Cuando se van, se alejan o te alejas…

Publicado por tonimedina | Publicado en Publicados anteriormente en amirvalle.com | Publicado el 12-06-2010

Ó

Donde voy a hablar de ciertos amigos que por ahí deambulan.

Hace unos días, luego de más de veinte años sin saber de su destino, apareció en mi correo de esta web un mensaje que simplemente decía: “oye, ¿eres tú el Amir al que llamábamos Guillén? Si no eres, disculpa, pero dudo que haya otra persona que se pueda llamar del mismo modo, que sea escritor y que haya estudiado en la Vocacional”.

Por supuesto que yo era ese mismo Amir que mi gran amigo Pedro recordaba como aquel muchacho flaco, de enormes orejas, a quien todo el mundo encargaba los poemas que les recitarían a sus novias, o las cartas de requiebro amoroso que les enviarían, y hasta las frases más tiernas (cursis según las veo hoy desde la distancia) que les dedicarían aprovechando la oscuridad de los pasillos superiores de la Vocacional Antonio Maceo, allá en Santiago de Cuba, por lo cual, años después, yo hacía el chiste a otros amigos de que tenía un verdadero record en enamorar a muchachas: más de mil cada año, según recuerdo, y créanme que no exagero.

Lo cierto es que ese mensaje me ha hecho reflexionar, justo cuando estoy pasando la cuarta década de mi vida, en todos esos amigos que, durante tiempos determinados por nuestras etapas de desarrollo, se convirtieron en seres imprescindibles para nuestra formación como seres humanos.

Tuve de pronto el recuerdo de aquellos tiempos en que, semidesnudo, corría bajo los aguaceros del poblado Antonio Maceo, en Holguín, para luego compartir casa, comida, cumpleaños y fiestas con Buri, Pepa, Titín, Repita, hermanos de ese mismo Juan Carlos a quien luego volví a rescatar en La Habana ya hecho un geriatra de alto nivel que nadie ha querido reconocer allá en Cuba. Fueron mi familia y lo siguen siendo. Del mismo modo en que fueron mis hermanos Betty (mi novia primera, fallecida de Leucemia a muy temprana edad) y su hermana Iday. Y como lo fue Olguita (hija de mi más querida maestra de aquellos años: Miriam Junquera) y Angel Pablo y los hermanos Mario y José (hijos del José que fue el mejor amigo de mi padre en aquel pueblo de campo). Tampoco puedo olvidar el cariño que me sigue uniendo al que fuera mi primer amigo: un negro de corazón de oro a quien todos llamábamos Tatai y a quien yo, para fastidiarlo porque no le gustaba, decía Taita.

Quizás sea que el clima en Berlín, generalmente, se presta para la nostalgia. Pero puedo jurar que esos años regresaron, y me vi con algunos de ellos, planificando robarnos un tiburón martillo que estaban vendiendo en la carnicería del señor Equitativa (carnicero de tremendas malas pulgas), para luego irnos al río a nadar con aquel tiburón hasta que descubrieran el robo, se desatara la búsqueda y nos pillaran metidos en las aguas turbias del río con aquel pobre animal muerto. No puedo olvidar luego el ardor en las nalgas y las piernas de una de las más soberanas palizas que me ha dado mi padre.

Mas fue hermoso. Y es hermoso recibir sus mensajes a través siempre de Juan Carlos, que parece decidido al fin a probar suerte con su carrera de doctor en la capital, donde quizás, y ojalá, reconozcan su probado talento.

De los años que siguen ahí están mi inolvidable amigo Pedro Lobaina y su por entonces aparentemente eterno amor con Rubí, otra gran amiga. O mi querido Fidel Álvarez, uno de los poetas más genuinos que he conocido y que perdió el don por meterse a estudiar una carrera que se ve hermosa desde fuera pero es horrible para la creación: Contrainteligencia Militar. O Luis Enrique y su relación imposible y siempre turbulenta con Nelvys, a quien sigo recordando con el mismo cariño con el que se pasaba la vida aconsejándome, dueña de una sabiduría poco usual para su edad de entonces. O Maritza Ramírez, la mujer (¿o debo decir el ángel: ¡tanto le debo!) que me sacó del anonimato y publicó mi primer cuento (¡¡¡horrible cuento!!!, pero entrañable), y a quien he rescatado luego de varios años gracias a un periodista que con mucha frecuencia me da noticias suyas desde mi querido Santiago de Cuba. Maritza, la hermosa Maritza, la peleona Maritza (¡cuántos cocotazos recibí por mis locuras juveniles!), que siempre creyó en mí y andaba a todas horas bromeando con todos diciendo que seguramente, cuando yo fuera famoso, le pasaría por al lado en un carrazo fascinante y cuando ella dijera: “ahí va Amir, él fue mi alumno”, yo respondería: “¿y quién es esa vieja bruja que dice conocerme?”.

