Entrevista a Amir Valle

Revista digital A Hierro muere, No. 5. Argentina, Diciembre de 2002

Por Lorenzo Lunar Cardedo

En su primera Semana Negra junto a otros escritores, 2002.

En su primera Semana Negra junto a otros escritores, 2002.

Como todo escritor, el buen novelista no debe olvidar que una novela es la construcción de un mundo, y que para poder crear un mundo que viva por sí mismo hay que conocer el mundo real, el mundo en que se vive, y observar, sin perderlos, cada uno de los detalles que conforman la vida de ese mundo real.

 

A HIERRO MUERE: Amir Valle fue en la década del ochenta un niño prodigio de la narrativa cubana. Pasados más de quince años, ¿cómo ves tu desarrollo como escritor?

AMIR VALLE: Lo primero que debo aclarar es que nunca me vi como un niño prodigio, aunque sea cierto que llegué a cierto reconocimiento nacional antes que la mayoría de los autores de mi promoción, de eso que la crítica denominó posteriormente «Novísimos Narradores». Es cierto también que, a una edad muy temprana, apenas con 18 años, ya había obtenido importantes premios nacionales que por entonces eran ganados por autores que sobrepasaban los cuarenta, pero tampoco ello me hizo creerme un niño prodigio, cosa que, efectivamente, fue manejada por algunos críticos y escritores, por lo general amigos, lo cual aún hoy me hace dudar de su sano juicio al pronunciar tal sentencia.

Si hubo algo de prodigioso en lo que escribí por esos años no fue debido a mi talento sino a consejos bien asimilados que recibí de grandes maestros, de personas que hoy siguen estando en el justo sitio de los primeros maestros: José Soler Puig, Aida Bahr, Eduardo Heras León. Para no caer en el tan manido asunto de la falsa modestia debo confesar que si algo hubo de extraordinario en el escritor que comencé a ser estoy seguro se debe casi absolutamente al joven anormal que fui: una anormalidad que me hacía encerrarme en bibliotecas a pasar horas enteras leyendo mientras los otros hacían deportes y se divertían en los ratos libres de la escuela; una anormalidad que me hacía considerar las fiestas como una pérdida idiota del tiempo; una anormalidad que me convertía en un bicho raro al que sólo acudían los compañeros de clase cuando querían escribir cartas o poemas a sus novias de turno, razón por la cual comenzaron a llamarme «Guillén» del mismo modo que a la profesora de Literatura le decían «Medea»; una anormalidad que tal vez ya había sido sembrada por mis padres, maestros de los de antes, de los que ya no existen, cuando me enseñaron a leer a los tres años y a escribir a los cuatro, o cuando la mayoría de mis regalos por esos tiempos fueron libros de la cultura universal: toda la saga de Verne, Salgari, Twain, los Dumas, la Edad de Oro de Martí, el Tesoro de la Juventud.

Visto todo eso desde ahora creo que me hizo mucho bien y mucho mal: Mal, en el sentido de que, como me decían que escribía bien, comencé a acomodarme y eso me retrasó; en el sentido de que comencé a escribir para que a algunos de mis maestros les gustara lo que yo escribía y eso me parcializó con respecto a un modo de abordar la creación en momentos en que la creación nacional cambiaba de un día para otro. Me hizo mucho bien pues me ayudó a ganar en confianza y todavía hoy, cuando me siento a escribir, recuerdo y creo como la verdad más absoluta el consejo del viejo Soler de que yo, en ese momento, soy el mejor escritor del universo.

Es obvio que también vea cambios: hoy me siento más seguro a la hora de narrar; generalmente no dejo escapar las historias que me rondan en el día a día o en las horas del sueño; sé con más certeza lo que quiero lograr a la hora de enfrentarme a una historia; puedo determinar sin mucho esfuerzo qué caminos debe tomar mi personaje para lograr lo que busca en la historia; con qué palabras debo narrar una cosa y con cuáles debo escribir otras; sé en qué sentido lo que escribo puede ser tradicional o novedoso, en qué sentido lo que escribo es una nueva verdad, mi nueva verdad. No obstante, pienso que el mayor cambio es el trabajo: si antes escribía casi dos cuentos por semana y apenas revisaba, hoy escribo un par de cuentos al año y me paso el resto del tiempo revisándolos; si antes escribía páginas enteras echándoles un rápido ojo por encima, hoy me detengo semanas enteras en la elaboración de un capítulo de ocho cuartillas.

