Mario Vargas Llosa: del mito al magisterio
Publicado por tonimedina | Publicado en Publicados anteriormente en amirvalle.com | Publicado el 12-06-2010
Ese mito de las letras latinoamericanas que es Mario Vargas Llosa, estoy seguro, en aquellos primeros años de la década del sesenta cuando todavía creía en la Revolución Cubana, jamás imaginó que se convertiría en el escritor más influyente en las últimas tres hornadas de narradores dentro de la isla. Mucho más influyente que sus colegas cubanos Carpentier o Lezama Lima, dicho así, sin exageraciones.
A esa transformación de mito en maestro ha contribuido, increíblemente, la propia Revolución y su siempre (y cada vez más) manipulada política cultural.
Créanlo o no, la prohibición que pesa sobre las obras del peruano en Cuba le ha concedido “el privilegio de lo prohibido”, o lo que es lo mismo, esa prohibición oficial ha convertido a su vida y a todas sus criaturas literarias en una obligatoria e imprescindible lectura para la intelectualidad y del pueblo lector cubano.
Créanlo o no, tal vez como un acto de silenciosa justicia a la contribución de Mario Vargas Llosa a las letras universales, la inclusión de su libro Cartas a un joven novelista como columna vertebral del programa de estudios del Centro de Creación Literaria Onelio Jorge Cardoso ha terminado de convertir al peruano en el maestro literario que indudablemente es.
I
Eduardo Heras León es uno de esos hombres que todavía creen en la necesidad de la pluralidad de opinión, del diálogo. Muchas pruebas puedo dar de ello, a pesar de que alguna gente hoy lo asocie a muy criticados proyectos culturales de la Revolución. Eduardo es consciente de que, pasado el tiempo y los avatares de la historia, quedará la huella de su magisterio en esos jóvenes escritores que han recibido su apoyo y su consejo desde aquel ya lejano curso de técnicas narrativas por televisión que inauguró el proyecto Universidad para Todos y, todavía y cada año, desde los cursos del Centro Onelio Jorge Cardoso.
Yo mismo, como unos cuantos de mi generación (eso que han llamado “Narradores del 90”), a pesar de ciertas distancias personales y políticas que hoy nos separan, recuerdo con agradecimiento y cariño que, cuando las vacas sagradas y el resto de los “emergentes” escritores de las generaciones anteriores a la mía no creían en ninguno de nosotros (y se pasaban la vida poniendo frenos, trampillas, cerrando puertas), Eduardo apostó ciegamente por nuestros incipientes talentos, nos promovió, nos publicó y se unió en una hermosa alianza con el inolvidable Salvador Redonet, hasta colocarnos en el justo lugar desde donde debíamos (y podíamos) valernos por nosotros mismos y demostrar que sí contábamos en las letras cubanas.
Sé que eso pasará otra vez en unos cuantos años y a Eduardo se le agradecerá, de nuevo, haber estado allí. Uno de sus valores es haber asumido la humildad del magisterio, contrariamente al resto de los escritores cubanos (justamente muchos de esos que critican a Eduardo y al Centro Onelio), quienes jamás han hecho, literalmente, un carajo, por ningún escritor de las generaciones posteriores, salvo cuando les motiva algún interés, por lo general de raíz carnal o cuando esa ayuda les resulta útil para sus estrategias grupales de poder.
Otro de esos valores, uno que tiene que ver con ese respeto de Eduardo Heras León por el diálogo, es haber defendido hasta en las más altas instancias de la censura la inclusión del libro Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa, como cuerpo teórico central de las clases que cada año ofrece el Centro de Creación Literaria Onelio Jorge Cardoso a los escritores que aplican para recibir esa instrucción y son seleccionados, vivan donde vivan en la isla.