De esos años, ante mis ojos, ¿cómo olvidarlo?, también pasa la férrea amistad que me unió a los escritores Marcos González, Alberto Garrido (uno de los dos más grandes cuentistas cubanos vivos hoy), y José Mariano Torralbas; amistad que nos llevó a fundar el grupo literario Seis del Ochenta, con otro gran amigo, el genial poeta José Manuel Poveda, hijo de poeta y nieto del gran José Manuel Poveda, una de las voces esenciales de la lírica cubana de todos los tiempos. Y pasa la inmensa humildad y el magisterio de una de las grandes narradoras cubanas de hoy, la escritora Aida Bahr, que me enseñó con una paciencia infinita todos los rudimentos para encauzar mi deseo de escribir y llegó a convertirse en una consejera, amiga, segunda madre a la que incluso hoy, a pesar de ciertos desencuentros por razones políticas, sigo permitiendo fuertes regaños y de quien escucho hasta el más mínimo consejo.

La Universidad llegó a mí con nuevos amigos. Los de antes, separados por los estudios y las distancias, se fueron alejando hasta desaparecer algunos todavía definitivamente. En esos años universitarios están anclados, todavía jóvenes en el recuerdo a pesar de los años, Lidia Señarís, alguien a quien debo los primeros consejos al guajiro que yo era y que llegaba a la gran Habana, la siniestra Habana, la complejísima Habana llena de habaneros que nos miraban a los orientales con ojeriza y nos llamaban palestinos. La misma Lidia que, por suerte, regresó desde nuestro encuentro en Gijón a fines del 2002 para quedarse entre los míos, ya como parte de mi familia, junto a su esposo español Carlos, uno de los abogados más cultos que conozco (y conozco tantos…), alguien a quien mi hijo menor quiere como a un tío, lo cual implica que ve que lo trato como a un hermano.

Y están anclados allí, como pendones libres, Jorge Baxter (que falleciera de un infarto hace ya varios años) y Valesy Poutou, con quien compartí tres largos años de nuestro servicio social como periodistas de Radio Ciudad del Mar, en Cienfuegos, viviendo en el mismo apartamento e intentando sobrevivir en un país que entraba en una horrible crisis luego de la caída del muro de Berlín y del socialismo. Y Rubén Pino, que ha seguido siendo el amigo respetuoso de las ideas, a pesar de estar hoy en los bandos contrarios que otros han creado para dividirnos. Y Rosa Miriam Elizalde, esa misma periodista que hoy carga en sus espaldas con una negra historia de represión intelectual y censura política irracional e inhumana en contra de los que alguna vez fueron sus mejores amigos. ¡Lástima de sistema el implantado en Cuba, que convierte al ser humano en el lobo de sus semejantes simplemente por pensar distinto!

 

Un escritor también puede ser un amigo

Simple frase para intelectuales cubanos que, he notado, resulta casi imposible de entender en algunos espacios intelectuales de otros países (y en unos cuantos escenarios también cubanos, que conste), donde el escritor es el enemigo del escritor, buscando repartirse, como buitres carroñeros, las sobras que el capitalismo (al menos el capitalismo de los países que conozco) dedica a la Cultura.

