La polvorienta y orgullosa cara de América
Publicado por tonimedina | Publicado en Publicados anteriormente en amirvalle.com | Publicado el 12-06-2010
Siempre que converso con un emigrante latinoamericano sobre eso que José Martí llamó “nuestras tierras de América”, tengo la sensación de estar hablando de un rarísimo animal milenario, marcado por las heridas profundas de las guerras que ha sostenido durante siglos, siempre receloso, triste, y cubierto por esa pátina gris que sólo deja el polvo viejo. Pero no hay nada que haga pensar en la muerte del animal, que conste, pues siento como si allá, agazapado en ese sitio de nuestra geografía mental de donde lo rescatamos cuando hace falta, estuviera respirando con aquella misma tranquilidad con la que respiran, en América Latina, esos indios ancianos, ya ciegos, que portan en su memoria la mítica historia de nuestros orígenes.
Un continente de migraciones. Un continente paria. Una zona de nuestro Planeta donde el nomadismo y el espíritu gregario parece ser la marca más precisa de nuestra idiosincrasia. Una América que se pobló de migraciones llegadas de algún sitio que todavía se discute; una América adonde llegaron emigrantes protegidos por la cruz y la espada (y otros que, simplemente, siguieron tras ellos) cuando el Viejo Mundo se les hizo, además de viejo, aburrido y peligrosamente pobre (hoy, perdida la memoria, muchos quieren olvidar a esos cientos de millones de europeos que, siglos tras siglos, después del mal llamado “descubrimiento” se vinieron a esta parte del mundo buscando el aire y el alimento que la depauperada y desigual Europa no podía ofrecerles); una América empobrecida, saqueada, política y económicamente estafada por miles de desgobiernos a lo largo de su historia, de la que hoy huyen millones de descendientes de aquellos nativos, de aquellos negros africanos que fueron llevados a trabajar a nuestras tierras, y de aquellos emigrantes europeos, árabes y asiáticos, mezclados todos hoy en eso indefinible que llaman “latinos” y a quienes, con más frecuencia de lo que la justicia histórica debe permitir, se margina por su deseo de ir a buscar a otras latitudes el aire y el alimento que la polvorienta América no puede ofrecerles.
De esa América, la nómada, he hablado. Y el emigrante la carga encima con sus dolores y sus colores, con sus alegrías y sus sombras. Y es una América que contemplo cada día en las noticias: esperanzado por esas nuevas luchas que, a favor de los más pobres (es decir, de la mayoría), tienen lugar hoy en algunas naciones; tímidamente confiado en algunos estadistas (yo, que por naturaleza no creo en ningún político, ni en política) luego de haberles visto hacer cosas a favor de “los de abajo” que apenas un par de décadas atrás eran inimaginables; temeroso de que esos sueños de redención terminen, como han terminado todos los sueños de redención hasta hoy, en totalitarismos que estrangulen las pocas libertades que todavía les quedan, incluso dentro de su pobreza, a nuestros pueblos; alarmado cuando escucho a ciertos personajillos de la política y la economía mirar con añoranza hacia los siniestros años de las dictaduras latinoamericanas, atreviéndose a decir, incluso, que a nuestros pueblos sólo se les lleva a buen destino con la mano dura de los militares “como aquellos”, aseguran, nostálgicos.
