puede olerse: humedad, polvo mojado, yerba seca, a eso huele. Y quizás esa razón: descubrir en ese olor el leve atisbo de los malos presagios, lo obligó a imponer a sus pasos un ritmo fuera de lo normal, nervioso evidentemente para quienes lo vieron entrar casi a las cuatro de la mañana, apenas media hora después de que el teléfono junto a su cama sonara y una voz temblorosa, agitada, susurrantele asegurara “Facundo, el hombre se murió”. “¿El hombre?”, alcanzó a preguntar, aunque en las brumas del sueño que aun se agazapaba en su cerebro una luz le iluminaba cierta sospecha sobre la identidad del muerto, que la propia voz, esta vez como molesta, pero todavía agitada y más chillona y punzante, le confirmó: “Fidel, compadre, se murió Fidel”.

Se había acostumbrado a llegar temprano en la madrugada, siempre sobre las cinco y media, seguro de que ya Fidel estaría cumpliendo con las indicaciones de los médicos: “alguna vez tiene que pensar que el cuerpo necesita que usted se encargue de él, Comandante”, tras unas indigestiones insoportables que lo obligaran a mantenerse cerca de algún baño, defecando un líquido inodoro y amarillento y con una ventera en el vientre que le clavaba fuertes retortijones, especialmente cuando trabajaba sentado. “Ya no tiene veinte años, Jefe”, le había dicho él mismo, y recordaba claramente haberlo visto sonreír detrás de su barba canosa, amarillenta y sucia en apariencias a esa hora de la mañana. “Pero debo creer que tengo esos veinte años que dices, Facundo”, respondió, apretándose el cinturón, “por el bien de todos, debo creerlo”.

Y de pronto, así, allí estaba, convertida en hecho, la posibilidad jamás asimilada de aquella muerte. A veces lo pensó: ¿qué pasaría cuando él ya no estuviera? Y detrás de la pregunta lo sorprendía el vacío glacial de una nada insólita, asfixiante. Se había acostumbrado a saberlo allí, aun en medio del peligro de algunos atentados donde llegó a verlo nervioso, inconcebiblemente desconcertado, para luego, pasado el susto, disfrutar el modo en que le daba las gracias con aquel gesto tan suyo de pasar la mano por encima de sus hombros, como un padre viejo y magnánimo, y escuchar su voz: “bicho malo no muere, Facundo, no lo olvides. Esa frase de mi madre parece que la hicieron para mi pellejo. ¿Por dónde anda la cuenta?”. “Trescientos quince, Jefe”. Y entonces lo veía hinchar el pecho, brotándole el orgullo de esa mueca típica en sus labios, de las arrugas profundas de sus ojos y de una luz extrañamente retadora allá en el fondo del iris. La cuenta, justo en aquel año de su muerte, andaba ya por los seiscientos treinta y siete atentados y “ya ves, Facundo, fue una bomba la que lo jodió. Esa bomba de mierda que todos llevamos a un costado del pecho y que un día hace plaff… y adiós mundo”, pensó, y su cabeza se lanzó en picada hacia esos meses pasados desde que Fidel le dijera, en voz baja, con esa complicidad que cruzaban sólo en los momentos más difíciles: “tengo que operarme, Facundo, y aunque no me gusta mucho la idea, voy a sacar de paso a unos cuantos hijoeputas que siempre han hablado mierda sobre mi apego al poder”. Le había cedido el poder a su hermano, oficialmente, con toda la publicidad que aquello merecía, y por eso, cuando lo vio salir del salón de operaciones y vio que el Jefe lo saludaba apretando el puño y alzando el dedo pulgar, en señal de triunfo, se sonrió pensando en aquellos estúpidos de Miami que se habían lanzado a las calles celebrando lo que llamaban “el fin de la dictadura”. “El mundo está lleno de vainas”, pensó  y se recostó en la butaca, dispuesto a esperar a que lo mandaran a buscar. Algo tendrían que ordenarle, aunque ya la tarea para la que lo habían designado desde la misma Sierra Maestra: cuidar con su vida la vida del Jefe, era asunto de un pasado que de pronto adquirió el peso aplastante de lo abrumador.