Recuerdo la calambrina que le entró a ciertos funcionarios culturales y políticos que habían sido designados directamente por Fidel Castro para organizar la salida en televisión del proyecto Universidad para Todos. Fui parte de aquel primer programa de Técnicas Narrativas junto a Eduardo Heras León y al escritor Francisco López Sacha. Pude ver de cerca muchas cosas. Pude escuchar otras. Alguna vez, creo, sería bueno contarlas. Hubo allí muchas calambrinas. Pude ver de cerca el terror (no era respeto, ojo, era terror) que sentían aquellos funcionarios ante cualquier posibilidad de incumplir con los dictámenes de ese ser omnipresente que llamaban “el Comandante”, “el Jefe”.
Y aunque algunos pudieran pensar lo contrario, no sentí en Eduardo Heras León ni una gota de ese miedo. Incluso fue rebelde. Se mantuvo todo el tiempo a la altura moral que les falta a muchos intelectuales cuando han tenido que plantarse delante de Fidel Castro.
Me explico: una de aquellas calambrinas se produjo cuando los funcionarios descubrieron que Vargas Llosa iba a ser transmitido por la televisión, a través de su importante libro. Todos lo consideraron un ataque “al Comandante”. Todos empezaron a decirle a Eduardo (sé que algunos casi le suplicaron) que quitara al peruano del programa televisivo. Eduardo no cejó. Y como nadie se atrevió a decirle aquello “al Jefe”, temiendo su ira, Eduardo pidió y aprovechó uno de sus encuentros con Fidel Castro para tratar el asunto.
— Comandante – le dijo –, ¿ya usted sabe que en el programa que vamos a transmitir hay que hablar de Mario Vargas Llosa?
No lo vi, pero sé que Fidel arrugó el ceño y clavó su mirada, algo seca, en la cara de Eduardo. Sé que Eduardo le mantuvo la mirada.
— ¿Y es tan necesario mencionarlo? – preguntó Fidel.
Eduardo sabía que, a pesar de todas las razones (conocidas y secretas) que debía tener en contra del peruano, Fidel Castro no podía desconocer la importancia de la obra de Vargas Llosa en las letras universales. Sé que algo le dijo que debía utilizar esa carta a su favor.
— Vargas Llosa es el técnico más grande de la lengua, Comandante – contestó, todavía sosteniéndole la mirada –. ¿Y el libro que vamos a utilizar es el más claro que se ha escrito sobre el tema?
Sé que lo vio pensar. Unos segundos. Y supo que todo iría bien porque sintió una oleada de admiración que nacía de aquel corpachón vestido de verde olivo.
— Ya que es imprescindible hablar de él, adelante – le oyó decir –. Claro, si yo fuera el que hiciera el curso, le daba un codazo – y sonrió, malicioso.
Aquella sugerencia de codazo habría sido cumplida al pie de la letra por cualquier otro. Me consta que Eduardo jamás le hizo caso a esa sugerencia de su querido Comandante. Fue otra de sus silenciosas rebeldías. Bien distinta a esa sucia jugada que hicieron los directivos del periódico Juventud Rebelde, encargados de imprimir los folletos resúmenes de lo que daríamos en aquel curso televisivo y que se venderían en los estanquillos del país.
A espaldas nuestras, y haciéndole caso a la sugerencia de Fidel Castro, de “darle un codazo”, cambiaron la nota curricular de Mario Vargas Llosa, redactada por nosotros con el foco puesto en su obra y en el libro. En la que salió publicada, luego de la “corrección” de los jefes del periódico, se hacía hincapié en que el peruano, a pesar de su obra reconocida, se destacaba más por ser un furibundo enemigo de la Revolución Cubana.
Otra vez sé que la jugada les salió mal. Muchos de aquellos cubanos que antes no habían oído mencionar al escritor peruano, y que me paraban en las calles para saludarme, felicitarme, hacerme sugerencias o preguntas (como mismo les sucedió a Eduardo y a Sacha), me comentaban que empezaron a buscar los libros de Mario Vargas Llosa desesperadamente.
II
Sé por ellos mismos que Ambrosio Fornet o César López, por ejemplo, quienes fueran amigos del autor de La guerra del fin del mundo, lo recuerdan con nostalgia, afecto y respeto.
