Los herederos de Mambrú

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 10-01-2014

El artículo que a continuación reproduzco ha sido publicado en el número más reciente de la revista Voces, editada desde La Habana por un colectivo de artistas, escritores y periodistas independientes, con obras de autores de la isla y el exilio. Dicho número, el 20, puedes descargarse completamente aquí: Revista Voces No.20

 

revista-voces-no20En la canción infantil, Mambrú se va a la guerra[1] y hay muerte y hay dolor. En la realidad cubana, aplicada a los autores que nacieron en la época de auge de esa canción en América Latina (los años 60 y 70 del siglo XX), también hay quienes se van a la guerra, y hay muerte y hay dolor, circunstancias todavía más evidentes al tener lugar en un país marcado por una eterna guerra, etérea es cierto, pero tan perniciosa y letal como una conflagración verdadera: ese tira y encoge entre imperialismo e isla sitiada, esa perenne amenaza de ser invadidos por la nación más poderosa del universo y, lo que es todavía peor, esa cruz de ceniza de guerrero que los cubanos llevan a todas partes.

 

La herencia

Ser herederos de Mambrú; es decir, llevar esa cruz de ceniza que el poder (llamado eufemísticamente “Revolución) nos ha pintado en la frente y que nos define como eternos guerreros, sea cual sea nuestra posición de cara a ese poder, ha demostrado ser más fuerte que nosotros mismos, más poderoso que nuestros sueños y aspiraciones de libertad, estemos en tierras esclavas (léase, Cuba) o en “tierras de libertad” (léanse las comillas en todos los sentidos que ellas puedan representar). De ahí que, tengamos el nivel social, profesional o educacional que tengamos, las evidencias demuestran que el cubano es el peor enemigo del cubano, para beneplácito de quienes ven un enorme peligro en nuestra reconciliación como nación dividida, insular, diaspórica, ética y humanamente hablando. O en palabras más simples, que nos inyectaron el alma del guerrero y todas sus circunstancias: es decir, el espíritu de matar para no ser muerto; el hábito protector de delatar para evitar males mayores o ganar prebendas; el credo ciego de que quien no está conmigo, está contra mí; la confusión conveniente para el poder de que mi adversario ideológico es mi enemigo; el marcaje a fuego de una frontera sin matices, en blanco y negro, entre el bien y el mal…, signos todos, como se ve, que sólo son justificables cuando el caballo rojo del apocalipsis, la Guerra, planta sus cascos en algún sitio de este mundo.

Basta mirar a nuestro alrededor en la isla para comprobar la fidelidad rabiosa con la que los cubanos hemos aplicado ese espíritu (que sostenemos incluso hoy, cuando corren otros aires más “libertinos” o más permisivos); y basta mirar cómo transcurre la “sociedad cubana” en aquellos lugares del mundo donde poblacionalmente resultamos visibles, para comprobar que hemos trasladado ese mismo espíritu, adaptándolo, como todo buen guerrero hace, a las circunstancias y condiciones del terreno que pisamos.

 

Herederos peligrosos

Somos nosotros, los artistas, los intelectuales, los escritores. El poder (léase otra vez “Revolución”) descubrió a tiempo que en épocas pasadas habíamos sido protagonistas de la historia, movilizadores de la conciencia nacional, ejecutores en muchos casos de sólidos despertares del pensamiento social en la isla. Y se propuso domesticar, acallar voces, comprar almas, ya fuera al estilo más taimado (quienes hayan leído el Fausto, de Goethe se harán una idea de a qué pacto me refiero) o ya fuera al más clásico (sí, porque ya es un clásico, para nuestro bochornoso silencio y conformidad de más de 50 años): aquella escena donde el angelical Mesías estipulaba que “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, según añaden algunos colocando su pistola sobre la mesa antes de pronunciar esta frase, y sin que a nadie importara que la única voz que se alzara, un tembloroso Virgilio Piñera, diera el campanazo que anunciaba la nueva moda a seguir en la Cultura Cubana: el miedo. “Yo no sé ustedes, pero yo tengo miedo, tengo mucho miedo”, dijo.

Ese miedo nos llegó, décadas después por palabras de nuestros maestros cubanos: “ustedes, tú, Garrido, Torralbas, Ángel, están escribiendo cosas muy fuertes y yo no quiero que pasen lo que me hicieron a mí”, nos dijo Eduardo Heras León en 1987, durante un Encuentro Nacional de Narrativa en Santiago. “Muchachos, ya están apretando demasiado”, le escuché al querido Salvador Redonet, en un evento de narrativa en Cárdenas, hablándole a Ronaldo Menéndez, Ricardo Arrieta y Raúl Aguiar. “Vidal anda en líos en Las Tunas. Ya le he dicho que no es bueno pasarse de la raya que está gente ha puesto, y menos cuando se vive en un pueblito de campo”, nos comentó el gran Soler, José Soler Puig, luego de leer nuestros cuentos, durante un encuentro con él en la Biblioteca Elvira Cape, en Santiago de Cuba.

