Desde el escombro del recuerdo

Publicado por Amir Valle | Publicado en Generales | Publicado el 04-03-2014

Edificio Arbos, Oquendo 308, entre San Rafael y San Miguel, Centro Habana.

Edificio Arbos, Oquendo 308, entre San Rafael y San Miguel, Centro Habana.

 

Mi edificio, mi calle, mis recuerdos

 

Una noticia circula en las redes: 600 personas han quedado en la calle debido al derrumbe de un edificio en Centro Habana.

Para muchos será sólo una nota más del desastre habitacional cubano, un edificio más que suma sus ruinas a esa ciudad decadente, cuyos edificios siguen desplomándose con la misma cotidiana tozudez con la que se desploma la Revolución.

Para mí es distinto: viví allí durante varios años, en el quinto piso, en el apartamento 501, y al leer que se ha desplomado el séptimo y sexto piso, y que hay peligro de derrumbe total, el recuerdo me llega desde esos escombros que ahora mismo contemplan sin esperanza, estoy seguro, muchos de quienes vivieron allí y fueron mis vecinos.

Hace un tiempo escribí que, cuando llegué a Centro Habana, ya había vivido en el Cotorro, Luyanó, Arroyo Naranjo y el Vedado. Entré así a un universo raro, marginal, siempre abierto a la especulación, la bolsa negra, el bajo mundo y la nocturnidad podrida, como sigue siéndolo hoy, y como he querido recoger en varias de mis novelas que transcurren en esas calles.

En el edificio Arbos, ese edificio de Oquendo 308 que ahora está en las noticias, habían matado a un guardaespaldas del capo norteamericano Meyer Lansky, luego de una borrachera prodigiosa y escandalosa, allá por 1957. Estaba acostado con una de las más conocidas prostitutas de La Habana: Cacha La China, un prodigio de la raza amarilla dotada con las formas de las mulatas cubanas y la experiencia ancestral asiática en las artes del sexo. Lo descubrieron a la mañana siguiente con el miembro cercenado. A Cacha le habían cortado los senos. Se desangraron. El olor a marihuana llenaba toda la habitación de la tercera planta de aquel edificio para putas y gente pobre. La policía llegó a eso de las diez y un perro gris y anémico dejó la posible pista tras el olor excitante de una perrilla faldera en la planta baja. Cuando el manipulador tiró de la correa para que siguiera buscando, se echó en el piso y comenzó a aullar bajito, como si mascullara una protesta. Todo el barrio de Cayo Hueso comentó el suceso y la prensa lo reflejó con grandes alaridos sensacionalistas.

En 1994, justo el mismo año en que me mudé para aquel sitio, en el sexto piso del viejo edificio de ocho plantas, construido en la década del 20, aparecieron cuatro muertos: un extranjero, español según las señas de los vecinos, un negrito homosexual conocido como Juana Picadillo y dos jineteras. Habían pasado toda la noche en una orgía terrible y los gritos de la cópula se mezclaban con la algarabía musical de mi vecino, acostumbrado a escuchar hasta altas horas de la noche rancheras mexicanas cantadas por Los Tigres del Norte.

A las dos de la mañana se escucharon los disparos. Poco después llegó la policía. La puerta de la habitación estaba abierta y adentro los muertos: Juana Picadillo con dos balazos en el pecho, una de las muchachas con la cabeza destrozada por un tiro y la otra, de nalgas a la puerta, con un agujero en la espalda, la boca todavía sobre la verga del españolito, a quien también habían disparado a la cara. Todos desnudos. La policía los cubrió con sábanas y los retiró del edificio a eso de las cuatro.  Cuando amaneció, ya no había rastro de policía ni de perros, que también habían dejado la pista esta vez tras una puddler coqueta de la segunda planta. Todo el barrio de Cayo Hueso comentó durante varios días el suceso. La policía nunca más volvió y no se publicó ni una sola nota en los periódicos.

Ese espíritu ruinoso, que se respiraba desde que uno entraba en el antiquísimo ascensor Otis que funcionaba de vez en vez, fue eternizado parcialmente en el documental Arte nuevo de hacer ruinas y me resulta curioso que muchos de los que vieron ese documental no hayan notado que se trata del mismo edificio donde el alemán Florian Bochmeyer filmó parte de ese importante documento sobre esa Habana que sobrevive en medio de sus propios escombros.

Además de amigos que aún vivían allí, de algunos conocidos que llegaron a ser parte de mi familia (condenados todos ahora a desandar La Habana, y desgraciadamente no como lo hacía Eusebio Leal), la segura muerte física de ese espacio no impide que los recuerdos lo perpetúen, al menos en mi memoria. Ahí quedan las noches parado en el balcón de la quinta planta mirando las luces caer sobre la ciudad y el malecón; las agotadoras (y tan fastidiosas como divertidas) jornadas sin agua ni corriente en que teníamos que llenar el inmenso tanque de 55 galones de nuestra casa, subiendo aquellos interminables cinco pisos, desde la cisterna en la planta baja, cubo a cubo y por las escaleras; la sensación de vigía privilegiado desde la que asistí a las riadas de pueblo protestando en las calles de Centro Habana durante las revueltas del año 94, hasta que decidí bajar y sumarme al gentío descontento; las triquiñuelas entre vecinos para proteger de la policía a los pequeños comerciantes clandestinos a quienes comprábamos la comida y otras necesidades  (recuerdo un día en que tres vecinos me llenaron la casa de latas de pintura llenas de colas de langosta porque a mí, como era un periodista conocido, los policías no me revisarían el apartamento); e incluso las veces en que escritores hoy muy reconocidos iban a trabajar sus libros en mi moderna computadora (recuerdo ahora mismo a Pedro de Jesús, a Ronaldo Menéndez y a Alberto Garrido, que estuvieron allí para armar justamente los libros con los que obtuvieron el Premio Pinos Nuevos 1997 y los Premios Casa de Cuento 1997 y 1999, en ese orden).

Alguien me dijo una vez que la memoria se vacía, gota a gota, cuando desaparecen los sitios, las personas, el eco de los sucesos que motivaron los recuerdos. Quiero negarme a que eso sea cierto. Exactamente este 3 de marzo pasado hizo 8 años de mi destierro alemán. Ocho años, debo reconocerlo para mi vergüenza, en que sólo pensé en ese edificio cuando lo vi en el documental Arte nuevo de hacer ruinas. Ahora asisto a la noticia de su agonía. Por suerte, si mi memoria falla y llega el olvido, he escrito ya muchos de esos recuerdos. Espero que eso los salve.

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