En mi infancia, mis maestros me hablaron de una América exótica, casi monolítica, donde la pluma y el taparrabo y la flecha eran símbolos de culturas que no podían compararse, eso decían, a la majestuosidad de las civilizaciones egipcia, babilónica, o china. Leyendo al escritor cubano Alejo Carpentier escuché por primera vez la frase “indios con levita”, con la que se ha pretendido ignorar, minimizar, burlar durante muchos años, la inteligencia nacida en el mundo conquistado a punta de espada y sangre hace ya cinco siglos. Y ya siendo periodista pude descubrir, sin apenas esfuerzo, las numerosas tramas económicas, políticas, y hasta supuestamente “benéficas” con la que las naciones desarrolladas engañan a esos “pobres indios” que notan el engaño pero no les queda otro remedio que aceptarlo. Conversando con muchos de los turistas que arriban a mi país luego de sus viajes por otros países de América, me harté de sus historias cargadas de exotismo y fetiche, de estereotipos y superficialidades que captaban desde los hoteles adonde se encerraban buscando las aguas de las playas, la historicidad encerrada en las fortalezas antiguas, la mágica unción que brota de los lugares sagrados de las culturas indígenas o de las miles de iglesias y templos que, siglos atrás, se alzaron por estos lares. Logré entender que, en los códigos actuales y para la Opinión Pública Internacional, el término “Tercer Mundo” se parece cada vez más a la palabra “estercolero”, a pesar de los cientos de eventos que cada año se realizan por instituciones internacionales que, con la repitencia inútil (sin casi ningún resultado importante hasta hoy) de la discusión del tema América en sus agendas, sólo demuestran su carácter obsoleto y su real inoperancia.
Años después, en mis viajes por América, descubrí la otra cara, polvorienta, de la verdadera América: el rostro endurecido, acuchillado y frío de aquellos muchachos de no más de 15 años que me escuchaban hablarles de una Cuba que incluso con sus problemas les parecía un sueño si los comparaban con sus miserables vidas en el barrio de Cataño, en San Juan, Puerto Rico; los pies endurecidos, como herraduras de bestias de carga, de esos negros haitianos que en sus mulos pasaban por las calles de Santiago de los Caballeros, pregonando a toda voz sus flores o sus frutas o su deprimente desesperanza; las manos callosas, tan curtidas que resistían el calor ardiente de los carbones con que asaban el maíz, de aquellas jovencitas hermosas que suplicaban que compráramos al menos una mazorca, en las esquinas de los barrios pobres de Santo Domingo, en República Dominicana; los ojos cargados de la nada, como zombies tristes de almas vacías, de aquellas familias que dormían frente al imponente edificio del Senado argentino en una Buenos Aires que me pareció tan incongruente e inhumana como hermosa y solidaria; las caras nobles, inocentes y desesperadas de aquellos niños guaraníes que en las ruinas de San Ignacio, en Misiones, Argentina, me cambiaban pedazos de las ruinas jesuíticas por un mendrugo del pan que estuve a punto de tirar, harto de las opíparas comidas de los grandes hoteles o las ricas casonas donde me alejaron mis anfitriones, los escritores José Gabriel Ceballos, Abelardo Castillo y Silvia Iparraguirre; los surcos pintarrajeados del miedo al hambre de aquellas prostitutas que andaban arriba y abajo por la playa Copabana, en Río de Janeiro, y la impostada alcurnia de los viejos mendigos que vi regados por las avenidas de Sao Paulo; la vejez adelantada, como máscaras de funeral, de aquellos niños que, en la turística y riquísima Puerto Vallarta, montaban un show de tragafuegos en plena avenida, aprovechando los dos escasos minutos en que la luz roja detenía el tráfico; la rabia amenazante en esos muchachones que nos asaltaron en pleno barrio Tepito, en México D.F, transformada en compasión cuando uno de nosotros dijo: “somos cubanos”, y convertida en rara hermandad salvadora cuando bajaron las pistolas y se dijeron: “vámonos, que éstos tienen menos que nosotros”; e incluso, ¿porqué no?, la indefensión harapienta de esos cientos de ancianos que buscan en los latones de basura de La Habana algo que comer o cualquier objeto que pueda ser vendible para sumar unos centavos a su simbólica pensión de jubilados.