El propio Fornet, en cierta ocasión en que coincidimos como jurados de un concurso nacional de cuentos (el Premio César Galeano, convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso), me contó la impresión de Vargas Llosa en una de las visitas que hiciera en los sesenta a esa impresionante azotea del Vedado donde vive. El peruano se quedó fascinado por la vista de la ciudad frente al mar que puede divisarse desde allí.
También César, en su casa del Malecón, rodeado de libros, me contó algunas historias de su encuentro con el peruano, en aquellos años en que eran jóvenes y querían descubrir hasta los olores secretos del París de entonces.
¿Qué ha provocado que esos mismos escritores que conservan en su memoria a Vargas Llosa, con la fidelidad de quien conserva una vieja joya, no han insistido con el poder de su prestigio intelectual en luchar contra la censura de las obras del autor de Conversación en La Catedral, considerada por muchos una de las obras más revolucionarias de las escritas en el mundo en el siglo XX? Alguna vez, estoy seguro, ellos podrán contar cuántas barreras, cuántas presiones, cuántos silenciamientos obligados y, ¿por qué no?, cuántos desacuerdos con ciertas posturas políticas de Vargas Llosa (acrecentadas, nubladas y enrarecidas por la propaganda oficialista cubana en muchos casos) los han llevado a ese mutismo complaciente que deja el camino libre a esos censores que, al no recibir la negativa que debiera asumir toda la intelectualidad cubana ante hechos como éste, le han intentado escamotear al pueblo cubano la obra del peruano.
De cualquier modo, sin algarabías, los profesores universitarios incluyen sus libros en los programas de estudio, su novelística es leída como una lección obligatoria y necesaria por todo aquel que haya sido tocado por el bichito jodedor de la escritura, sus últimas novelas (más alcanzables para quienes logran viajar y entrarlas al país) circulan de mano en mano y son leídas hasta por quienes no tienen hábitos estables de lectura, sus entrevistas (donde casi siempre habla de su ruptura con Cuba y de lo que piensa actualmente sobre el gobierno de la isla) son bajadas de internet y distribuidas por la red de emails dentro de la isla.
Uno de mis alumnos más fieles, convertido hoy en un nombre imprescindible de la narrativa cubana más joven, me preguntó hace unos años porqué se prohibían las obras de Vargas Llosa si era, indiscutiblemente, progresista, humanista y hasta de izquierda. Había venido a verme porque en la Biblioteca Nacional José Martí no encontró ni una sola novela del peruano y quería leer algo suyo. Le presté el grueso compendio que me regalara en mi viaje a Santo Domingo mi amigo, el también escritor Marino Berigüete (libro que reunía cinco novelas y el primer libro de cuento de Vargas Llosa, Los Jefes) y lo vi regresar un mes después, fascinado.
— Sólo a una bestia ciega de odio se le ocurre prohibir algo como esto – me dijo, devolviéndome con tristeza el libro.
No quise decirle que ese, el odio ciego contra alguien que no bajó la cabeza a los designios de domesticación del intelectual por el “poder revolucionario”, era la causa de aquellas absurdas censuras.
III
No recuerdo ahora exactamente si fue el ensayista Enmanuel Tornés o si fue Salvador Redonet quien, en una conferencia en la biblioteca de la Casa de las Américas, dijo que Mario Vargas Llosa era el escritor latinoamericano que más reinventaba su estilo. Recuerdo que la comparación se establecía con García Márquez quien, incluso a nivel del periodismo, había ido solidificando una misma voz narrativa, un sello muy particular, pero tonificado en las mismas resonancias. Se dijo que las últimas novelas del premio Nobel colombiano estaban, por estancamiento, muy cercanas a los bodrios literarios, a pesar de la perfección gramatical de su escritura.