Fuimos una generación amiga. Aún lo somos, incluso a pesar de las diferencias, y de alguna que otra oveja negra de alma (y de piel negra a veces), que ha traicionado la memoria de aquellos años en que éramos desconocidos y jóvenes. Allí, entre los primeros amigos, está el profesor Salvador Redonet, “el negro Redonet” y su eterna sonrisa y esa misma tranquilidad que tenía su cara en el ataúd cuando lo llevamos al cementerio hace unos años, todavía joven; y está la paciencia asiática y el magisterio humano e intelectual de Eduardo Heras León, a quien debo la mayor parte de las cosas buenas que hay en mí como escritor y ser humano; y está la complicidad de Mercedes Melo (Chachi), a quien me une una linda amistad que ya cumple más de 20 años; y están, por épocas, la jacarandosa fidelidad del poeta Tony Más Morales, la cariñosa cercanía familiar del narrador Enmanuel Castels, el carácter conspirativo y la fidelidad a prueba del periodista y poeta Omar Perdomo, el humor único del inmenso narrador que es Gumersindo Pacheco, la locura enfermiza y natural de Jorge Luis Arzola, la tranquila y siempre hermosa hermandad de Karla Suárez, una de las dos novelistas más grandes de mi generación, la tierna complicidad adolescente de mi ahijada de entonces Susana Haug Morales, el tranquilo espíritu amigo de Jesús David Curbelo, la serenidad puesta a mi servicio de Luis Rafael Hernández, la paciencia y la sabiduría del padre que es para mí Pablo Vargas, la fraternidad a toda prueba de la editora Rosa María Hernández Tosca, la estatura (física y espiritual que me regaló en todo momento) del narrador Nelton Pérez, y la hermandad sobreprotectora del gran cuentista Ángel Santiesteban (¡cuántas cosas nos han unido en todo este tiempo!, ¡cuántos golpes de nuestras imperfecciones nos han desunido!, ¡cuántas confesiones han provocado el reencuentro!, aunque ya el alma del adulto que somos conserve demasiado marcadas algunas heridas).

Y está Guillermo, en un lugar especial. Ese mismo Guillermo Vidal a quien muchos seguimos considerando el gran novelista cubano de los últimos veinte años, fallecido de cáncer en el mejor momento de su vida, en la cumbre de su madurez literaria. El siempre bromista Guillermo, a quien mi hijo sigue llamando “tío Yiyi” cuando mira las fotos que conservo de nuestra hermandad. Quienes me conocen lo saben: cuando murió, quedó un vacío más grande que la muerte de cualquiera de los familiares míos que se han ido hasta hoy. Su confianza en mí era tan grande que pidió que yo fuera su albacea literario cuando él muriera, lo cual sigue siendo mi orgullo. Ese mismo Guillermo que llamó a la oficina de ciertos funcionarios culturales que andaban atacándome por todas partes, y prohibiendo mi nombre en todos lados, y les dijo que lo que hicieran contra mí se lo estaban haciendo a él. Ese mismo Guillermo Vidal que, un año antes de morir, estaba dispuesto a preparar una feria del libro alternativa, en la manigua de Las Tunas, si las autoridades de la feria oficial insistían en quitarme del listado de invitados a sugerencia del Ministro de Cultura. Ese mismo Guillermo que nos dijo al narrador y poeta Rafael Vilches (otro gran amigo, de los que nunca se destiñen): “si nos dividen, nos joden, caballeros”, frase que terminó con ciertas divisiones que había surgido (provocadas desde la oficialidad cultural) en nuestra promoción de escritores, siempre irreverente, escribiendo de temas incómodos. Ese mismo Guillermo a quien vi languidecer en mi casa de Centro Habana, días antes de su muerte, y quien le dijera a mi esposa Berta: “nadie sabe qué difícil es el tránsito hacia la muerte”, esa muerte que, estoy seguro, él sentía muy cerca y por eso la supo reflejar mejor que nadie en Cuba en su novelística. Ese mismo Guillermo que, en mayo del 2002, en Guadalajara, me dijera: “ya nuestro mundillo está tan podrido que yo no puedo creer en nadie, Amir; tú eres el único amigo que me queda, por eso me disculpas si a veces te trato como a un hermano menor”.

