Crónica colombiana

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 25-09-2013

amir

 

(1)

Cuando un amigo se va

Cuando un amigo se va
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.

[…]

Cuando un amigo se va
queda un terreno baldío
que quiere el tiempo llenar
con las piedras del hastío.

 

Un día ya no estaban los amigos. Fueron desapareciendo, como la adolescencia compartida; volatilizándose como los encuentros fortuitos o tramados en alguna calle, casa o sitio perdido de la isla; perdiéndose en la niebla de la dura realidad igual que nuestra mirada (ilusionada entonces) hacia el Olimpo de la farándula literaria nacional donde brillaban, asumiendo posturas de dioses lejanos e inaccesibles, otros escritores; o evaporándose como esos sueños de trascendencia, de salto a la eternidad de las letras, que creíamos poder alcanzar vomitando sobre el papel nuestras imperfectas pero ilusionadas palabras.

Se llevaron la inocencia: la ingenuidad adolescente fue aplastada en muchos casos por la inopia de quienes no querían ver o el oportunismo de quienes vendían su alma por ser valorados; la isla perdió la exclusividad de ser escenario de memoriosos encuentros y empezamos a soñar el mundo porque allá estaban los que se fueron; los escritores del Olimpo perdieron su pátina divina y aprendimos a verlos con sus miserias, sus miedos, sus capillas; y ya vomitar palabras sobre el papel (es decir, soltar los demonios personales, sufriendo) dejó de ser una vía para la trascendencia porque nada garantizaba que nuestros demonios tuvieran más derecho a permanecer que esas otras huestes luciféricas que se recorrían todo el país como zombis desarrapados, famélicos, tristes.

 

Alberto

 

En Medellín, Alberto Rodríguez Tosca, Wendy Guerra y Amir Valle.

En Medellín, Alberto Rodríguez Tosca, Wendy Guerra y Amir Valle.

“Alacranidad” se llamaba el cuento con el que Alberto Rodríguez Tosca me ganó en el Encuentro Nacional de Talleres Literarios en 1984 o 1985, no recuerdo. Tuve que regresar a Santiago con la Primera Mención, rabioso pero feliz porque ningún santiaguero había llegado antes tan lejos en esos encuentros. Todavía aquel Alberto no había escrito Todas las jaurías del rey, el libro que lo convirtió en una voz poderosa de la poesía cubana y faltaban aún diez años para que alguien me comentara: “Tosca se quedó en Colombia”, como un negro augurio del éxodo de amigos. Y recuerdo, como si volviera a tenerla frente a mí, la cara de Salvador Redonet, el querido e inolvidable “negro Redonet” o simplemente “Redo” confirmando la noticia: “se perdió un cuentista de los que no abundan, un escritor raro”, le oí decir y supe que se refería a su tesis de que la isla estaba llena de cuentistas que se parecían unos a otros, que copiaban tendencias, modas y estilos, pero que sólo unos pocos (“el Guille, Alberto, Garrido, Ronaldo, Ena Lucía, Ángel, tú”, me y nos dijo varias veces) tenían esa visión que los apartaba de la monotonía repetitiva del género.

Redonet, a pesar de sus muchas luces y bondades, lamentablemente era uno de los que repetía aquel engaño: “el que se va del país se muere literariamente, casi siempre pasa”. De modo que los jóvenes escritores, que creíamos en Redonet como en un oráculo, veíamos el mundo exterior como la tumba que no queríamos visitar. Una tumba que muchos, años después, descubriríamos que era un engendro de la mentira en la cual nos habían adoctrinado. Y constatamos por nuestra propia experiencia de emigrados que, por suerte y aunque en la isla se dijera lo contrario, lo que “casi siempre pasa” es que el escritor crecía, enriquecía su visión, se consolidaba como creador.

— 19 años ya – me dijo Tosca cuando nos reencontramos en el lobby del Hotel Poblado Alejandría, en Medellín, pues a pesar de que esporádicamente contactábamos gracias a internet, era ése el justo tiempo que nos separaba.

Y luego de los abrazos, de las conversaciones “para actualizarnos”, de los chistes y los recuerdos rescatados, me entregó dos libros de poesía. Allí estaba Tosca, en esas páginas de madurez literaria impresionante, poeta único, irrepetible, dueño de aquella voz que nos sorprendió en plena adolescencia por su altísimo nivel, pero ya con esa sobria majestuosidad del escritor consagrado.

— Te equivocaste, Redo. A Tosca el exilio lo ha inmortalizado – tuve ganas de decir: sé bien que el negro Redonet, allí donde esté, se alegrará de escucharme, y sonreirá, su diente de oro brillando, como sus ojos.

 

Boligán

 

En Medellín, Ángel Boligán y Amir Valle

En Medellín, Ángel Boligán y Amir Valle

Aeromusa se llamaba la revista. De humor y publicidad turística. Un hermoso proyecto. En ese entonces, 1997, Boligán todavía no era considerado el clásico vivo del humor gráfico cubano que es actualmente. Era conocido en Cuba, sí, había ganado algunos premios, y su modo de crear lo colocaba como uno de los humoristas más genuinos y, por ello, más mencionados por la crítica nacional, pero su carrera estaba por despegar.