¿Qué debía hacer? Nada. Ni siquiera Raúl sabía qué pasos dar en aquel preciso momento. O al menos esa era la impresión que tuvo Facundo a primera vista. Se lo había cruzado en el pasillo y no sabe por qué, además de la preocupación natural, diríase que sanguínea por la muerte de Fidel, creyó adivinar en el rostro del hermano esa chispa eufórica de los que han logrado algo grande, larga y sufridamente añorado. “No jodas, Facundo”, masculló para convencerse con el sonido de su propia voz, “olvida tus rencillas, que estos más de cuarenta años no han pasado por gusto”. Y sí, pensó entonces, Raúl había dado muestras de madurez, de que no era aquel jovencito parlanchín y prepotente con el cual él, Facundo Ramírez, había tenido el primer y único encontronazo en todo su ya largo bregar en las aguas siempre turbulentas de la revolución; precisamente el encontronazo que lo llevó a convertirse en la sombra de Fidel, a pasar, justo a los catorce años, a servir directamente bajo las órdenes y a la sombra de aquel dios, al que llegó a deberle hasta el aire que respiraba.

Lo había visto preocupado, sí, era evidente, pues por su cerebrito iluminado de militar deberían estar desfilando muchas suspicacias sobre ese futuro que incluso a él, Facundo, un simple guardaespaldas, le traían la cabeza convertida en una güira cimarrona seca, llena de semillitas que sonaban y sonaban y sonaban y le metían este dolor de cabeza “de mierda, coño, que ahora es cuando tengo que andar con todas las luces claras”.

Raúl era muy perspicaz, de eso tenía pruebas, más que sobradas, inolvidables, y seguro andaba ya intentando adivinar lo que estarían pensando muchos que habían robustecido su vida y anclado raíces en torno a Fidel y a todo el poder que representaba, como aquellos arbustos parásitos que crecían imponentes en el regio tronco de los baobabs gigantes, en África. Un tal vez malsano pensamiento le hacía intuir que ya Raúl había preparado paso a paso la sucesión y se erizaba de sólo imaginarse las estrategias que utilizaría para cortarle las alas a quienes se les atravesaran en su camino hacia el poder. Una dictadura, eso implantaría. Y ojalá lo hiciera para defender el proyecto socialista que su hermano deja interrumpido, él, que siempre se ha jactado de ser “el primer bolchevique de América”, por eso de que creía en el socialismo cuando el Jefe ni siquiera le daba importancia a esa palabra. Esos comemierdas de los grupúsculos gusanos de los Derechos Humanos y los partiditos independientes que el propio Fidel había ordenado ningunear pero mantener a raya, invisiblemente vigilados, medida que a él personalmente le había parecido una muestra de la flojera que los años habían metido en la cabeza del Jefe (aunque después se dijera que sus razones bien pensadas tendría, que para eso era un genio en esas cosas de la táctica y la estrategia políticas); esos guanajos de basura sabrían qué cosa era una dictadura real, efectiva, con todos sus pelos y señales, sus palos y sus gritos, si Raúl asumía el poder.

Tenía sus dudas sobre aquella sucesión. En los últimos tiempos, especialmente desde los fusilamientos del vaina de Ochoa y de los otros idiotas, la división y las rencillas dentro del cuerpo armado eran tan perceptibles que el mismo Raúl había tenido que empezar a sacar del medio a un grupo de altos oficiales, bajo el pretexto de la necesidad de fortalecer algunos ministerios. Desde su oficina en el cuarto piso del edificio en ese Ministerio del que Facundo logra ver un pedazo, entre la floresta que rodea a Palacio, con la misma frialdad mortuoria que se desprende de todos esos retratos que cuelgan en la paredes, donde aparecen todos los mariscales y altos oficiales soviéticos que ha tenido como asesores, ha planificado su estrategia.  A los viejos militares les había garantizado un retiro que los convertía casi en millonarios y que, de algún modo, los obligaba a callarse la boca, cómplices mudos de aquella estrategia, justo cuando consideraba indispensable tenerlos de su lado para mantenerse al amparo de la aureola de gloria de hombres que, como le dijo a Facundo su padre antes de morir, “se han comido un león cruzado con puerco espín, sin quitarle las espinas y de marcha atrás, mi’jo, y eso es lo que les falta a muchos de esos que tú mismo dices llegaron ahoritica, le hicieron unas muequitas graciosas a Fidel, le cayeron en gracia y ahora quieren hacerse los héroes, sin haberle tirado ni un huevo a un gusano en un acto de repudio”.