Y mi editora española Nicole Cantó… Y mi querido amigo Justo Vasco y su esposa Cristina Macía, que tuvo la osadía de proponerme terminar la novela inconclusa de Justo (“porque Justo confiaba totalmente en tu talento, donde esté, sabe que mi elección es la mejor”)… Y el empresario israelita Mordechai Maayan, que me dio suficiente literatura para entender la verdad oculta del conflicto israelo-palestino, una de mis especialidades como periodista. Y la periodista dominicana Silvestrina Rodríguez, madrina de mi hijo Lior. Y mi querido amigo, el escritor dominicano Marino Berigüete, un hermano mayor desde que me recibió en la Feria de Santo Domingo hace ya cerca de diez años. Y mi queridísima agente literaria Ray Güde Mertin, fallecida a inicios de este 2007 luego de un cáncer de muchos años, contra el cual luchó trabajando y llena de nuevos proyectos siempre. Y el librero y escritor colombiano Alvaro Castillo Granada, con quien cada conversación es un nuevo descubrimiento de su enorme talento. Y Cristina Bravo Rozas, profesora de la Universidad Complutense de Madrid, una de las almas más nobles y desinteresadas que ha conocido mi familia. Y Juan Manuel Velasco, ese hermano español que me abrió las puertas de su casa desde mi primer viaje a España y me dijo: “aquí tienes tu cuarto y esta es tu llave y este es tu móvil”, allá, en mi apartamento (su apartamento) en el barrio de Carabanchel Alto, en Madrid. Y mi mentor alemán, el editor y escritor Peter Faecke, que se preocupa hasta del olor del aire que respiro en Alemania, cuidándonos a mí y a mi familia como un padre. Y más recientemente, la traductora Regina Anavy, el diseñador Ángel Alonso y los escritores Manuel Gayol, Jorge Félix y Ladislao Aguado, a quienes solamente menciono porque es larga la lista de agradecimientos y pruebas de su amistad. Y está Patricia Gutiérrez, editora de Plaza Mayor, mi alma gemela, y quizás por ello su nombre llegue, siempre que recuerdo, junto al mayor golpe emocional que he recibido en mi vida.

Porque esa es la vida. No faltan los desengaños, las traiciones. Y aquellos que alguna vez fueron amigos cuando mi nombre aparecía en los informes oficiales y en algunos puestos de importancia, una vez que, desilusionado de todo y de muchos, decidí ser independiente y aguantar el costo de la independencia política e intelectual, han ido diluyéndose como una gota de yodo en las aguas de un río. Y aunque he dejado que sea Dios quien les dé la lección que merecen, ahí están: los que han virado la cara para no verme cuando están frente a dirigentes culturales y políticos; los que tienen una obra publicada gracias a que les cedí mis contactos en Cuba y fuera de Cuba y no son capaces ni de mencionarme cuando hablan de la narrativa cubana actual, para no buscarse problemas ahora que mi nombre está satanizado aunque luego reconozcan delante de otros intelectuales que mi nombre debía estar en ese listado de autores; los que me enviaban sus obras para que yo las revisara a fondo y me pedían consejos literarios para resolver sus limitaciones técnicas y hoy se pliegan a quienes me atacan, y hasta colaboran miserablemente con el poder cultural y político contándoles las conversaciones que sostenemos vía email o personalmente en sus viajes al extranjero; los que durante mi trabajo como Coordinador de la editorial Plaza Mayor andaban como perros falderos halagándome para cobrar sus derechos de autor en dólares y de pronto se convirtieron en los peores enemigos de la Colección Cultura Cubana, atacándonos silenciosamente; y una larga lista de puñales que duelen, especialmente porque se trata de personas a las que una vez uno les entregó buena parte de lo mejor que uno es.

Con la muerte de Guillermo Vidal me quedé solo. Eso he dicho. Y de pronto, ya estando en Europa, surgen dos amigos: Luis Pérez, un profesor de Princeton que trabaja en la Sorbona y que ha entrado en mi familia por derecho propio, como si hiciera siglos que nos conociéramos (y valga el lugar común) y su esposa Maud, siempre dispuesta a cualquier cosa que sea ayudarnos. Luis es, seguro estoy, el mayor conocedor de mi obra en estos momentos, y uno de mis mejores promotores. Es, también por derecho propio, tutor de mi hijo mayor y mascota de juegos de mi hijo menor (labor que comparte en nuestros encuentros, para no desfallecer, con su esposa Maud).

Pero hay uno especial: Armando León Viera, que es el hermano que mis padres no pudieron darme, y que asumió, como él dice, con todo honor y responsabilidad, la dura tarea de llenar el inmenso vacío dejado por Guillermo Vidal como consejero, amigo, familiar cercano, cómplice de proyectos. Nuestro encuentro fue risible: había sido uno de los miles de lectores que leyeron vía correo electrónico mi libro Habana Babilonia (hoy Jineteras en la versión publicada por la editorial Planeta) y me escribía para agradecerme algunas cosas (las menos), debatir de otras (unas cuantas) y criticarme algunas más (también algunas, entre ellas un error histórico). Otro escritor lo hubiera mandado a freír espárragos, pero en aquel correo yo percibí alguien que estaba muy cercano a mí en sinceridad y osadía (confieso que lo soy, a veces más de lo debido). Y a partir de mi respuesta a su mensaje comenzó una hermandad que ya dura varios años y que ha pasado casi todas las pruebas que una hermandad requiere para serlo realmente. La sinceridad como mecanismo único de conversación y la fidelidad que nos une han sido las causantes de que aún hoy, cuando me siento confundido por algo, escribo a Cuba y no hago nada hasta tener la respuesta de Armando.