Ángel Boligán, el periodista cubano Alexis Núñez Oliva y el reconocido caricaturista mexicano Kemchs realizarían la revista en el México donde entonces vivían. Nosotros, a través de la agencia publicitaria independiente que yo había creado un año atrás (ValBec S.A), la distribuiríamos en Cuba, colocándola especialmente en los vuelos de Cubana de Aviación hacia España, la nación azteca y otros países latinoamericanos. Un hermoso sueño.

Soñadores todos (de los artistas es normal esperar que además de los sueños crean en los milagros), no contábamos entonces con el gran impedimento: en Cuba no se permitían las agencias independientes y los cubanos, aunque se tratara de artistas con prestigio ganado y deseos de trabajar por el país, no tenían derecho a establecer ese tipo de negocios. Aeromusa, bajo esa cruz, sólo pudo sacar un número, que todavía recuerdo fabuloso y, temiendo que se tratara de una confabulación del enemigo, ese Gran Hermano llamado gobierno cubano, nos coló a un agente encubierto con el traje de diseñador, que se encargó de poner en manos de las autoridades las evidencias de la ilegalidad de nuestra publicitaria, de manera que, ante el riesgo de ir tras las rejas, en buen cubano “cerramos el chiringuito”.

Pero la amistad y el respeto siguió allí: yo veía crecer la fama, el prestigio y el reconocimiento internacional de Boligán (baste mirar sus más de 139 premios internacionales), sintiéndome orgulloso de decir en todas partes: “Boligán es un viejo amigo”  y, como él me confesara, “yo te seguía los pasos y cada triunfo tuyo era una alegría para mí, un orgullo”.

— 16 años desde nuestro encuentro en La Habana, ¿lo recuerdas? – le dije cuando nos encontramos en Medellín, y lo vi asentir, igual de afable, igual de humilde, igual de guajiro de San Antonio de los Baños, como si todo ese tiempo no nos hubiera separado jamás.

 

Wendy

 

En Medellín, Wendy Guerra y Amir Valle

En Medellín, Wendy Guerra y Amir Valle

Siempre hubo un lazo especial que nos comunicaba. Un lazo que nació siendo Wendy Guerra casi una niña, en nuestro primer encuentro en un Congreso de la Asociación Hermanos Saíz; un lazo que se consolidaría años después en una rara y exquisita complicidad donde influía mucho mi admiración por la figura de su madre (fallecida tempranamente en el 2004). No era en aquellos tiempos la actriz que deleitaría a los niños cubanos en las mañanas de la televisión, ni mucho menos la narradora de tres libros inteligentes, sólidos y, dicho sea de paso, conflictivos (Todos se van, Nunca fui primera dama y Posar desnuda en La Habana. Diario apócrifo de Anais Nin). Era sólo una inquieta, hermosa e irreverente criatura a la que muchos jovencísimos escritores mirábamos con estruendosa lujuria.

Cada encuentro, fuera durante el Festival de Cine Latinoamericano, en la casa de algún trovador amigo o en alguna recepción en la Embajada de España, era el momento del recuento, del rescate memorioso de los amigos comunes e incluso de esa crítica sentimental que sólo ocurre entre dos personas que se estiman: “no me has incluido en ninguna de tus antologías de narradoras cubanas”, me dijo en nuestro último encuentro en Cuba, en el 2002, oportunidad en la que le recordé que ella siempre andaba alejada de los medios literarios de la isla, fuente donde yo recogía los cuentos de autoras que publiqué en mis cuatro antologías dedicadas a la narrativa cubana escrita por mujeres. Y luego, al verme lanzado al destierro, me complació ver con cuánta fidelidad y afecto Wendy me escribía desde cualquier lugar del mundo, sin tener miedo a verse contaminada por la fama de escritor-maldito-corruptor-de-escritores-mansos que me perseguía (y por la cual, debo decirlo, se han esfumado de mi vida muchos escritores y artistas a quienes consideraba amigos).

— 11 años ya y sigues tan Wendy como siempre – le dije al verla frente a mí, en el restaurante del hotel en Medellín. Lo demás es más simple: el abrazo cálido del reencuentro, las conversaciones compartidas rescatando momentos esenciales de esos años, la complicidad de sabernos unidos por experiencias humanas irrompibles e incluso por cosas tan absurdas como no estar publicados en Cuba con esos libros nuestros que la crítica internacional considera más aportadores a las actuales letras latinoamericanas.

 

Un día ya no estaban los amigos. No sabíamos entonces que nos quedaba el fuego, la esencia humanísima de los momentos compartidos. Dolía pronunciar las cifras: “ya se han ido ocho del grupo”, le dije al novelista Gumersindo Pacheco hace ya más de dos décadas, sin imaginar que en septiembre del 2013, en el Instituto Cervantes de Berlín, me vería obligado a decir: “éramos 52 jóvenes narradores a mediados de los ochenta y ya sólo quedan siete en la isla”.

Mucho menos imaginaba el muchacho que yo era en aquellos años que una ciudad alzada entre las montañas: Medellín, diecinueve, dieciséis y once años más tarde me traería de vuelta a esos amigos, como si jamás hubiera existido aquella tristeza, aquella profunda sensación de pérdida, aquel vacío tras la forzosa separación que nos impuso, parafraseando al gran Virgilio, nuestro Virgilio, esa maldita circunstancia de haber nacido en una isla rodeada de los tormentosos mares de la política por todas partes.

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