 

A HIERRO MUERE: ¿Qué concilia y qué divorcia en tu caso al periodista del narrador?

AMIR VALLE: Soy un escritor que un día de su vida decidió aprender a hacer periodismo porque los grandes escritores decían que era bueno conocer esas técnicas. Específicamente, uno de mis maestros en el cuento: Hemingway, por entonces una lectura diaria, fue quien me decidió a elegir esa carrera, cuando realmente sentía inclinación para la psicología o el derecho. No me arrepiento ni me siento frustrado por esa decisión: hoy soy el psicólogo personal de muchos de mis amigos, hasta el punto de conocer más de sus vidas que de la mía, y puede decirse que soy una especie de asesor legal de muchos otros, con asuntos que van desde interpretaciones de artículos de nuestra Constitución hasta asuntos relacionados con las relaciones internacionales, la inmigración y hasta los derechos aduanales. Leo mucho de eso, especialmente porque vivimos en un país donde se demuestra cada día que las leyes se han hecho para violarlas, desde personas hasta instituciones, incluido esa ente mayor que se llama Estado.

De otro modo, el periodista es al mismo tiempo un juez y un psicólogo, y creo que esas características se trasladan y adquieren mayor fuerza cuando uno es escritor.

Es cierto, y eso nadie lo puede poner en duda, que el pragmatismo y la objetividad que conlleva el ejercicio del periodismo, cosas estas que encuentran su aplicación en las técnicas periodísticas, resultan armas muy afiladas y certeras en manos de un escritor. Yo mismo he dicho que no sería el escritor que soy sin el periodista que también soy, y muchos de mis libros nacen de una indagación periodística en nuestra realidad.

Contrariamente a lo que se piensa, el periodismo no frustra al escritor, lo enriquece, le da nuevos puntos de mira de una realidad que debe desnudar y que no solamente se puede ver con los ojos del escritor. Estoy cansado de decir que puedo mencionar grandes escritores que fueron periodistas de oficio. Aunque para ser honestos, quienes denigran del periodismo lo hacen pensando en el periodismo que hoy se puede leer en muchos periódicos del mundo, o aún peor, en el periodismo que se hace y escribe hoy, o se ha hecho y escrito, en Cuba, en los últimos 40 años: un periodismo chato, sin matices ni posibilidades para la creación de estilos personales dentro del periodismo. Para quienes me dicen que el periodismo sólo puede ser así le recuerdo los trabajos de Carpentier para Venezuela, los trabajos de nuestro Guillén, el periodismo de García Márquez o Cortázar para muchos periódicos en el mundo, o más reciente, el periodismo de un Camilo José Cela, un Vázquez Montalván o un Antonio Conte, para no hablar del que hizo Hemingway, que siempre se pone de ejemplo.

En simples palabras: periodismo y literatura se complementan en mi obra, es un proceso de interdependencia y reatroalimentación entre ellos que me ha abierto muchas puertas que de otro modo hubieran seguido cerradas, o que me hubiera costado mucho trabajo forzar.

 

A HIERRO MUERE: ¿Cómo llegas a la novela?

AMIR VALLE: Un día le pregunté al viejo Soler cómo podía escribir cuentos largos, ya que estaba cansado de escribir cuentos de apenas cuatro cuartillas. Su respuesta fue una clase magistral: «cuando la historia te lo exija». Y así fue. Primero sentía que mis cuentos cerraban un mundo en breves cuartillas, pero a medida que fui leyendo, que fui aprendiendo cosas, conociendo de filosofía, de historia, de otras letras, de la vida, comenzaron a aparecer en mis historias cosas que siempre quedaban como al desgaire, como sueltas, y yo mismo sabía que por allí, si me decía, podía construir otros mundos, aunque nunca me decidía, pues por ese tiempo creía, como muchos de los que empiezan, que mientras más escribiera mejor sería mi literatura.

