Lo que de mítico puede gravitar sobre una novela

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 21-05-2013

mario-amir

Durante la conversación con Mario Vargas Llosa en un restaurante de Sofía, Bulgaria, 17 de mayo de 2013.
Foto: Carmen Herrera Nolorve

 

Los inicios

 

TENÍA YO 15 AÑOS y había publicado ya mi primer cuento, horroroso cuento, en un horroroso pero entrañable boletín en Santiago de Cuba, cuando la bibliotecaria de mi escuela (la Vocacional de Ciencias Exactas Antonio Maceo) me dijo que a mí, su mejor lector, podía darme a leer unos libros que me ayudarían mucho. Creo que sus palabras fueron: “son libros imprescindibles para quien quiera ser escritor”, y me entregó, camuflados con forros de hojas del periódico Granma, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, un librillo titulado Los jefes, otro libro gordo, de relatos latinoamericanos, publicado por Casa de las Américas, donde me había marcado como “de obligada lectura” tres relatos: “Aura”, de Carlos Fuentes, “El perseguidor”, de Julio Cortázar y “Los cachorros”, de Vargas Llosa, y un tercer libro, este forrado de amarillo chillón: Conversación en La Catedral, leí al hojearlo ese fin de semana, en la intimidad de mi cuarto, pues ésa había sido una de las dos condiciones para aquel préstamo: “te los llevas a la casa cuando salgas de pase y los lees allá, donde nadie pueda ver lo que te he dado”.

— Será un secreto entre tú y yo – susurró casi en mi oreja la segunda de las condiciones –. Son libros prohibidos.

Así fue, con el delicioso placer con el que siempre nos zambullimos a gozar de lo prohibido, como el joven escritor que yo era entonces descubrió en los cuentos de Los Jefes, del escritor peruano Mario Vargas Llosa, resonancias muy cercanas a mi vida de escolar en el lejano pueblito de Holguín llamado también Antonio Maceo; señales coincidentes que me hicieron ver que podía contar también esas historias de mi infancia que yo creía aburridas y tontas. Una semana después, tras la lectura de Los cachorros, impactado por el universo de Pichulita Cuéllar, ese muchacho a quien un perro le había zampado “la pichula”,  me dije que sería escritor el día que lograra concebir algo tan fabuloso como aquello. Y luego de acabar la última página de Conversación en La Catedral, estremecido hasta en mi sombra, me dije, derrotado, que jamás sería escritor pues no lograría ni acercarme a un prodigio de humanismo y dominio del idioma como aquel. Tardaría mucho en superar ese trauma.

Nacía así, bajo el influjo de estas tres obras: Los Jefes, Los cachorros y Conversación en La Catedral, una afición casi convertida en fanatismo por aquel peruano que escribía tan maravillosamente, de modo que, gracias a la biblioteca personal del escritor Eduardo Heras León y del ensayista Ricardo Repilado, entre otros, tuve acceso a todo ese mundo narrativo que, confieso, junto a la novelística de Erskine Caldwell y a la cuentística de Juan Rulfo y Hemingway, conformaron los cimientos del escritor que fui y que soy.

Por eso, siempre que me hacen la pregunta: ¿qué relación existe entre Las palabras y los muertos y Mario Vargas Llosa como para que le hayas dedicado la novela? sonrío pensando que, con toda seguridad, es una de esas cosas míticas que suelen gravitar sobre algunas obras.

Justo este fin de semana, en Bulgaria, estudiantes y profesores de la Universidad San Clemente de Ohrid han vuelto a hacerme esa pregunta. Y esta vez he tenido que responder más a fondo, y he dicho que no existiría Las palabras y los muertos sin Vargas Llosa. Así de simple.

 

 

¿Cómo se gestó la novela?

 

Soy un coleccionista rabioso, enfermizo. Un coleccionista de historias. Puedo jactarme de que en mis archivos, a lo largo de más de veinte años, he ido guardando los chistes del más jodedor de los cubanos: Pepito, llegando a tener actualmente más de seis mil versiones de esos chistes que los cubanos nos pasamos de boca en boca desde que nacemos.