Ser escritor, debo decirlo, ha permitido el justo contrapeso a esa desgarrada imagen. He podido ver, también y gracias a mis colegas escritores, la verdadera cara, la del orgullo, la de la inteligencia, la de la inigualable cultura, de una América que resiste con la misma paciencia ancestral de esa bestia milenaria de la que hablaba al inicio. Los escritores colombianos Jorge Franco Ramos, Santiago Gamboa, Mario Mendoza, Héctor Abad y Álvaro Castillo me han hablado de las múltiples Colombias que habitan, donde no todo es violencia, hambre y odios, esquema que salta ante nuestra mente cuando se menciona el nombre de ese país. Vicente Battista, Raúl Argemí, Abelardo Castillo, Mempo Giardinelli, José Gabriel Ceballos, escritores amigos (¿o debo decir amigos escritores?) me llevaron a conocer otra Argentina que palpita con las numerosas sabias de esas raíces tan abiertas que forman el tronco de su idiosincrasia. Mi querida agente literaria, Ray Güde Mertin, amante de Brasil hasta el punto del fanatismo, supo hablarme, con los ejemplos de su vida y de la rica vida de otros grandes escritores representados por ella, la compleja realidad del mundo “de los de abajo” en esa inmensa nación. Paco Ignacio Taibo II y Eduardo Antonio Parra, desde México; Francisco Alejandro Méndez, desde Guatemala; Luis O. Pérez-Simón, desde El Salvador; Uriel Quesada, desde Costa Rica; Roberto Quesada, desde Honduras; Leonel Delgado Aburto, desde Nicaragua; Luis Pulido Ritter, desde Panamá; Juan Carlos Méndez-Guedez, desde Venezuela; Raúl Pérez Torres, desde Ecuador; Fernando Iwasaki, desde Perú; Edmundo Paz Soldán, desde Bolivia; Daniel Mella, desde Uruguay; Milia Gayoso, desde Paraguay; Alejandra Costamagna, desde Chile; Rubem Fonseca, desde Brasil; Elidio La Torre, desde Puerto Rico; y Rita Hernández, desde República Dominicana, escritores todos, amigos todos, me han enseñado con sus obras y sus palabras en nuestros encuentros, una América que no aparece usualmente en los estudios económicos, en los discursos políticos, en los libros de historia, ni en las utopías tantas que brotan por acá con la misma facilidad con que brota el más antiguo y mítico de nuestros cultivos: el maíz. Me han enseñado una tierra del día a día, complejísima, inabarcable, más viva de lo que a veces sus propios habitantes creen, más rebelde y juiciosa, sin perder el exotismo que le llega desde su prehistoria ni ese toque de lo real maravilloso del que hablaba Alejo Carpentier, que se muestra todavía hoy cuando en un mismo planeta coexisten el multimillonario que paga por darse un paseíto idiota por el cosmos, en las naves de la NASA, y un viejo brujo que, frente a los desnudos miembros de su tribu, sigue cantando letanías a las estrellas de donde cree una vez vinieron sus dioses.
En esa América otra nada funciona según los esquemas del “mundo moderno” (o, como diría Eduardo Galeano, del “mundo imperial”). Allá, los sociólogos hablan de una pirámide social: Arriba, en la mismísima punta, están los ricos, los que rigen los destinos. Abajo, en la amplia base, están los pobres, los dueños de los destinos que han de ser regidos. En el borde inferior de esa pirámide, en el rincón más invisible, el más oscuro, está la sociedad marginal. Se ha dicho que es una tesis opresiva, esgrimida por el poder, desde el poder, para mantener su status y, sobre todo, para ocultar la putrefacción que corroe todo el esqueleto de esa sociedad que se dice superior o “del Primer Mundo”.
En la América real la tesis es más genuina; la pirámide, acá, está invertida. Arriba, en lo ancho, en su rincón sólo en apariencia invisible, la marginalidad rige. Al centro, la marginalidad rige. En la punta, donde los ricos siguen rigiendo los destinos ajenos, la marginalidad es asqueante. No existe acá ese bajo mundo, esa entidad universal llamada bajo mundo, perfectamente localizable antes en nuestras sociedades, donde se mantuvo viva generando sus propios códigos de honor, sus reglas de convivencia, su lenguaje evasivo, sus historias. Aquel mundo que habitaba en los márgenes hoy se extiende en nuestros países a toda la sociedad. La nueva ciudad latinoamericana real, la nueva sociedad que ha sobrevivido a tanta desastre, y en fecha reciente al neoliberalismo, entonces, es una sociedad marginal: los ricos y los políticos, con sus vicios y su doble moral, son marginales; eso que llaman “pueblo”, por su necesidad de sobrevivir bajo toda circunstancia, es marginal; el aire que se respira, viciado con los vicios que tradicionalmente destinamos a la marginalidad, es también marginal. Todos somos marginales bajo ese concepto.
