Esa indecencia que es la muerte

Publicado por Amir Valle | Publicado en Generales | Publicado el 31-03-2014

Con Peter Faecke y su esposa Mónika en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, 2006.

Con Peter Faecke y su esposa Mónika en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, 2006.

 

Palabras por la muerte del escritor y editor alemán Peter Faecke

 

Peter Faecke ha muerto, escribo. Y es una putada tan grande que me siento vacío. ¿Dónde se ha metido el escritor que soy, ése que necesito ahora para escribir las palabras que un hombre como Peter merece? ¿Por qué un suceso tan burdo y cotidiano como la muerte atonta y aniquila de este modo? “Todavía no acepto que no esté”, me dijo ayer su esposa Mónika y es esa justamente la frase que me gustaría gritar, tal vez el único modo de sacarme del pecho el dolor que deja la muerte del ser humano al que debo, entre otras muchas cosas, que el destierro no sea ese “trauma que se arrastra para siempre”, como me dijo él hace ya ocho años. Y ya sólo eso es bastante para estar profundamente dolido: quienes nos hemos visto forzados a emigrar o hemos sido desterrados bien lo sabemos.

Podría agregar: mi amigo en las peores circunstancias del exilio; el tío siempre cariñoso y pendiente de la inserción de mis hijos en la cultura alemana; el hombre conocedor también del trauma del exilio aconsejando a mi esposa Berta sobre cómo saltar encima de algunas inevitables desgarraduras del desarraigo; mi padre alemán siempre dispuesto a correr en mi ayuda cuando lo necesité, y también, en lo profesional, mi editor, el tozudo escritor que apostó por la obra de un desconocido como era yo desde que leyó la primera de mis novelas publicada fuera de Cuba gracias a que otro amigo escritor, el cubano Justo Vasco, se la hizo llegar.

“Peter te quería de un modo especial. Siempre hablaba de ti como un hermano pequeño, como un hijo”, me dijo su esposa Mónika, otro ser especial, dulce, sensible, a quien conocí la misma madrugada del 3 de marzo de 2006 en que Peter fue a recogernos al aeropuerto de Köln/Bonn y nos condujo a su casa en Colonia para llevarnos al día siguiente a la que fuera Casa de Campo del Premio Nobel alemán Heinrich Böll en el pueblito de Langenbroich, donde mi esposa Berta y yo pasamos los primeros seis meses del destierro gracias a la beca que él gestionó personalmente para nosotros en la Fundación Heinrich Böll.

peter-faecke-dedicatoriaUn mes antes su voz fue un bálsamo contra el desaliento y la impotencia: las autoridades de Cuba habían decidido impedir mi regreso a la isla, mis dos hijos nos esperaban en nuestra casa de Centro Habana, habíamos quedado en Madrid sin un centavo y con las maletas llenas de cosas que llevaríamos a Cuba, el visado español estaba por vencerse y aquel “no te desesperes, vamos a resolver ahora tu estancia legal en Europa con una beca. De los niños nos ocupamos después, ten calma, por favor” nos llegó a mi esposa y a mí como un abrazo desde Colonia a Madrid. ¿Cómo olvidar que, vencida ya la beca, al no tener respuesta de ninguna de las gestiones que hicimos ante los consulados cubanos exigiendo regresar a la isla, Peter unió fuerzas con otros colegas alemanes: Sigrun Reckhaus, Karin Clark, para que el PEN Club alemán me concediera una beca por tres años en Berlín? ¿Cómo agradecer los documentos que hizo, las gestiones personales, las molestias que se tomó para aconsejar y apoyar a quienes se propusieron terminar con la injusticia del gobierno cubano de mantener a mis hijos como rehenes en Cuba? ¿Cómo olvidar su alegría al vernos abrazar a nuestro hijo Lior o sus lágrimas al despedirse de nosotros en el tren que nos conducía a nuestra casa en Berlín? ¿O su insistencia en que aprendiéramos el alemán para poder integrarnos en la sociedad? ¿O sus desvelos durante todo el proceso de solicitud de asilo político al terminar los tres años de beca en el PEN Club y sus palabras cuando me lo concedieron: “Ya no eres un apátrida. Alemania ya es tu patria y ahora te toca conquistarla? ¿O el amor con el que trabajó cada uno de los ocho libros que me publicó en este país? ¿O sus alegrías porque varias de esas novelas llegaron a competir al premio para los mejores libros extranjeros traducidos al alemán? ¿O su empecinada tozudez con colarme dentro del mercado en lengua alemana, libro a libro, a pesar de las malas ventas que, me consolaba él, era un fenómeno del que sólo se salvaban los bestseller de escritores menores y los libros de autoayuda? ¿O su promesa, “ya verás, lo lograremos”, de irnos de vacaciones con toda la familia a Venecia gracias precisamente a las ventas de mis libros? ¿Acaso se puede tirar al olvido su respuesta cuando, en su primera visita a nuestro apartamento en Berlín, le dimos las gracias por todo lo que había hecho por nosotros?: “yo sé bien lo traumático que puede ser el exilio”, me dijo. “Cuando vi la mierda que te habían hecho desterrándote, me juré que la dictadura no se saldría con la suya y que ustedes no iban a sufrir el exilio como lo sufrió mi familia, mis amigos, yo mismo, por la misma estupidez de las ideologías”.

Alguien, no recuerdo ahora quién, pero casi seguro estoy que fue el gran Julio Cortázar, escribió alguna vez que la muerte es una indecencia. Y no sé por qué extraño empecinamiento, en estas fechas de los últimos años se han sucedido, con breves pausas, las muertes de amigos entrañables, seres de sangre ajena a quienes uno siente como parte de nuestra propia sangre: en mayo de 2004, hace diez años ya, el novelista Guillermo Vidal, allá en Cuba; en enero de 2006, el también novelista Justo Vasco, en Gijón, Asturias, y el domingo 23 de marzo de este 2014, Peter Faecke.

La muerte es una indecencia a la que no queda otro remedio que acostumbrarse hasta que llegue el día en que la nuestra se convierta en una indecencia que hiera fuerte el alma de otros. Pero es jodido acostumbrarse a esa indecencia. El único consuelo es aceptar que Guillermo, Justo y Peter me acompañan a todas partes, siempre: el hombre que soy carga con esa marca que ellos dejaron en lo personal, lo profesional y lo espiritual. Así, de algún modo sé que ellos están conmigo, y así siguen obligándome a luchar contra mis defectos, mis miedos, mis retos: no me gustaría defraudar sus enseñanzas, su legado. Y quienes me conocen saben que soy empecinadamente cabezón cuando me propongo lograr algo.

Ahora que tantos recuerdos de nuestros años de amistad pasean delante de mí como en un desfile silente escribo estas palabras para dar a otros amigos y conocidos sólo un pequeño atisbo de todo lo que significaste para mi familia.

“Descansa en paz”, en este caso, es mucho más que una simple frase, querido Peter.

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