Colegas III: Alfredo Muñoz Unsain «Chango»
Publicado por Amir Valle | Publicado en Generales | Publicado el 25-07-2015
Colegas
(Serie)
Uno de los mayores enriquecimientos que he recibido como escritor ha sido ejercer el periodismo junto a colegas de una profesionalidad tan indiscutible, que cada encuentro con ellos es una lección magistral. En esta serie, quiero hablar de algunos de esos periodistas.
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Alfredo Muñoz Unsain «Chango»:
Entre la verdad y la demonización.
Conocí a Chango a mediados del 2004. Hasta ese día en que me abrió por primera vez la puerta de su casa en La Habana, siendo sincero, sobre aquel viejo alto, encorvado y de mirada penetrante y dura corrían muchos rumores en el mundo periodístico cubano: por un lado, quienes lo consideraban un agente de la Seguridad del Estado cubano y lanzaban sobre él historias de delaciones y traiciones desde que fuera uno de los primeros argentinos que se integró a la agencias de noticias Prensa Latina, y por otro lado, quienes lo consideraban un mito del periodismo latinoamericano, uno de los más profundos conocedores de la realidad y la alta política cubana y un eterno irreverente que no había logrado destacar más porque «le había cantado las cuarenta» (es decir, le había dicho la verdad sobre lo que pensaba del desastre cubano) incluso al propio Fidel Castro.
Un colega periodista español, Mauricio Vicent, por entonces corresponsal del periódico El País en Cuba, había sido el primero en mencionarme a Chango en un almuerzo al cual me invitó el también corresponsal español (pero de Televisión Española) José Manuel Martín Medem. Eran grandes amigos y, como supe poco después de la muerte de Chango, fue Mauricio quien echó pie en tierra para ayudarlo en sus últimos momentos de vida pues, a pesar del inmenso amor que sentía por Cuba, y a pesar de que vivía en La Habana desde 1961, este mítico periodista argentino no era residente y ese vacío legal complicaría su tratamiento médico, sobre todo por lo que significa en términos burocráticos el simple hecho de que Cuba sea un país donde la salud es gratuita para los cubanos y, sin embargo, para los extranjeros (estos sí tienen que pagar y ser atendido en clínicas vetadas para los nacionales) resulta tan cara (o más en algunos casos) como lo es en otros países del mundo.
En nuestro primer encuentro, lo confieso, me resultó chocante el paternalismo burlón que Chango me dispensó. No hubo en nuestro primer diálogo, de casi dos horas mientras compartíamos una de esas cenas que él preparaba y lo hicieron también un mito como anfitrión, nada de comunicación de periodista a periodista. Simplemente, pese a que intenté demostrarle que conocía bien los intringulis de la política en mi país, me aplastó con un conocimiento histórico tan profundo y una sagacidad realmente asombrosa a la hora de equilibrar las versiones que existían sobre ese complicado tema que es siempre descubrir qué hay de verdad en esa también casi eterna discusión de si Cuba es un paraíso o un infierno. Recuerdo que me molestó mucho la ironía con la que hizo pedazos algunas de mis ideas, varias de mis tesis, el encendido matiz de víbora al acecho que asomaba a sus ojos ante cada una de las estocadas de sabiduría que me propinaba. Pero, recordando que mis abuelos me habían enseñado que a los viejos se les respeta, deseché mi idea de mandarlo al carajo siempre que me entró ese deseo, tragué en seco en cada una de esas ocasiones y salí de su casa, fingiendo sonreír, agradeciendo sus «sabios consejos» y aquella «lección de historia». Salí hecho polvo. Y días después, luego de recibir un mensaje del periodista español Carlos Carnicero, supe que había sido sometido a una prueba, y que había pasado la prueba: «dice Chango que resististe como un hombrecito sus ataques y que te defendiste como un gato patas arriba. Así que ya estás en el equipo.» Supe así que aquel era el modo que Chango había encontrado, mediante ese reto de inteligencias contra los estereotipos de la propaganda oficial cubana, para conocer a colegas o personas a las que valía la pena abrir su duro corazón.
Y él mismo me lo confesaría después: «te abochornarías de la profesión, si te cuento las estupideces que les he tenido que oír, sentados ahí mismo donde ahora estás tú sentado, a tipejos que creen que ser periodista es tener un diploma de la Universidad y tener aprendidas de memoria cuáles son las preguntas clásicas de la información», me dijo en uno de nuestros encuentros posteriores, cuando ya formaba yo parte (a cargo de la Agenda Cultural) de un prestigioso equipo de periodistas que lanzarían en el 2005 la revista española Contrapunto de América Latina, y allí trabajé bajo la dirección de Pedro Páramo, Carlos Carnicero, Chango, Miguel Rodrigo Arribas, Isabel Jaramillo, y junto a otros periodistas y renombrados colaboradores de toda hispanoamérica.