Llegué a la novela por un suceso traumático en mi vida que está en mi primera novela, todavía (y espero que por siempre) inédita. Yo tenía quince años y estaba en una escuela de becas que hoy llaman Vocacionales. Como me gustaba inventar historias, y en esos lugares, cuando apagaban la luz, siempre aparecía alguien con cuentos de muertos, aparecidos, cosas macabras, generalmente esas reuniones tenían lugar en mi litera, especialmente desde una tarde en que escribí, como uno de mis primeros cuentos, la historia de una mujer decapitada que se le aparecía a muchas gentes en un viejo camino cercano al lugar donde estaba nuestra escuela. Esa noche, bajo la luz tenue de la luna que entraba por los amplios ventanales, comenzó la sesión de historias, pero esa vez, no recuerdo porqué razones, el tema era los crímenes que habían ocurrido. Uno de mis mejores amigos, Daniel, alguien que desde que nos conocimos me trataba como a su hermano mayor, y que casualmente dormía en la litera encima de la mía, siempre prestaba espacio en su cama para que otros se sentaran cada noche, a contar historias, pero aquella noche lo note realmente incómodo, como triste. Pero me dejé llevar por la narración de las historias y como yo conocía una bien impactante quise contarla: «eso que ustedes dicen es mierda al lado de esa, la del tipo que mata a la mujer, la hace bistec y se la da a comer a sus dos hijos. Porque debe ser del carajo estarse jamando un bistec hecho de la nalga de la mujer que lo parió a uno, ¿no creen?». Eso dije, y solté una estruendosa carcajada. Sólo recuerdo que los demás quedaron en un silencio frío (aprendí de golpe qué coño querían decir los escritores cuando escribían «silencio frío»). También recuerdo que Daniel se tiró de su litera y salió caminando apurado, y hasta puedo jurar que el silencio era tan grande que sus pasos se sentían en la escalera como si fueran mandarriazos. Sandó, un negro jodedor que siempre estaba haciendo cuentos en aquellas peñas nocturnas, meneó la cabeza y me dijo: «¿tú estás loco o eres comemierda? Daniel, tu socio, es uno de esos que se comió a su madre».

Imagino que sea obvio decir que nunca más, hasta casi seis años después, volví a cruzar palabras con Daniel. Y eso fue en la Universidad, en un concurso de aficionados. Se acercó, como si sólo hiciera dos horas de nuestra última conversación, y me dijo: «Amir, tú deberías escribir la historia mía y de mi hermano». «Está escrita, Daniel», le contesté, porque justo una semana después de aquello, como para sacarme la culpa de haber perdido a mi mejor amigo, comencé a escribir aquella historia, que resultó ser mi primera novela: Paramorio, a los 16 años.

 

A HIERRO MUERE: ¿Policial? ¿Erótico? ¿Violento?

AMIR VALLE: ¿Por qué no las tres cosas? Hay una tesis moderna, en el campo de la antropología, que justifica el camino actual de la humanidad a partir de los saltos cualitativos que significaron para cada etapa de la humanidad su carácter violento en relación con otras especies o con su misma especia, la necesidad biológica del sexo y la capacidad de hacerse preguntas y andar buscando desentrañar enigmas. Algunos mercaderes de la literatura han descubierto que es una formula que vende y eso ha establecido cierta forma de hacer literatura como un paradigma en unos casos y como un mal ejemplo en otros. Otros han dicho que la novela policial o novela negra (término que suscribo con más gusto) es a la era actual lo que fue la novela al mundo de finales del siglo 18: el mejor estudio sociológico e histórico.

Pero tus preguntas yo la respondería con otras tres preguntas:

¿No es el mundo, por desgracia, un sitio cada vez más violento?

¿No es el ser humano un ser cada vez más atado a la tiranía de su cuerpo?

¿No sigue siendo la vida un caso que hay que desentrañar, una pregunta sin respuesta?

Si aplicas esas preguntas al caso de la isla en que nos tocó nacer y vivir, y en las circunstancias en que nuestra vida se está produciendo, te darás de cuenta de que mi literatura no puede ser de otra forma: negra o policial, en tanto siempre es interrogativa y está buscando resolver enigmas y muertes de todo tipo (humanas, sociales, del espíritu, de la moral); violenta, en tanto nuestra sociedad está llena de esa violencia; y erótica, en tanto el cubano es un animal absolutamente sensual y sexualizado, por sus raíces y su idiosincracia.

 

A HIERRO MUERE: ¿Cómo ves la novelística cubana actual frente al mercado nacional e internacional?

