¿Morirá Fidel Castro?

Publicado por Amir Valle | Publicado en Política cubana | Publicado el 08-01-2015

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La absolución histórica de un dictador

 

Siento decirlo, aunque produzca revuelo: No es importante ya que Fidel Castro muera. Murió en el 2006, justo el día en que cedió el poder. Y muchos parecen desconocer la clara evidencia de que asumió ese cambio en su vida con la clara conciencia de que su tiempo había terminado y sólo le quedaba un camino: no ya perpetuar su legado (una de sus obsesiones ególatras desde su juventud) sino impedir que sus dominios se perdieran. Al estilo de las dinastías monárquicas, la familia debía asumir su rol dinástico. Y a eso: a una sucesión planificada por Fidel y adaptada por la familia a las circunstancias históricas, tras la ascensión del dictador que ahora tenemos: su hermano Raúl, hemos asistido los cubanos en estos últimos ocho años de poder raulista.

Desde entonces, como los hechos lo demuestran tozudamente, Fidel Castro sólo sigue vivo porque sus admiradores internacionales insisten en insuflar vida a “su histórico legado”.  Porque sus enemigos internacionales se lo sacan de la manga una y otra vez, como si realmente fuera una pieza indiscutible en el póker de la política, al analizar los convulsos cambios en la historia latinoamericana de la última década. La izquierda internacional, entretanto, sigue desempolvando sus viejos huesos, enfundados ahora en un traje deportivo, siempre que lo necesitan para sus campañas; y algunos presidentes sin lustre propio lo resucitan vez tras vez, esperanzados de que se les pegue algo del brillo de ese ídolo al se han atrevido a llamar “el más invicto líder de los pobres de la tierra”.

Pero, aún peor, Fidel  vive porque los cubanos de la isla y el exilio seguimos soplando vida en la nariz reseca de un cadáver, momificado hasta hoy a conveniencia de quienes necesitan rescatar su imagen de Mesías salvador (los de la izquierda) o de Quimera monstruosa (los de la derecha) en un planeta mucho más inestable, explosivo e inhumano que aquel mundo de 1959 en que un joven barbudo se convirtió en “la esperanza de los desposeídos” a través de una Revolución que todos vieron (y muchos siguen viendo, pese a sus evidentes fracasos) como “faro de luz para América y el mundo”.

Fidel murió, querido compatriotas, y sólo vive en nuestras mentes. Nos inoculó el virus de vivir dependiendo de su mortífero legado, de su supuesta omnipresencia. Es un fantasma que, aunque muchos no quieran reconocerlo, arrastramos por todo el mundo. Y eso queda demostrado cada vez (y ahora mismo) que se corren los rumores de su muerte: en la isla es comidilla de los últimos días y en el exilio, más que virus noticioso o regusto chismográfico, es casi jolgorio enfermizo, dependencia emocional e incluso (aunque lo vea como algo irracional) resonancia esperanzadora de nuevos tiempos.

¿Importa ya su muerte? Más allá del uso que le ha dado Raúl Castro de banderilla ideológica, de soporte memorioso oportunista, de figura valiosa en el panteón histórico nacional ¿ha significado algo Fidel dentro de la estrategia de la dictadura en los últimos años? ¿O es que alguien olvida que la mayor prueba de su pérdida de poder es precisamente lo que algunos consideran la prueba de su existencia: sus “famosas” Reflexiones sobre asuntos nacionales e internacionales?

¿Es que nadie se ha dado cuenta de que el rumbo de los acontecimientos en Cuba no cambiará ni con su muerte física, ni con la muerte de Raúl, pues los destinos posibles de la isla ya han sido calculados para un futuro en el que veremos en puestos del poder económico, financiero, militar, social, legal y político a los herederos de quienes, prometiendo un país mejor que jamás llegó, convirtieron a nuestra nación en el desastre que es hoy?

Aunque caiga pesado, debo decirlo: mientras los cubanos pensemos en Fidel, Fidel vivirá.

Fidel vive en todos esos que aún están pendientes de la hora de su muerte, aunque sea por desolación ante el deceso de su líder, por simple revancha o por el júbilo de saber que el mundo tiene una alimaña menos.

Fidel vive en esos que, en la isla y en el exilio, no soportan un criterio distinto y atacan, ofenden, denigran a quien esgrime una opinión diferente. Entremos a las redes sociales y veremos cuántos Fideles hay regados en internet.