Esa disputa por el poder, con matices de pelea entre jaurías sobre todo en los más jóvenes, iba ocurriendo desde hacía muchos años en el mismo seno de los amigos del Jefe, de aquellos que venían con él desde el asalto al Moncada, o incluso desde más atrás: las pandillas de matones en la universidad, a las que, y el propio Fidel se lo había confesado: “era necesario encaminar por un pensamiento progresista y menos anarquista, Facundo, pues aunque me acusen de haber estado en esas pandillas, no se ponen a pensar en cuánta gente de valor salvé y atraje hacia la única posibilidad de esos años: la revolución con las armas”. Claro, y lo ha pensado tantas veces que ya no sabe cuándo se le ocurrió por primera vez, también su padre decía que árbol que nace torcido…; sabia filosofía de vida que hacía comprensible que muchos de aquellos gamberros salvados por el Jefe de su triste destino de matones anónimos, carne para el más burdo olvido histórico, cuando triunfó la revolución, se habían adueñado, sin más ni más, de las casonas más ricas de La Habana y comenzaron a practicar las mismas costumbres de esos ricachos sinvergüenzas contra los que ellos se habían alzado en armas. Eso piensa ahora, las piernas estiradas y las botas subidas en la silla cercana, adonde ha ido a sentarse, luego de contemplar esas primeras luces que ya comienzan a iluminar la plaza.

¿Qué harían ahora, una vez muerto el Jefe, aquellos pandilleros reciclados en señorones, a los cuales ni él mismo había podido soportar por su tonta prepotencia, su ridícula arrogancia, durante todos aquellos años? No sabe. Por eso el futuro le parece, más que algo incierto, una marea neblinosa, brumosa, que se abre ante sus ojos y que ni siquiera ese sol triste que asoma sobre La Habana se atreve a descorrer. “Por eso ha tardado tanto en amanecer hoy”, dice, y vuelve a leer el papel: Fidel ha muerto, en voz alta, y de pronto, como en un viejo filme de aquellos que él mismo ayudó a grabar a principios de la revolución, documentales que todavía se guardan en los archivos históricos bajo la férrea mirada del eficiente de Tabío y donde aparecen Fidel y las multitudes, Fidel y miles de manos con fusiles alzados, Fidel y las plazas llenas de gente y algarabía y vítores y consignas FIDEL, APRIETA, QUE A CUBA SE RESPETA, FIDEL, SEGURO, A LOS YANQUIS DALE DURO, se le aparecen, en esa pantalla en que a veces se convierte su memoria, las imágenes de lo que será el velorio.

Cierra los ojos. No quiere pensar en eso. No quiere dejarse llevar por la corriente de esas imágenes que se agolpan y forcejean en la oscura madeja de sus pensamientos y abre los ojos y mira la luz afuera y siente el ruido de los carros en el aparcamiento y algunas palabras aisladas, ininteligibles, que llegan desde algún sitio que no precisa. Y la música. De golpe, acompañada por el rugido creciente de los autos rompiendo la paz nocturnal de la plaza, le llegan acordes de una melodía que sabe conocida e intenta borrar los sonidos abriendo los ojos, pero descubre que de ningún modo podrá quitar ese bullicio fúnebre de su cabeza y otra vez aprieta los párpados, casi hasta el dolor, y se resigna a dejar que comience ese acto tan temido: el féretro rodeado de los cojines cargados de medallas, distinciones, órdenes, cruces y bandas, que resumen la gloria de ese hombre que parece dormido más allá del cristal, siempre con una sonrisa de tranquila grandeza, siempre con su barba canosa bien peinada, siempre con sus espesas cejas también alisadas por las artes del maquillista que retocó el cadáver, ya blancuzco, con cierto color rosado imitación de la vida eterna que tendrá después de los funerales, cuando ese mismo cuerpo se embalsame y se coloque en la base del monumento, donde ahora mismo luce toda su marmórea blancura un busto de Martí.