AMIR VALLE: La novela cubana está en el mejor de todos sus momentos. No viene al caso, pero puedo hacer, como acostumbro, un listado de excelentes novelas que, de encontrar el mecanismo promocional adecuado, pueden convertirse en fenómenos de éxito y hasta cambiar la tónica de la novelística latinoamericana, del mismo en que la cambiaron Lezama y Carpentier con sus obras, antes y durante el llamado boom.

Pero la verdad más absoluta es que, por razones diversas, la eclosión creativa actual no es respaldada en lo más mínimo por las instituciones, entidades y mecanismos que debieran servirse de esa eclosión para promocionar la Cultura Cubana, aprovechando la existencia de esas obras. Ni siquiera Padura y Abilio hubieran tenido éxito si dependiera de esos mecanismos y esas instituciones. Lo que consiguieron ellos lo hicieron por sus propios medios y por eso pueden llenarse la boca y decir que nada deben acá al impacto de sus obras.

Por razones políticas que me parecen estúpidas, no se aprovechó el impacto internacional de las malas obras escritas por Zoé Valdéz y Daína Chaviano, o las obras decorosas e importantes de Lichy Diego y Jesús Díaz, por sólo citar algunos. Si se hubiera creado un mecanismo promotor, que lanzara las obras escritas en Cuba, por escritores revolucionarios, hacia el exterior, aprovechando esa coyuntura, la literatura cubana estuviera mejor valorada y representada internacionalmente.

Todavía siguen llegando a Cuba escritores, profesores, intelectuales, que pretenden encontrar una literatura del peor realismo socialista, y se caen de bruces, cuando leen lo que realmente se escribe.

No sé cuál será la respuesta, ni las razones que hacen que instituciones que deban hacerlo, sigan en su estatismo y su politicismo idiota de un fenómeno de tal envergadura. De lo que sí estoy seguro es de que es el momento de que los novelistas cubanos de acá sepan que las puertas del mundo están también abiertas a lo que hoy acá se escribe y que son ellos, únicamente ellos, quienes tienen que abrir o derribar esas puertas. La iniciativa personal cada día es más importante en el mundo del libro.

 

A HIERRO MUERE: ¿Qué condiciones debe tener un buen novelista?

AMIR VALLE: Como todo escritor, el buen novelista no debe olvidar que una novela es la construcción de un mundo, y que para poder crear un mundo que viva por sí mismo hay que conocer el mundo real, el mundo en que se vive, y observar, sin perderlos, cada uno de los detalles que conforman la vida de ese mundo real. En simples palabras: un novelista debe ser primero que todo, un gran observador.

Lo segundo, y es algo que falta a la novela en muchas partes del mundo, es que el novelista debe ser un gran analista, y para serlo debe beber en las fuentes del conocimiento universal, en el resultado de siglos y siglos de desarrollo de la inteligencia humana. Las grandes obras que hoy se siguen imponiendo como cánones del género, dan fe de que sus autores supieron analizar bien cada uno de los detalles, de los sucesos, de las condiciones en que sus personajes se movían. Por eso se dice que la novela es un asunto de madurez, y no porque haya que ser viejo para lograrla, si no porque hay que volcar en un mundo creado toda la experiencia de vida acumulada por el escritor. Mientras más sepa de filosofía, de historia, de política (en el amplio sentido de la palabra); mientras más lecturas posea y más conocimientos tenga el escritor, más fácil dará vida a su mundo novelado y más aliento vital propio (es decir, más fuerza e inmortalidad) tomará ese mundo que debe latir del mismo modo en que late el mundo real.

Lo tercero es que el novelista ha de ser la persona más tozuda e inconforme del universo. Mientras más lo sea, mejores resultados obtendrá. Pero la tozudez y su inconformidad deben ser llaves que se contrapongan y detengan la complacencia y la conformidad natural que sobreviene al creador cuando ha escrito algo. Como diría Faulkner, la fórmula es trabajar, trabajar, trabajar. Recordar que toda obra humana es imperfecta, que se trabaja con la palabra y la palabra es díscola, saltarina, traviesa, amiga de jugar malas pasadas a quien no la sabe coger por las riendas. En ese momento, como me dijo una vez el viejo Soler, es muy útil: «tener una decena de lápices para escribir y una caja de plumones de colores para tachar». El respeto por la obra terminada es algo que le falta hoy a la inmensa mayoría de las obras que se escriben en Cuba y en todo el mundo.