Y, pasados los años, ahí están las consecuencias de no saberle poner frenos a ese miedo, que cada vez más fue perdiendo sus heroicos y honestos matices piñerianos para convertirse en el bozal más perfecto: de 57 narradores que comenzamos a escribir a inicios de los años 80, quedan apenas 9 en la isla vinculados totalmente al sistema. Sólo un ejemplo: en la antología Los últimos son los primeros, donde Redonet anunciaba lo que en su opinión era el corazón de una nueva generación que luego tuvo varias clasificaciones (violentos, exquisitos, novísimos, postnovísimos, generación del 90), 37 autores demostraban una variedad, irreverencia y novedad que, como la crítica ha dicho, conmovió el panorama narrativo nacional e introdujo en el discurso narrativo temas impensables años antes: la marginalidad juvenil, la doble moral, el universo de la droga y la prostitución en “el hombre nuevo”, la homosexualidad, el éxodo y sus consecuencias, nuestro “síndrome de Vietnam”: la guerra “internacionalista” en África, etc. Y mientras escribo estas palabras, recuerdo que de los 30 autores que siguieron con éxito sus carreras literarias, 14 residen fuera de la isla, cuatro más viven en ese limbo que llamamos “exilio de terciopelo”, el resto habita en un “insilio” insular y sólo dos han optado por mantener posturas intolerantes y argumentos de trinchera al lado del poder.

 

Los límites de la guerra

Llevamos la guerra que nos sembraron a todas partes:

en la isla, mordiéndose por las mínimas cuotas de poder que les ceden, cuatro generaciones juegan a la tolerancia en público entretanto se colocan trampillas y muros cuando están a solas; los jeques del control editorial negocian con unos y otros también en la sombra y enmascaran las censuras más bochornosas con historias donde todo le canta a la crisis el verso de una conocida canción: “Usted es la culpable”; la estructura cultural, regida ahora por un Administrador ideológico envestido de Ministro, asesorado por afamados amantes del control estalinista de la cultura, funciona como una perfecta mafia atacando a las “familias” enemigas; los organismos de la élite (léase, UNEAC y AHS, básicamente) siguen anclados en una acción y un pensamiento típicos de los tiempos de la Guerra Fría, alucinados con las imágenes de la CIA y los enemigos estrategas de la construcción de una quinta columna en la isla (que ya, aseguran, no están tan interesados en subvertir tanto desde la cultura como desde la internet y las nuevas tecnologías); y sólo unos pocos respetan, siguen y promocionan en la isla, con honestidad y no viéndolos como a competidores con suerte, a esos otros que hacen la cultura en el exilio;

en otros sitios se repite la misma fórmula: cuatro generaciones de creadores compiten a mordidas por los espacios existentes en Miami, Madrid, Barcelona o Paris, para citar sólo algunas ciudades con más presencia cultural cubana; quienes han abierto una brecha en la cultura se atrincheran y atacan a quienes han abierto otras brechas; los chanchullos, traspiés y frenos secretos entre revistas y proyectos culturales son cada vez más bochornosos y escandalosos; la competencia entre las editoriales cubanas alternativas o ya asentadas (salvo pocas excepciones) es asombrosamente desleal; la colaboración entre cubanos con proyectos gestionados por cubanos es prácticamente inexistente; y sólo unos pocos respetan, siguen y promocionan en el exterior, con honestidad y no viéndolos como testaferros del régimen, a esos cubanos que en la isla forman también parte de nuestra cultura.

 

La muerte de Mambrú

Cuando me desterraron en 2005, impidiéndome regresar a mi país de uno de mis viajes a Europa, en una esquina de mi buró allá en mi casa de Centro Habana, quedaron las fotos que yo había pegado para recordar momentos agradables de mi carrera con mis amigos y colegas. En una de ellas, tomada en un Encuentro de Narradores en Boca Ambuila, Cienfuegos, abrazados y riendo al fotógrafo aparecemos quince narradores y poetas de mi generación. Me gusta ese espíritu. Éramos felices, jóvenes e ingenuos, pero nos unía una idea: ser escritores, comernos el mundo, o, como me diría esa vez el escritor Alberto Garrido: “aunque suene a frase común, mi sueño es hacer realidad todos mis sueños”.

En Guadalajara 2002, dedicada a Cuba ese año, un amigo funcionario de la Cámara Cubana del Libro, cuyo nombre me reservo, me dijo que Abel Prieto, Fernando Rojas y otros altos funcionarios estaban rabiosos porque la Seguridad del Estado los había regañado: ¿cómo era posible que permitieran que cubanos escritores de la isla y el exilio se abrazaran en los pasillos, luego de años sin verse, olvidando las rencillas, los rencores, los muros, las divisiones, las distancias y, sobre todo, los miedos que nos habían inyectado y nos controlaban? Conservo varias fotos de esos encuentros. Las miro a menudo y, aunque suene cursi, suspiro con nostalgia. ¿Cuánta falta nos hace ahora mismo repetir esos abrazos? ¿Cuándo entenderemos que de esa reconciliación basada en el respeto a nuestras diferencias depende que volvamos a ser protagonistas de la historia, movilizadores de la conciencia nacional, ejecutores de los nuevos despertares del pensamiento social que Cuba necesita?

En la canción, Mambrú se muere: es una lección. Hasta tanto no matemos al Mambrú que nos inocularon desde nuestro nacimiento, seguiremos yendo como Mambrú a la guerra y, lo más triste, seguiremos siendo soldados útiles para quienes nos inocularon ese virus y, aunque nos pese reconocerlo, estaremos continuando su guerra contra nosotros mismos. Es la lección pendiente que tenemos todos, artistas, intelectuales, escritores, cubanos.



[1] Mambrú se fue a la guerra es la versión en español de una canción popular infantil francesa, Marlbrough s’en va-t-en guerre. Fue compuesta tras la batalla de Malplaquet (1709), que enfrentó a los ejércitos de Gran Bretaña y Francia, durante la Guerra de Sucesión Española. A pesar de su derrota, los franceses creyeron muerto en la batalla a su enemigo John Churchill, duque de Marlborough, que es a quien se dedica la canción burlesca. Fue popularizada en lengua española, en la década del 60 y el 70, por la escritora y cantautora argentina María Elena Walsh.

 

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