El sopor lo envuelve. Llena los pulmones del aire que de pronto le parece caliente y cargado de la oficina, como intentando escapar de las brumas que lo rodean, que lo transportan de golpe a un futuro que sabe ahí, esperando, agazapado detrás de las horas que ya se le vuelcan encima, pero sólo consigue que la garganta se le reseque y la piel se le erice, estremeciéndolo de pies a cabeza en un rotundo y prolongado escalofrío. Sabe que la música no lo dejará. Por eso odia los velorios. Por eso ni siquiera quiere saber de esos muchos muertos que vio en las montañas de la Sierra, ni de aquellos de las tierras del África, ni de esos otros que ha visto cabeceando con el pecho destrozado por las ráfagas de los pelotones de fusilamientos en los muros de alguna prisión militar, en las depuraciones de los últimos años. Una música que lo envuelve y lo eleva y lo eleva y en segundos puede ver la plaza desde lo alto y las mujeres rompiéndose las ropas y los himnos patrióticos trepidando: “Marchando, vamos hacia un ideal, sabiendo que hemos de triunfar” y los niños uniformados llorando casi a gritos y los negros pidiendo a sus santos y sus muertos por primera vez en ritos públicos en medio de la avenida que cruza frente al Mausoleo y bajando los espíritus a las cabezas de esas muchachas y esos jóvenes y esos niños y esas viejas vestidas de blanco que se retuercen y gritan y hablan en lengua y gritan y caen al piso con los ojos en blanco, los brazos torcidos, la cara hecha un asco de babas y mocos y espuma y las trompetas llamando desde algún sitio al silencio para los cambios de guardia junto al féretro: soldados de plomo que se acercan, marciales, los pasos como de robot, marcando la marcha lenta, cadenciosamente, y los militares, con la gorra agarrada en mitad del pecho, mascullando algo bajito, lastimoso, alguna vez lacrimoso, ante el cristal que muestra la cara del Gran Líder y las coronas en forma de bandera y las hermosas cintas de esas otras ofrendas florales enviadas por las embajadas de los países hermanos, entrando por un costado de la procesión en tanto avanza la mañana y van a cubrir toda una pared con el colorido lúgubre y abigarrado de sus flores y la banda que mantiene esa letanía mortuoria que se esparce como una neblina húmeda y pegajosa sobre la enorme fila de pueblo que espera por pasar ante el rostro del hombre al cual ha estado atada su vida por más de cuarenta años y que duerme ahí, en ese blanquísimo cojín, como de espuma, donde apoya la cabeza y parece sonreír, y esos altavoces repicando, como campanas, “Ha muerto Fidel ha muerto nuestro líder el pueblo debe estar hoy más unido que nunca el dolor nos embarga nuestro líder ha muerto como los grandes hombres” y los gritos que llegan desde afuera ¡Ay, Fidel, ay, Fidel! ¡No nos dejes, Fidel! y los tambores sonando a duelo y las sirenas de las ambulancias abriéndose paso entre la multitud agolpada frente a la inmensa estatua del Martí pensativo que observa algún rincón de la plaza, y los enfermeros “¡paso, paso!”, con las camillas plegables hundiendo sus uniformes blanquísimos en ese rincón del magma humano donde algunos viejos han decidido suicidarse a puro tiro de sus viejas pistolas ganadas por sus méritos en la lucha de la Sierra, los charcos de sangre que los más cercanos pisan y riegan sobre el polvo seco de la avenida, y la fila que crece y crece y se pierde en miles de cabecitas gachas por la esquina de Palacio hacia Boyeros y las oraciones del grupo de cristianos que han preferido arrodillarse frente a la escalinata del Teatro Nacional para pedir al Cristo Jesús Salvador por el alma de Fidel Castro Ruz, un enviado de Dios, un profeta, el último santo, y las sirenas de las fábricas, de todas las fábricas, cargando el aire de una estridencia sucia, sofocante, enfebrecida y un grupo de mujeres halándose los pelos y gritando, posesas: “Ay, Dios, por qué el castigo”, las ropas raídas, hechas jirones de tela sucia de tanto revolcarse en el cemento seco, y el locutor de esa radio que vocifera por las bocinas del edificio inmenso del Ministerio de las Fuerzas Armadas, protegido de la turba llorosa por una doble cadena de soldados y carros de artillería ligera: “Cuando se muere en brazos de la patria agradecida, la muerte acaba, la prisión se rompe, empieza al fin, con el morir, la vida”, y los vaticinios cantados del fin del mundo: “El Armagedón, hermanos, pida perdón a Jehová, la tierra se abrirá, los fornicarios, los idólatras, los mentirosos, los infieles, los malditos, los que lamen las botas de Satán serán lanzados al fuego eterno del infierno, pero los puros, los limpios, los que han entregado sus vidas a Jehová ya están salvos y se sentarán a su diestra en el goce eterno de la paz celestial. Entrega tu alma a Jehová, hermano, hazte salvo. Ha muerto Fidel, el Mesías, la última esperanza”.

