La fobia de los dictadores al perdón
Publicado por tonimedina | Publicado en Generales | Publicado el 10-01-2012
“Conocereis la verdad y la verdad os hará libres”.
Juan 8:32
Pedir perdón por sus crímenes es una virtud que no poseen los dictadores. Porque, aunque algunos nos resistamos a creerlo, un dictador debe tener alguna virtud, si nos atenemos al amor sin límites que les profesan sus hijos a esos monstruos. La historia lo demuestra: para sólo citar a monstruos latinoamericanos, los hijos del cubano Fulgencio Batista han olvidado los cientos de muertos durante los cinco últimos años de dictadura de su padre, apelando a que el país se desarrolló económicamente como uno de los más prósperos de América; los hijos de Pinochet siguen venerando a su padre sin importarles los miles de muertos en el período de la terrible dictadura en Chile que Pinochet llamaba, burlándose de sus detractores, “dictablanda”; los hijos de Fidel y Raúl Castro, que han encabezado la dictadura más larga que hoy sobrevive en el mundo, ni siquiera han querido hacer oídos de los gritos de esos más de 10 mil fusilados injustamente por capricho de sus padres, por sólo citar algunas de sus víctimas; y en mi reciente visita a Panamá pude comprobar por diversas vías que las hijas del dictador Manuel Antonio Noriega piden hoy para su anciano y destronado padre una paz que jamás Noriega concedió a sus víctimas y un perdón que él no ha pedido hasta hoy.
Ninguno de ellos, ni Batista, ni Pinochet, ni Fidel, ni Raúl Castro, ni Noriega han dicho una sola palabra de perdón, pues todo lo que hemos escuchado hasta el presente son, en el caso de aquellos que raramente lo han hecho, justificaciones a sus “errores del pasado”, ya que así llaman a los crímenes que cometieron.
En un documental sobre el regreso de Noriega a Panamá, transmitido el pasado mes de noviembre por televisoras panameñas, me conmovió mucho que uno de los hijos del Dr. Hugo Spadafora Franco y el hijo del Mayor Moisés Giroldi dijeran ante el pueblo panameño que ellos habían perdonado a Noriega. Causó conmoción. Causó disgustos. Pero es una actitud que admiro, a pesar de que, de estar en su caso, no creo poder hacer lo mismo, aún cuando mi fe en Jesucristo me lo dicta como una imperiosa necesidad para restaurar todas las heridas y continuar, sano y limpio, el camino.
Y, como diría el personaje de Shakespeare: “esa es la cuestión”. Y es que si un ser humano llega al poder por medios sucios, se aferra al poder mediante la muerte, la traición, la corrupción y otras miserias humanas; y si ese ser humano un día es bajado a patadas de su trono de poder y muere sin conocer el rostro hermoso de Jesucristo, podemos entender que no pida perdón.
Pero no es el caso de Manuel Antonio Noriega: con mis propios ojos he visto pruebas que lo incriminan en los más sucios enredos políticos, militares, económicos y fiscales que han sucedido en la historia de Panamá y de América Latina; personalmente entrevisté a muchas de sus víctimas y supe del dolor, de la humillación, de la deshumanización al que fueron sometidos; en mis viajes por Centroamérica y Estados Unidos, mientras investigaba para escribir un libro sobre la vida del Dr. Hugo Spadafora, asesinado brutalmente por deseos personales de Noriega, vi fotos de época donde los muertos y los muertos y los muertos y los muertos me golpeaban la fe que mi Señor Jesucristo me ha pedido que tenga en la especie humana.
Fue, digámoslo de modo directo, un descenso real a los infiernos en el que Noriega, desde su ascenso al poder total tras la muerte del general Omar Torrijos en 1981, hundió al noble pueblo de Panamá, marcándolo con heridas muy profundas que aún están abiertas, desprendiendo sangre y pus, y contaminando todavía hoy la política en ese país.
Pero el perdón es el mayor reto para un ser humano. Y lo es, sobre todo, para un ser humano que ha aceptado la existencia de Dios: si no pedimos perdón a quienes hemos dañado, nuestras culpas no serán jamás perdonadas por Dios. Lo dice La Biblia, palabra de Dios. Y en muchos sitios mientras investigaba, a muchas personas importantes en la historia de Panamá, a gente de pueblo, a extranjeros conocedores de la historia de ese país, les escuché decir: “si al menos hubiera pedido perdón…”.
Porque, aunque algunos afectados puedan perdonarle a Noriega sus cuentas personales, debemos estar claros: una cosa es el perdón que podamos concederle por sus “errores del pasado”, sean lo terribles que sean, y otra cosa es la justicia. Perdón y justicia son dos términos distintos. Dios mismo, en La Biblia, perdona muchas veces las tremendas meteduras de pata de algunos de los grandes hombres de Dios que en ese gran libro aparecen (y ojo: lo hace solamente cuando ve que hay un real arrepentimiento), pero todos TIENEN QUE PAGAR un precio por esos errores cometidos.
“Noriega jamás pedirá perdón”, me dijo alguien en una de las entrevistas. Y eso me hacía sentir vergüenza ajena. ¿Por qué? Muy simple: supe que las hijas de Noriega y el propio Noriega habían aceptado a Cristo como su Señor y Salvador. Y siento decirlo tan duramente: Dios mira a nuestros corazones y sabe lo que hay en nuestro corazón; de modo que el acto de no pedir perdón es la muestra más clara de que no hay verdadero arrepentimiento. Pero aún es peor: ninguno de ellos será un verdadero cristiano hasta que no se humillen, como Dios manda, y pidan perdón; hasta que no se acerquen a las víctimas e intenten al menos ayudarles a sanar las heridas; hasta que no se incorporen, luego de una sanidad espiritual propia, y comiencen a trabajar para sanar el cuerpo herido de la nación; hasta que no entiendan que nadie podrá jamás vivir como un verdadero cristiano disfrutando de bienes materiales, relaciones personales y profesionales, y otras facilidades (que, por cierto, no tienen ninguna de las víctimas de la dictadura) resultantes de los negocios sucios en los cuales estuvo envuelto Noriega desde que fue reclutado por la CIA y hasta que sus antiguos amigos decidieron sacarlo de juego en 1989.
He escuchado a algunos abogados, familiares y amigos de Noriega hablar de que hay muchas cosas de las que es inocente, que existen acusaciones falsas. Y para ser justos, tenemos que concederle el derecho a la duda, pues es bien sabido que en materia de Historia siempre hay muchas versiones, muchos entresijos, muchos recovecos que pueden implicar, para bien o para mal, a las personas. Pero, otra vez, “esa es la cuestión”: si se tiene el alma limpia; si se es un verdadero cristiano; si existe un real arrepentimiento, primero es imprescindible pedir perdón y después luchar por hacer que salga a la luz la verdad que queremos resplandezca.