De las palabras, las manipulaciones y los recuerdos 4

Publicado por tonimedina | Publicado en De Literatura | Publicado el 29-03-2011

El tirano que todos llevamos dentro

Máximo Barrera es el negro más parecido a José Martí que conozco. Físicamente, quiero decir. Y aunque sea difícil concebir a un Martí tan negro como la más absoluta y cerrada oscuridad, lo cierto es que siempre que veía su frente ancha y pronunciada, sus pómulos prominentes, sus cuencas semihundidas y su bigote tupido, me venía a la mente, sin que pudiera evitarlo, la imagen de muchos de esos retratos que se han hecho de Martí.

Eran los tiempos en que estudiábamos en la Escuela Vocacional Antonio Maceo, en las afueras de Santiago de Cuba, y aquel negro a quien todos temíamos se paseaba como una sombra, a cualquier hora, por todos los pasillos, pisos y hasta sótanos de aquellos edificios, imponiendo el orden con sus gestos autoritarios, apenas sin hablar, recordándonos todo el tiempo que él estaba allí para eso: para encarrilar nuestros espíritus rebeldes, inmaduros, desordenados, inconformes, faltos de disciplina, desde su responsabilidad como Subdirector de Internado.

Era, según sus actos, un verdadero déspota. Alguien a quien ni siquiera se le podía explicar nuestras razones, tuviéramos razón o no: simplemente no escuchaba y teníamos que retirarnos, perseguidos por su mirada durísima, cortante, impelidos por alguno de esos gestos tiránicos que muchos aprendieron a odiar. Sí, porque sé que muchos aún lo odian, a pesar de que los años transcurridos desde entonces nos han hecho comprender cuán cabezas locas éramos, cuán equivocados estábamos. Pero otros, por lecciones que recibimos a puro golpe y vergüenza, aprendimos a respetarlo y a entenderlo.

Y fue Máximo Barrera, el primer hombre a quien muchos consideramos un tirano, quien me enseñó una tarde de 1983, que era posible matar a ese tirano que hemos incubado casi todos los cubanos de las generaciones crecidas en la Revolución.

Corrían también los años en que nuestra generación era la cara más visible, la prueba más elocuente de los resultados de la propaganda del gobierno: gritaban las consignas creyéndolas o por pura diversión (pero sin imaginar cuánta manipulación política y cuanta falsedad representaba ese gesto); las figuras de Fidel, Raúl y otros dirigentes políticos eran, cuando menos, inalcanzables porque ellos eran perfectos y nosotros, simples mortales (recuerdo a uno que hoy vive en el exilio, que se me acercó contentísimo para decirme “fui uno de los que pudo tocar el uniforme de Almeida cuando pasó cerca de mi fila”, sin imaginar yo entonces que durante semanas tendríamos que soportar los cuentos de todos aquellos “privilegiados” que pudieron tocar a un “Dios de la Revolución”); y participaban en cuanto acto de repudio se realizaba, muy de moda por entonces luego de los sucesos de la Embajada del Perú, en 1980, lanzando piedras y huevos y gritos y ofensas y otra vez piedras y huevos contra aquellos “gusanos” con los que, años después, muchos compartimos ideas y exilios.

Todavía, cuando pasé de los treinta y comenzaba a comprender muchos engaños a los que fuimos sometidos todos los jóvenes estudiantes (métodos que hoy continúan, por cierto), me preguntaba por qué la mayoría de los cubanos actúa como tirano de otros cubanos, siempre que logra un pequeño puesto de poder, por ínfimo que sea este poder. Y me vi precisado a lanzar mi mente atrás y recordar, en mi experiencia, cosas como estas:

Escuela Elier Atala, Central Antonio Maceo, Holguín, 1976: “los verdaderos pioneros revolucionarios no se callan cuando ven a otro pionero hacer mal las cosas”, decía mucho una profesora a quien, poco después, alguien denunció por tener “un hijo maricón que quiere irse del país”, y que, finalmente, se fue con su madre. Tenía yo nueve años y creí así, al escucharlo una y otra vez, que “es un orgullo para un pionero revolucionario” denunciar a otro compañerito cuando se escapaba de clases, se fijaba de alguien en un examen o, simplemente, cuando al hacer filas en los matutinos, se ponía un espejito en el pie para mirarle el blúmer a la niña que tenía delante.

Escuela Manuel Ascunce Domenech, Santiago de Cuba, 1978: “Los mejores puestos son para los más revolucionarios, no lo olviden”, nos decía cada viernes Otero, un muchacho, funcionario de la Unión de Jóvenes Comunistas, que atendía al grupo de “Corresponsales Pioneriles” al que yo pertenecía, representando a mi escuela.”Y ustedes, además de enviarnos las noticias de las actividades de su escuela, deben recordar que el enemigo está en todas partes, que el enemigo puede estar trabajando ahora mismo en alguno de sus compañeritos y por eso a ustedes les corresponde ser, también, los ojos de la Revolución, y les aseguro que la Revolución premiará el esfuerzo de quienes cumplan mejor con esa misión”.

