Ignacio Cárdenas Acuña: un clásico eterno de la novela negra cubana
Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 26-09-2021
No hay en la novela negra cubana un autor más “negrocriminal” que Ignacio Cárdenas Acuña. Y entiéndase algo: esa etiqueta, “negrocriminal”, es la denominación más recurrida por los críticos al diferenciar términos utilizados anteriormente, como “novela de intriga”, “literatura policiaca”, “novela detectivesca”, entre otros. Porque al término “novela negra”, acuñado a partir de ese universo narrativo creado en sus obras por clásicos como Dashiell Hammett o Raymond Chandler, la crítica literaria suma dos nuevos ingredientes: “lo negro social” (es decir, esos mundos oscuros, marginales, delincuenciales por necesidad de supervivencia, que gravitan en ciertos sectores de la población) y lo “criminal moderno” o simplemente “criminalidad” (clasificación técnica surgida de los estudios criminológicos en las sociedades actuales, donde el crimen forma parte cotidiana del comportamiento de esas sociedades).
Ya en su novela Enigma para un domingo (1971), Cárdenas Acuña presentaba un ámbito novelado que iba más allá de la tradicional novela negra e incluía esos nuevos ingredientes, con lo cual sus propuestas, sin proponérselo tal vez, no podían ser encasilladas en la nueva onda discursiva de lo que se conoció en Cuba como “novela policial”, un escenario mediocre, de creadores mayormente mediocres, donde abundaban los maniqueísmos dramáticos, las ideologizaciones oportunistas de las tramas, e incluso los calcos de lo peor que se produjo en la literatura que más comenzó a influir en Cuba políticamente: la soviética, específicamente el policial soviético y la literatura soviética de héroes y superhombres. Tal vez por eso, luego de un éxito de público y crítica casi absoluto, Enigma para un domingo fue quedando aplastada por las oleadas de mala literatura que llenó las librerías, y de la cual apenas han sobrevivido algunas obras de Daniel Chavarría, Justo Vasco, José Latour y Rodolfo Pérez Valero, por citar a los que considero, como Cárdenas Acuña, maestros del género.
Esa mirada social, que rendía homenaje al oscuro mundo de la novela negra norteamericana al tiempo que intentaba encontrar (en la Cuba prerrevolucionaria o en la Cuba socialmente explosiva de inicios de la Revolución Cubana) las aristas más oscuras y podridas de la sociedad, la política y la historia nacional, se consolida en sus dos novelas posteriores Con el rostro en la sombra y Preludio para un asesinato (ambas de 1981). Pero se radicaliza aún más, convirtiéndose en un estilo propio, en Los duros no lloran (2013), donde rescata a su mítico Juglar Ares, investigador, rara avis de la fauna capitalina precastrista, quien tendrá que enfrentarse a un complot político engendrado por la fría mente de un asesino al servicio del gobierno de turno y que comienza cuando (al estilo de los mafiosos norteamericanos) una ráfaga de ametralladora disparada desde un auto en marcha frustrará el intento de Ares de salvar a un antiguo conocido, el reportero político Aquiles Roselló, quien lo había llamado en horas de la madrugada para pedirle ayuda porque se sentía amenazado de muerte.
Ese suceso disparará una trama de intrigas, aventuras y enredos, siempre narrados con esa maestría de Cárdenas Acuña para recrear atmósferas tétricas y oscuras, en las que, curiosamente (y esta es una de las genialidades narrativas de esta novela), el lector se verá impactado todo el tiempo por la suspicacia y la retorcida mentalidad de ese “malo” que en su maquiavélico accionar hará aún más poderosa, más creíble, la configuración psicológica de Juglar Ares en un verdadero proceso de retroalimentación dramática, al estilo de las grandes novelas. Porque en ese aspecto, en configurar personajes de una rotunda credibilidad y una visualidad teatral seductora, Cárdenas Acuña está a la altura de Hammett, Chandler y Simenon. No es un hijo, como se ha dicho; no es un producto derivado de estos grandes autores, como se ha dicho: es único, como ellos, pues sus personajes, sin dejar de tener esos toques universales que caracterizan a ciertos protagonistas del género, son auténticamente cubanos, tienen la gracia seductora del caribeño y la picardía finísima que sólo tienen aquellos que han surgido de esas raíces culturalmente mezcladas que conforman la nación cubana.
La ciudad, esa Habana que se hizo internacionalmente conocida en la primera mitad del siglo XX por la presencia de mafiosos como Meyer Lansky y Lucky Luciano en su contubernio silencioso con los políticos de turno, no es aquí (ni en ninguna otra novela de Cárdenas Acuña) simple telón de fondo o escenografía folclórica, sino un organismo vivo, que muestra sus claroscuros humanos, que corrompe, seduce y despierta las más controversiales reacciones en los personajes. Una ciudad cosmopolita, donde el poder político y económico se diluye como zumo vital en las venas de esos submundos, ocultos a la mirada inocente del ciudadano común, que forman el escenario perfecto para los dilemas existenciales a los que deberá vencer Juglar Ares si desea salir airoso en su lucha contra ese poder que, por momentos, parece sobrepasarlo, confundirlo, engañarlo, burlarlo.
No por gusto se considera a Ignacio Cárdenas Acuña el decano de la literatura policiaca cubana: Aun cuando algunos se resistan a reconocerlo, hay mucho de su herencia en la novela negra que se escribió después.
No por gusto se habla también de Juglar Ares como el primer detective de la novela negra en Cuba: en casi todos los protagonistas, investigadores o policías que surgieron después en la narrativa negrocriminal cubana, hay guiños y signos que delatan el impacto del investigador creado por Cárdenas Acuña; incluso en el más conocido hoy, el Mario Conde, de Padura, hay muchas coincidencias: carismático, seductor, solitario, de suspicacia fuera de lo normal y, lo más curioso, desencantados ambos de la sociedad.
Con sus 97 años, humilde, silencioso como el personaje que lo convirtió en un clásico vivo de la novela negra cubana e internacional, Ignacio Cárdenas Acuña sigue teniendo una mente lúcida, y continúa escribiendo como los grandes maestros de la literatura universal. Aunque casi olvidado en la isla desde que cometió “el pecado” de radicarse en los Estados Unidos, donde reside actualmente, nadie se atreverá jamás a negarle ese sello personal y esa impronta con que marcó el género en Cuba y, por extensión, las letras cubanas del siglo XX.
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