La luz. Abre los ojos buscando la luz y siente que en el pecho el corazón quisiera reventarle las costillas, el pellejo y dispararse más allá del verdeolivo de esa camisa que siempre ha lucido impecablemente limpia y planchada. “Voy a tener que hablar con tu mujer, Facundo. Ni una arruguita en el uniforme. Ni yo puedo decir que me visten con tanta dedicación”, decía Fidel y se dedicaba a observar la tela con detenimiento nada fingido, como buscando algún perdido y rebelde pliegue, mirándose de cuando en cuando su propio uniforme, comparándolo, marcado en realidad con algunas arrugas que sólo en aquellos momentos Facundo había notado: “sí”, pensaba, “no hay mujer que planche mejor que mi Nora”, y, para desviar la atención a otro asunto, respondía: “Es verdad, Jefe, pero con esta barriga que tengo no hay uniforme que me siente tan bien como a usted”, y lo veía sonreír, erguir el busto y mover la cabeza, como diciendo “ay, Facundo, ay, Facundo, no cambias”.

Eso desea. Había intentado creer que hay cosas imposibles, la muerte de Fidel entre ellas, y que quizás todo era una pesadilla, una broma pesadísima de algún jodedor, una teatrada del Jefe para saber qué harían sus seguidores a su muerte, del mismo modo en que se había comentado que Chávez, ese jodedor venezolano del que conservaba una estilográfica que el mismo Hugo le regalara en su última visita a Cuba, se había preparado el golpe para descubrir a sus verdaderos enemigos y arrasarlos. Llegó a pensar ―mientras rompía la oscuridad de las avenidas y las calles con los faros delanteros del auto, mientras la brisa fría de la madrugada al salir del Lada y atravesar el aparcamiento rumbo a Palacio parecía cortarle la cara con cuchillas diminutas, microscópicas― que cuando entrara a su oficina a preparar el día: la rutina siempre distinta de proteger a alguien tan caprichoso, lo sentiría empujar la puerta y asomar la cabeza, a esa hora sin su inseparable gorra, “¿y cómo amanecimos hoy, Facundo? ¿No hay nada para mí?”, para responderle, aliviado, casi eufórico de que la muerte no fuera cierta, que sí, “hoy Nora se esmeró, Jefe; me dijo que se lo hizo con un grano que ayer le mandó su hermana de Oriente”; y que disfrutaría viéndolo saborear el café, con ese olor a tierra mojada y hojas verdes, a viento serrano, que sólo encontraba en el grano que bajaba de la mismísima Sierra Maestra, de allí, en la misma casa donde a los quince años se había robado a Nora para llevarla hasta el campamento militar, donde ofició de enfermera hasta el triunfo. “Suerte que tu cuñada prefirió quedarse allá arriba, Facundo, se parece al que nos hacía la vieja en Birán cuando éramos muchachos”, diría Fidel, igual que otras veces.

Pero cuando Antonio colocó el papel sobre la mesa, ya redactado por el encargado de prensa; cuando leyó Fidel ha muerto con toda la carga desoladora de aquellas palabras, supo que la pesadilla no era tal, que flotaba sobre todas las cosas, manchándolas, anegándolas con la marisma pestilente de la inseguridad, y algo lo hizo caer en la butaca, relajar los músculos del cuerpo y hasta la sangre, y sentir que debía esperar, sólo esperar, seguro de que sería ésa la instrucción del Jefe si es que pudiera hablarle. No debía fallar: era un soldado y esperar con calma, tener calma, respirar la calma para que otros puedan hacer normalmente sus vidas ha sido siempre su misión más heroica. Por eso cierra los ojos, respira hondamente el aire que otra vez siente frío en la habitación y se dispone a esperar. Fidel ha muerto, brinca la frase en su cerebro, inquieta, molestísima, disparada a los bordes del torbellino aciclonado en que se ha convertido su cabeza. Fidel ha muerto, repite en voz alta, como intentando liberarse de la carga que lo aturde, de tres palabras que lo aplastan, cuando siente que tocan a la puerta, tres golpes, secos pero bajos, tres golpes otra vez, urgidos golpes. “Adelante”, ordena. Y la puerta se abre.

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