Alfredo Muñoz Unsain, «Chango», nació en Santa Fe, el 6 de abril de 1932 y murió en La Habana el 8 de febrero de 2010. Había llegado a Cuba en 1961 y luego de trabajar en la agencia de noticias Prensa Latina, pasó a ser el corresponsal de France Presse en la isla. Tuve la suerte de conocer su estilo: una mezcla de objetividad y análisis de lo que podía esconderse tras los hechos históricos, todo ello envuelto en una fina prosa, muy culta y cuidada. De él escuché el primer pronóstico fatal sobre lo que sería el futuro del periodismo: «la inteligencia se aparta cada vez más del trabajo periodístico porque a los dueños, ideológicos o económicos, de los medios sólo les interesa vender, impactar para vender, informar más que analizar. Así que no te asombres de que en el futuro, si sigues trabajando como periodista, te pidan que escribas oraciones cortas, fáciles, que utilices ideas sencillas, que te limites a crear un esqueleto del hecho, con el pretexto de que eso es lo que quiere leer la gente, porque no tienen tiempo de leer. Cuando lleguemos a ese punto, el periodismo será un burdo trasmisor de superficialidades para tontos iletrados incapaces de leer más de 3000 caracteres». Fue la primera vez que le escuché decir a alguien que el periodismo, que había sido creado para acercarse y estudiar la realidad, dejaría de formar parte de los mecanismos formadores de la conciencia social. «Pero ahí tú tendrías las de ganar, Amir, pues para estudiar la sociedad moderna el periodismo no servirá de nada, habrá que leer lo que escribieron los novelistas de esa realidad que el periodismo ha simplificado de modo tan burdo hasta convertirla en una nada comunicativa con un único valor: el noticioso que permite ganar audiencia».
Considerado el gran cronista de la Guerra Fría en la isla, cuando le pregunté por qué razón no había escrito un libro (o varios) sobre sus vivencias, me dijo algo que aún me hace pensar: «tendría que contar la parte oscura de ese sol moral que todos ven en la Revolución Cubana, y aunque muchos crean que es una estupidez, una obsesión de viejo retrógrado, soy de los que creen que a este mundo le hace falta que no se apaguen las esperanzas que despertó lo que alguna vez fue la Revolución Cubana. No estoy dispuesto a que, por tener el mérito de contar cosas que sólo unos pocos sabemos, caiga yo en la lista de quienes hoy asesinan esas esperanzas». Por eso prefería la escena privada, los encuentros cercanos con amigos y visitantes, donde expandía sus verdaderos mundos interiores, soltando como prendas análisis sobre una realidad tan convulsa en la que, de muchos modos, él también fue protagonista. ¿Cuántos secretos se llevó Chago a la tumba? Nadie lo sabe. Quienes estuvimos cerca de él alguna vez, tuvimos la suerte de escucharle algunas historias que, ciertamente, resultaban descorazonadoras. Pero también esa tozudez me hizo reflexionar mucho tiempo sobre el respeto que como periodistas le debemos a la verdad, aunque duela, y sobre ese frágil equilibrio que existe entre la ética humana y la responsabilidad de comunicar. Nadie como él ha sido tan claro, tan contundente, tan locuaz, en darme lecciones de este oficio tan complejo que es el periodismo.
— No olvides que Einstein dijo que una sociedad teconológica podría derivar en una sociedad de tontos, de gente que no piensa atada a las tecnologías — me dijo en julio de 2005, muchos años antes de toda esta irrupción tecnológica que vivimos y que tanto ha beneficiado y afectado al periodismo –. Podrías tener que elegir entre ser un simple repetidor o un pensador, que es, en mi concepto, a lo que debe aspirar un periodista: alguien que analice las múltiples verdades que pueden existir alrededor de un mismo hecho. El repetidor sigue lo establecido por otros, mediante el dinero o las ideologías; el pensador arma su verdad, la más parecida a LA VERDAD, que sabemos jamás es absoluta, y la defiende con sus ideas, pero las propias ideas, no las de esos que pagan o dictan ideologías. Es un ser independiente y de esa independencia depende su grandeza o su insignificancia profesional.
¿Es o no es esa una gran lección?