Y en la comprensión de la realidad que hoy habita esos “márgenes”, término que en América Latina tiene una rara semejanza con las palabras “fondo”, “abismo”, está la única posibilidad de salida para el enorme desastre que gravita sobre estas tierras: economías en crisis; políticas más interesadas en sus ideologías que en el bienestar de los pueblos; huída de los mejores cerebros hacia los países ricos; exportación de la violencia y la marginalidad creada en nuestras naciones hacia todas partes del mundo (provocando un efecto boumerang terrible: la xenofobia hacia el latinoamericano); extinción de culturas autóctonas; pérdida de la idiosincrasia étnica bajo el impacto demoledor de la globalización en todos los niveles de la sociedad; saqueo indiscriminado de recursos naturales y riquezas nacionales por quienes, en sus países de origen, tienen que respetar a fuerza de ley la conservación del medio ambiente… y otras tantas cosas.
En las historias contadas por mi padre, un hombre que luchó por sacar a Cuba de una de las dictaduras más sangrientas que ha vivido nuestro pueblo (la del dictador Fulgencio Batista), y en las palabras fugazmente compartidas en algún momento de mi trayectoria literaria (escritural o verbalmente) con Juan Gelman, Eduardo Galeano, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Gabriel García Márquez, y algún otro que ahora quizás olvido, se conserva como un pendón de dignidad latinoamericana la imagen de la Revolución Cubana. Lamento no compartir con ellos su fidelidad hacia ese modelo de autoritarismo de izquierda en que se ha convertido aquella Revolución, aunque creo, como muchos, que América Latina toda necesita todavía, como se anunciaba en aquellos luminosos años, el espíritu humanista, redentor, puro, que sacaría al hombre de la dictadura del hombre y elevaría su dignidad a la altura de nuestras cordilleras más altas. Pero es iluso negar que en esa América orgullosa y altiva que hoy sobrevive a su incierto destino, hay mucho del alma rebelde del indígena que se alzó contra el dominio colonial español; mucho de aquellos hombres (Bolívar, Martí, Hidalgo, San Martín…) que nos dieron las primeras enseñanzas sobre el valor de nuestra cultura y nuestra libertad arrebatada por el conquistador; mucho de los sueños originarios de la Revolución Cubana; mucho del ejemplo de quienes combatieron desde la clandestinidad a las largas dictaduras de Pinochet, Videla, Stroessner, Somoza, y otros fascistas por el estilo; y mucho de la heroica postura de esos miles de latinoamericanos que han alzado (y alzan) su cabeza con dignidad como única arma contra la injerencia de sucesivos gobiernos norteamericanos en sus países y hasta en sus vidas.
De los muchos intentos de acercamientos investigativos, estudios e intentos internacionales para comprender qué es Latinoamérica (y aún todavía más complejo: qué es Hispanoamérica), pocos han llegado a penetrar en la verdadera esencia de nuestra multiplicidad: América no es una sola, los latinoamericanos no somos un solo tipo de individuo, y nuestra única semejanza real es el idioma madre que nos fue impuesto (y que hablamos en variantes y con matices que han obligado a los académicos a modificar más de una vez los gruesos tomos de los diccionarios de la lengua española). Para buscar una definición cercana a la realidad de lo que somos hay, incluso, que buscar en los inmensos cambios que en la estructura social de América está provocando el masivo éxodo de latinoamericanos hacia los países ricos del llamado Primer Mundo. Así de complejo es ese rarísimo animal milenario que llamamos América; una bestia sabia marcada por las heridas profundas de las guerras sostenidas siglo tras siglo, recelosa, triste, cubierta por esa pátina gris del polvo viejo, que nos mira con la pasividad confiada de quien sabe que, a pesar de sus dolores, sus miedos y sus desgarraduras, el tiempo no ha conseguido domarlo.