Fidel vive en esos líderes y grupos opositores de la isla y el exilio que reproducen como instrumentos de poder político en sus terrenos específicos de influencia el caudillismo, la desconfianza, las rencillas constantes, las capillas monopolizadoras de las influencias obtenidas, la manipulación oportunista y egoísta de los contactos internacionales, el uso irresponsable o deshonesto de los fondos obtenidos, y la priorización absoluta de las metas más convenientes para reafirmar la validez del discurso político y la agenda personal de cada líder, en vez de priorizar el trabajo con el pueblo y las metas que conduzcan, aunque sea paso a paso, al bienestar nacional.

Fidel vive en esos cubanos de la isla que, sea por falta de información o por incultura política o por inopia o por fidelidad a su líder, creen que su muerte cambiará nuestras vidas.

Fidel vive en esos cubanos que callan ante lo que sucede en la isla, ya sea por miedo a ciertas represalias, por desilusión ante tanta basura política tras 56 años de lo mismo o por simple y pura conveniencia: es un proceder que él, con su estructura de poder, nos inyectó.

Fidel vive en todo aquel que siga sin descubrir que su mayor mérito fue habernos hecho creer que necesitábamos un caudillo y que debíamos entender que Cuba, la Revolución, el Socialismo, la Patria tenían un mismo nombre,  su nombre: Fidel Castro. Y nos libraremos de esa subrepticia pero profunda dependencia cerebral sólo entendiendo de una vez que Fidel es (y perdonen si utilizo estos términos de la marginalidad cubana) “ese viejo cagalitroso, chocho y hecho talco” que hemos visto después que cedió el poder; es decir, nos libraremos de él cuando dejemos de exagerar su papel como “el culpable de la desgracia del pueblo cubano”, o como “el genio de manipulación que engañó al mundo con sus mentiras”, o como “un ser que llega con sus tentáculos y confabulaciones a todos los rincones, instituciones y países de la tierra”, o simplemente como “el hombre que con su muerte abrirá una nueva era de esperanza para los cubanos” y comencemos a verlo como lo que ha sido y es: un ser humano.

Si no entendemos esto, no estaremos listos para la lucha más larga que se abre ante nosotros: Fidel murió o puede morir, el castrismo no, intenta perpetuarse mutando, lanzando al mundo (y a nosotros, los cubanos) mensajes engañosos de una conciencia de apertura que no existe y que sólo oculta una estrategia de supervivencia de la misma putrefacción ideológica que hundió a nuestra isla en el estercolero económico, político, social y moral que hoy es Cuba.

Le hemos echado la culpa de nuestras desgracias a Fidel. Ahora le hemos traspasado esas culpas a Raúl. ¿A quién le echaremos la culpa mañana? ¿Y dónde están nuestras culpas?

Entendamos de una vez que Cuba no necesita un caudillo. No necesita un Mesías. La corrupción extendida en las instituciones democráticas de nuestro país antes de 1959 hizo creer a muchos que sólo un caudillo, un iluminado, un Mesías, podía conducir a buen puerto a los cubanos. Fidel lo descubrió y lo utilizó para llegar adonde llegó en la vida de cinco generaciones de cubanos. Hemos tenido 56 años para entender que esa tesis es absolutamente errónea. Y por ello es hora de que se mire lo que necesita el país, no los sueños futuristas de un líder, ni los vaticinios siempre cuestionables de una sola ideología. Ese es el mayor reto para todos los cubanos y, específicamente, para aquellos que ahora y en el futuro entren en el terreno de la política nacional. Luego de vencer en esa durísima batalla (pues es algo que, creo, está ya en el ADN de varias generaciones de cubanos) se impone frenar y desmontar la estructura material y moral, histórica y dinástica legada por el castrismo. Otra descomunal batalla.

Enterremos a Fidel de una buena vez, queridos compatriotas; pero enterrémoslo en nuestras mentes, allí, en el más olvidado y oscuro de los rincones. No dejemos que los vicios humanos de la memoria lo absuelvan cada vez que lo pensemos. Dejemos de portar ese virus que nos inoculó y que obliga a muchos a ir por la isla y el mundo como pequeños clones que reproducen sus manías intolerantes, sus oportunismos, sus confabulaciones siniestras y sus deformaciones mesiánicas. Si hacemos eso, el día que muera, que sin dudas llegará, podremos entonces sepultar en tierra su cuerpo mortal; podremos valorar con mente desprejuiciada y clara sus errores y aciertos históricos (sí, los tuvo, aunque también se niegue); podremos delimitar hasta dónde llega su responsabilidad histórica con el desastre nacional cubano y hasta dónde llega nuestra propia responsabilidad como cubanos;  y no tendremos que cargar encima, otro medio siglo más, con la existencia de un ser humano que nos manipuló de un modo tan perfecto que nosotros mismos hemos sido (y podremos seguir siendo, si no nos damos cuenta) la fuente de su inmortalidad.

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