Los cubanos quizás lo recuerden, a pesar de los años. Armando León Viera es aquel “Armandito” que se hizo muy conocido entre 1978 y 1982, cuando animaba uno de los programas más populares en la historia de la Televisión Cubana, “Para Bailar” junto a otros nombres que hoy siguen en las pantallas cubanas y a otros que, como sucedió con muchos de esa generación (y de todas las generaciones cubanas anteriores y posteriores), están actuando en el exilio. Ser fiel a los principios éticos que le enseñara su padre, Armando León Acosta (todavía hoy un nombre que se pronuncia con respeto en la televisión cubana), lo llevó a convertirse en uno de los “conflictivos” cuyas carreras fueron cercenadas, a pesar de sus enormes talentos (gran periodista, licenciado en relaciones internacionales, narrador de novelas negras de mucha garra y sentido crítico, conocedor de varios idiomas), por el simple delito de pensar con cabeza propia, de no tener paz ante lo mal hecho, de no callarse la verdad aunque ésta fuera incómoda y doliera.

Lo he visto crecer como novelista, desde aquella vez, en los inicios, cuando me presentó dos novelas imperfectas que solamente me sirvieron para conocer muchas verdades sobre su vida y la muy digna trayectoria personal de sus padres como revolucionarios genuinos (hasta en eso nos parecemos, pues mi padre es uno de esos revolucionarios de verdad que jamás vendieron su nombre y su espíritu a las miserias que se han hecho en nombre de la Revolución). Hace unos días me acaba de enviar una obra que tendrá mucho futuro. Derecho de admisión se llama y habla de cómo la corrupción ha llegado a lugares donde, supuestamente, debe estar el templo sagrado y el sacerdocio puro de las mejores ideas de la Revolución. Es una novela trepidante, descorazonadora, radical, dura, y asentada en los verdaderos principios, en las esencias originales, del pensamiento de izquierda.

Y del mismo modo que leo sus novelas, Armando lee todo lo mío, lo corrige, me señala errores, establece estrategias de publicidad para obras que aún no tienen ni siquiera editor (muchas de las cuales he trasmitido a mi agencia, que las ha aplicado con éxito). Nuestra confianza es tal que fue una de las dos personas que tuvieron acceso, a inicios del 2005, al manuscrito de mi novela Las palabras y los muertos (la otra fue Guillermo Vidal, aunque años antes). Entonces me dijo: “Bróder, en esta novela te metes con el mono y, encima, le entras a cadenazos al mono, no queda títere con cabeza en tu novela, ¿estás preparado para lo que te pueda venir?”. Le dije que lo estaba, pero la verdad es que lo único que sentía en aquellos momentos era un miedo terrible (ciertamente, en mi novela, no había un político cubano que saliera bien parado, pero no era culpa mía, era lo que se decía en la calle y yo simplemente había recogido y dado forma literaria a esas historias). Sus consejos y posteriores conversaciones en su apartamento a un costado del Hotel Nacional (que se hicieron bastante frecuentes, porque siempre que me encandilaba algo, corría yo a refugiarme en su casa) me sirvieron para alejar todos los miedos. Es algo que, hasta hoy, él no sabe.

Sus mensajes son esperados cada día, como parte del aire que me falta de mi isla, y cuando llegan, se escucha: ¿escribió Mandy?, indaga mi esposa; ¿es de tío Armando?, pregunta Lior, siempre atento, pero sin dejar de jugar a mi lado) y ¿qué dice Mandy?, suelta Tony, a quien Armando llama cariñosamente “Huevo de Toro”).

Así, los que se van, los que regresan, los que siempre están aunque no estén, te van llenando de la vida que te falta. Incluso los malagradecidos, los traidores, los pendejos, que te llenan de una sabiduría temprana y endurecen tu piel con la reciedumbre del pellejo duro de algún animal mitológico (o actual, ¿el rinoceronte, quizás?). Y es sabio tenerlos allí, siempre al alcance, y hacerles ver que uno también está aquí, que cuando ellos se van, se alejan, o las circunstancias te alejan, no todo está perdido si la memoria sigue viva.

Berlín, 6 de agosto de 2007

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