Lo mismo he hecho con las historias de nuestro país. Durante casi cinco años, entre 1997 y el 2002, mi vicio de coleccionista se concentró en parar la oreja para escuchar esas versiones que sobre la historia suelen circular en los bajos fondos de la isla, entre esos que suelen ser llamados “cubanos de a pie”. Y así, por ejemplo, llegué a tener más de veinte versiones sobre la muerte de Camilo Cienfuegos, otras tantas sobre el fusilamiento del general Ochoa, y muchas versiones sobre hechos tan “invisibles” para el pueblo como las sucias y turbulentas relaciones entre los protagonistas del poder político, sus vínculos con otros poderes de la región y del mundo, sus cuitas íntimas…, en fin, un mundo de historias que escuché a ese viejecito de pantalón verdeolivo que aseguraba haber sido testigo de una bronca entre Fidel Castro y Eloy Gutiérrez Menoyo, o a una mulatica que juraba haber escuchado al hijo de Ochoa decir que su padre estaba vivo, o a un marino mercante de Cojímar que se jactaba de haber estado en Panamá cuando el mítico Barbarroja se encontró con el capo colombiano Pablo Escobar.

No me importaba la veracidad de esas historias. Me importaba la historia misma, me interesaba recoger la voz del pueblo interpretando la Historia, así con mayúsculas, terreno que, como se sabe, en Cuba sólo puede ser pisado por los historiadores oficiales para hacernos ver las variantes de esa Historia que conviene a quienes nos han gobernado, siguiendo muy fielmente aquella vieja máxima: “la Historia la escriben los vencedores”. No era por eso la historia oficial, ésa que se publicaba en los libros de historia o en la prensa. Tampoco era la historia que contaban algunos participantes directos de esos momentos históricos que habían sido excluidos por sus posiciones contrarias a los que monopolizaban el poder político. Era un modo muy íntimo, muy silencioso, de explicar los sucesos ocurridos en Cuba en los últimos años; sucesos usualmente marcados por la desinformación y por la manipulación de la verdad: el pueblo intentaba buscar la verdad en base a lo que creía pudo haber pasado y así, ficcionando, reconstruía la historia.

Una tarde de febrero del 2002 recibí en mi casa a mi inolvidable amigo, el escritor Guillermo Vidal. Lo vi sentarse en mi máquina a revisar uno de sus textos que leería esa tarde en una actividad a la que había sido invitado y, obviamente atraído por la carpeta que en el escritorio de mi computadora ponía “Historias callejeras”, se puso a leer algunos de aquellos apuntes.

— ¿Te diste cuenta de que eso es una novela empingada? – me dijo, utilizando esa gracia ligera, natural con la que él convertía en original algo tan grosero como esa palabreja.

— Es sólo un vicio, Guille – le respondí, sin creer en la seriedad con la que me había dicho aquellas palabras –. Eso no tiene ni pies ni cabeza, puro coleccionismo.

Pero esa misma noche, tentado porque Guillermo pocas veces se equivocaba en las cosas que me decía, comencé a organizar aquellas historias. Del modo más simple. En orden cronológico. En un trabajo que, aunque al inicio creí pesado, agotador, se me hizo fácil y apasionante porque Guille tenía razón: una novela se armaba delante de mis ojos. Y cuando un par de semanas después terminé de organizar aquellas miles de anécdotas descubrí que todas gravitaban alrededor de un personaje: Fidel Castro. Y eso me llevó a entender, por primera vez, algo que el también escritor Justo Vasco me comentara años después, cuando le puse la novela aún inédita en sus manos: “aunque los cubanos nos resistamos a aceptarlo, nuestras vidas han girado a la fuerza en torno a ese cabrón, y ni siquiera los que hemos salido al exilio nos libramos de ese yugo; la prueba está ahí: seguimos creyendo que la única salida para Cuba es la muerte de Fidel”.