Escuela Bungo 6, Santiago de Cuba, 1980: “La Revolución se da el lujo de permitirse que existan en este país sólo dos bandos: los que participan en la lucha al lado de la Revolución y los que se quedan mirando a los que participan. Ésos, al final, siempre llevan a un “gusano” en el corazón, Amir. Así que tú, hijo de uno de los hombres que hizo esta Revolución, debes decidir en qué bando te colocas”, me dijo el director de la escuela cuando me descubrieron escondido en un sótano, leyendo (bien lo recuerdo) la novela de aventuras Miguel Strogoff de Julio Verne, precisamente el día en que los alumnos de mi grupo estaban en el cercano pueblo de Cautillo, haciendo un acto de repudio a una familia de “gusanos” que había pedido irse por el Mariel.

Y así, inculcándonos como armas de la Revolución la denuncia, la desconfianza absoluta y perenne en el que está a nuestro lado, y la participación “revolucionaria”, muchos pudimos convertirnos (y lamentablemente muchos se convirtieron) en verdaderos monstruos, pichones de fascistas que siguieron sembrando en otros la división, la desconfianza, el odio.

Yo me salvé (creo haberme salvado, no sé), quizás por la admiración que sentía por aquel Martí negro, Máximo Barrera, tiránico en su actuar dentro de la escuela, pero hombre humanísimo, sacrificado, trabajador hasta reventar, que hacía avergonzarse una y otra vez a sus colegas de trabajo porque (y de esto cientos somos testigos) siempre que hubo un problema él se quedaba hasta el último momento y se marchaba sólo cuando se resolvía, mientras el resto se limpiaba las manos como Pilatos y se marchaba de la escuela “no es mi asunto”, decían, apenas terminaba su jornada laboral, incluido el flamante director cuyo nombre ni siquiera recuerdo.

Era fin de semana, día de pase y, como muchas veces, las guaguas que nos llevarían hasta la ciudad aparecían a cuentagotas; todos los profesores, cocineros y subdirectores se habían marchado, teníamos hambre y el único sustento de aquel grupo de 200 alumnos que faltábamos por salir era llenarnos la panza de agua en los bebederos del pasillo. Máximo, sentado a escasos metros de donde yo estaba, miraba su reloj, evidentemente molesto, y mascullaba algo, en voz baja. Alguien de un grupo cercano, sin percatarse de la presencia de Máximo, gritó: “¿Hasta cuándo nos piensan tener así, coño? ¡Nos van a matar de hambre, ¿o qué?!”. Y vi a Máximo ponerse de pie y acercarse al grupo, pensamos que para regañar al gritón.

— ¡Tú, tú y tú, conmigo! – dijo, señalando al gritón y a dos más del grupo, antes de darles la espalda y caminar hacia el comedor.

Regresaron con una caja grande llena de panqués, tres cajas de leche, una de ellas cargada por el propio Máximo.

— Es lo único que hay – dijo, dirigiéndose a todos y luego, al gritón –: Tú eres el responsable de repartir eso entre todos, y de que alcance. Yo me voy ahora y les prometo que vengo con las guaguas o me dejo de llamar Máximo Barrera.

Se iba cuando apareció un militar (cuya graduación me reservo) a quien algunos conocíamos porque era el padre de una de nuestras compañeras nada apreciada por su petulancia, por creerse “de la realeza (y vestir como tal, y tener meriendas como tal, y darse lujos como tal, y recibir prebendas y tratamiento especial como tal)” y por el terror que los profesores y dirigentes de la escuela le tenían al ser “hija de Papá”.

Ese día, por casualidad, le había tocado ser de las últimas en salir y por eso estaba allí, con nosotros. Papaíto había ido a buscar a su nena.

— Su hija se va de aquí cuando se vayan todos los demás – le dijo Máximo –. Yo sé que en esta escuela tengo fama de extremista, pero al menos delante de mí la ley es pareja para todo el mundo.

— No es mi culpa que yo tenga carro y pueda venir a buscarla – replicó el militar.

— ¿Y por qué antes de venir a buscarla no llamó para preguntar si había algún problema que quizás Usted podía ayudar a resolver? – soltó Máximo.

— Ya le dije – volvió a replicar el otro –. Es un problema de la base de transporte, no mío.

¿Cómo olvidar que, más que respirar profundo, fue un bufido molesto lo que salió del pecho de Máximo?

— A estos muchachos todo el mundo los ha dejado aquí botados –dijo, mirando a los ojos al militar y apuntando hacia nosotros con su manaza negra de enormes dedos –. Si yo hago como Usted y resuelvo sólo mi problema: me largo y los dejo aquí, como han hecho todos los demás. Y si Usted, con esas estrellas que se ha ganado y yo, con mi cargo en esta escuela, nos limitamos a resolver sólo nuestros problemas, ¿quién resuelve todos esos otros líos que pasan ante nuestras narices en este país, cada día?, problemas como este…

Dejó de hablar, las venas del cuello casi a reventar por la ira. El militar quedó sin habla, bajó la cabeza, estuvo en silencio unos segundos y luego dijo: “¡Móntese conmigo y vamos a buscar esas guaguas que faltan!”.

Aquel gesto de unidad, de respeto al derecho que teníamos los que supuestamente no podíamos ni gritar, de igualdad sin importar el origen que tuviéramos, fue una de las tantas cosas que hoy me hacen recordar a Máximo Barrera con respeto. Si fue (o es) un tirano, va a ser el único tirano que he admirado; un tirano, en muchos modos, distinto, ejemplar, que me dio muy buenas lecciones para vivir.

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