Debo confesarlo, nunca quise emprender el proceso de escritura de una novela con aquellos datos por una razón esencial: tenía miedo. Un miedo literario. Y un miedo físico. Apoyado ese miedo en tres clarísimas razones: la primera, porque no sabía cómo colocar en una novela la personalidad de Fidel y las circunstancias históricas en las que había transcurrido su vida; la segunda, porque no me atrevía a lanzarme contra una de las prohibiciones oficiales impuestas a la creación literaria en Cuba: “¡cuidado con la forma en que se escribe de los símbolos patrios y los dirigentes de la Revolución!”; y la tercera, porque no tenía idea de cómo encarar una novela histórica cuya trama todavía estaba sucediendo.

 

 

La ruptura de los miedos

 

Encontraría una cura para esos miedos precisamente gracias a Mario Vargas Llosa, con quien coincidí por primera vez en Santo Domingo, República Dominicana, presentando él su fabulosa La fiesta del Chivo y yo mi imperfecto libro de cuentos Manuscritos del muerto, durante la Feria Internacional del Libro del año 2000.

— Como sé que no tienes plata para comprarlos, acepta estos libros de regalo – me dijo mi amigo, el escritor y político dominicano Marino Berigüete.

Recuerdo que me entregó una antología de cuentos de Juan Bosch, la novela Los carpinteros de Joaquín Balaguer (comprados en librerías de viejos a las cuales me hizo entrar mientras buscaba aquellos libros) y un ejemplar de La fiesta del chivo, que acababa de comprar en un stand de la feria.

Esa misma tarde, de vuelta al hotel, comencé la lectura de La fiesta del Chivo y me es imposible olvidar que, mientras las páginas pasaban ante mis ojos, sentí que dentro de mí se iba configurando el universo de la novela que yo quería escribir. Fue tal el impacto en mí de La fiesta del Chivo que echó por tierra todos esos obstáculos mentales, todo ese miedo que hasta entonces me había paralizado.

Ya en el avión, de regreso a Cuba, sin poder apartar mi mente de las historias de mi novela, que flotaban en mi cabeza con la misma tozudez luminosa con la que flotaban esas nubes al otro lado de la ventanilla, me vinieron, en palabras exactas, el primer párrafo de lo que sería Las palabras y los muertos. Y a falta de papel, lo escribí en una de las páginas en blanco del inicio de la novela que también me había regalado mi amigo Marino Berigüete: Los carpinteros, de Joaquín Balaguer, como se sabe, casualmente, uno de los protagonistas de La fiesta del Chivo. Allí, en mi biblioteca de La Habana, en tinta verde, está ese libro con esas primeras palabras:

Fidel ha muerto, dice la hoja impresa que ha dejado uno de los asesores sobre uno de los burós de la oficina. Afuera, la ciudad parece mirar al Cristo que, desde el otro lado de la bahía, la bendice, y por la Plaza de la Revolución comienzan a transitar autos mañaneros, todavía con los faros encendidos y el cuidado de quien maneja entre las brumas de la noche, que ya se esfuma bajo los primeros fulgores del sol.

Aunque había hecho un croquis y un esbozo de algunos capítulos de la novela el 8 de enero del 2000, ése es el inicio real de Las palabras y los muertos: 5 de mayo del 2000, proceso que terminé en la última versión del 12 de octubre del 2005, nueve meses antes de que Fidel Castro cediera el poder a su hermano Raúl, quizás el más siniestro de los protagonistas mi novela.

En todo el tiempo que duró la escritura (inicialmente se titulaba A la sombra de Dios) solamente me atreví a dársela a leer a tres personas: el primero, mi amigo poeta y narrador Nelton Pérez (quien me confesó que pasó días torturado con la realidad que le impuso la lectura del primer capítulo), mi querido hermano el novelista Guillermo Vidal (quien me dijo que se arrepentía de haberme sugerido meterme en una empresa así, pues aseguraba que yo estaba definitivamente loco aunque le auguró un gran futuro a la novela de la que leyó cinco fragmentos aislados) y el también escritor y periodista Armando León Viera, que la leyó completa y me ayudó en una de sus primeras revisiones totales a mediados del 2005. Y una vez terminada se la envié a Justo Vasco, en España: “esa novela no es sólo un suicidio literario, querido Amir, es un suicidio físico”, me escribió.

Esas circunstancias que unían la existencia de la novela al influjo intelectual de Mario Vargas Llosa terminaron de cerrarse cuando, invitado por unos meses en la que fuera Casa de Campo del premio Nobel alemán Heinrich Böll, consulté una revista literaria en internet y vi allí la convocatoria al Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa.

— Tú tienes la novela para ese premio – me dijo mi esposa.

Y así fue.

La envié y, por unanimidad, obtuvo ese galardón.

Tendría que escribir otro artículo para contar todas las peripecias y locuras que hizo mi amigo, el escritor Ladislao Aguado, para entregarle personalmente una copia de la novela, impresa en computadora, a Mario Vargas Llosa, en un evento político en Madrid.  O para contar todos los avatares que permitieron que la editorial Seix Barral la publicara poco después. Y hasta podría dedicarle un largo espacio a esa sensación de terror ante la espera por la opinión del maestro que sufrí durante casi un año desde que recibí una carta de Vargas Llosa donde me decía que tenía su agenda muy apretada pero prometía encontrar un tiempo para leer mi libro. O decir que recibir otra carta donde elogiaba mi novela ha sido uno de los más grandes premios literarios que he recibido hasta hoy. O añadir que, hace unas pocas semanas, la también Premio Nobel de Literatura 2009, Herta Müller, también me escribió elogiando esa novela.

Pero prefiero cerrar ese círculo mítico que une a mi novela con Mario Vargas Llosa diciendo que la semana pasada, cuando coincidimos durante la toma de posesión del título de Doctor Honoris Causa que le entregaba la Universidad San Clemente de Ohrid, en Sofia, Bulgaria, conversamos larga, familiarmente, con la complicidad de los viejos amigos y pude contarle lo que sentí años atrás, aquel día en que aquella bibliotecaria, de cuyo nombre no logro acordarme, puso en mis manos esos libros prohibidos de ese peruano llamado Mario Vargas Llosa que, al notar cuán difícil me era encontrar las palabras, nervioso como estaba al principio de nuestra charla en un restaurante en Sofia, me dijo, sonriendo, también con timidez: “llámame Mario”. Y entonces pude hablar.

 

 *****

 

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010 sobre Las palabras y los muertos.

Madrid, 27 de noviembre de 2007

vargas-llosa-2013Querido Amir:

Por fin puedo escribirte estas líneas -creo que podemos tutearnos a la española para agradecerte nuevamente Los palabras y los muertos que por fin he podido leer entre maletas, aviones y desplazamientos frenéticos. La novela es excelente y me siento honradísimo por tu generosa dedicatoria, Como sabes de sobra, todo lo que toca a Cuba me afecta de manera muy especial. Mucho temía que, al escribir sobre un tema que te toca tan de cerca, tu novela fuera un ensayo político disfrazado de ficción. Afortunadamente, no es nada de eso. La historia interesa por sí misma y de ella transpira, como en las mejores novelas comprometidas, una visión crítica que es ética y cultural antes que política. Se lee con interés, expectativa y, por momentos, con un humor que descarga la insoportable y opresiva tensión.

Felicidades, espero que tengas los muchos lectores que mereces  Y espero que nuestros destinos se crucen alguna vez, ojalá en la querida Cuba y si no, en cualquier otra parte.

Recibe un cordial abrazo de

Mario Vargas Llosa

 

*****

 

Herta Müller, Premio Nobel de Literatura 2009 sobre Las palabras y los muertos.

Berlín, 07.03.2013

muller_hertaQuerido Amir,

he tenido durante mucho tiempo una conciencia culpable porque todavía no había podido darle las gracias por su hermosa novela «Las palabras y los muertos.» Así que gracias por esa mirada sobre Cuba, que por desgracia todavía no está en el final de la dictadura. Me puedo imaginar cómo se siente. Cuando vivía en Rumania, también tuve la sensación de desesperanza que hay en su novela.

Con mis mejores deseos

Herta Müller

 

Comentarios:

Hay (2) comentarios para Lo que de mítico puede gravitar sobre una novela

Envíe su comentario