De Vargas Llosa, sí recuerdo bien, se comentó que cada libro significaba una propuesta estética, una búsqueda en las nuevas resonancias de la letra escrita en confluencia con el desarrollo de los procesos comunicativos de la sociedad. Se dijo que, comparada a las grandes catedrales estructurales y lingüísticas escritas por el peruano en las décadas 60 y 70, sus últimas novelas quedaban a la zaga, pero se hizo hincapié en algo: la perspectiva de Vargas Llosa había abandonado ya el objetivo de construir la “gran novela” (que ya había escrito) y ahora se concentraba en la deconstrucción del mundo, como proceso creativo y de análisis de la realidad: de la concentración inicial de mundos en un mundo novelado se había pasado a la recreación expansiva y particularizada de los pequeños mundos actuales que conmueven a nuestras sociedades.
Quedó clara una imagen: si otro grande como García Márquez lograba sobrevivir (y vender) al modo de aquel Picasso que en un momento de su vida hizo garabatos horribles donde sólo importaba su firma, Vargas Llosa renacía con una propuesta distinta (y en algunos casos novedosa) en cada nueva novela. De ahí su influencia en los escritores de la isla donde solía (y suele) hablarse de Paradiso, de Lezama Lima, sin haber logrado pasar de las primeras páginas (si es que se intentó la lectura) o se pregonaba (y aún se pregona) la influencia de Carpentier aunque muy pocos puedan hablar con propiedad de alguna de las obras del más grande novelista de los cubanos.
IV
Tenía dieciocho años cuando, en un encuentro nacional de talleres literarios donde competíamos en cuento, oí al escritor Roger Daniel Vilar (el más joven de todos nosotros) hablar de un tal Garballosa. Eso entendí. Del autor de Los cachorros (relato que cambiaría de golpe toda mi visión de la escritura) jamás había escuchado.
— ¿Y quién es ese Garballosa? – le pregunté a Eduardo Heras León, uno de los jurados.
— Vargas Llosa – rectificó –. Tienes que leerlo.
En Santiago de Cuba, ciudad donde vivía entonces, encontrar obras de Vargas Llosa era tan difícil como encontrar la famosa aguja en el famoso pajar. Pero pude encontrarlas en casa del crítico y profesor universitario Ricardo Repilado, quien me prestó una vieja edición del libro de cuentos Los Jefes, y otras más actuales de Los cachorros, La casa verde y La ciudad y los perros. Años después, gracias a la biblioteca de Eduardo Heras León, pude leer la novela que más me ha fascinado de todas las escritas por el peruano: Conversación en La Catedral, que concentra, según creo, todos los aportes técnicos de este escritor a la novela moderna. Luego he leído todas las que ha publicado.
Por eso, cuando coincidimos en Santo Domingo (Vargas Llosa presentando su fabulosa La fiesta del Chivo y yo mi imperfecto Manuscritos del muerto), fue tal el impacto (duplicado luego con la lectura de aquella novela sobre el dictador Trujillo) que me decidí a emprender de una vez por todas un viejo proyecto sobre el cual tenía el más terrible de los miedos: desde 1997 me había dedicado, por hobby, a recoger y escribir en pequeños bloques de texto en mi computadora las versiones de la historia de mi país que le escuchaba a la gente, con la intención de escribir algo que por entonces no sabía qué era. No era la historia oficial, ésa que se publicaba en los libros de historia o en la prensa. Tampoco era la historia que contaban algunos participantes directos de esos momentos históricos que habían sido excluidos por sus posiciones contrarias a los que monopolizaban el poder político. Era un modo muy íntimo, muy silencioso, de explicar los sucesos ocurridos en Cuba en los últimos años; sucesos usualmente marcados por la desinformación y por la manipulación de la verdad: el pueblo intentaba buscar la verdad en base a lo que creía pudo haber pasado y así reconstruía la historia.
Cada vez que revisaba esos apuntes, descubría que todos gravitaban alrededor de un personaje: Fidel Castro y, debo confesarlo, nunca quise emprender el proceso de escritura de una novela con aquellos datos por tres razones: la primera, porque no sabía cómo poner en una novela la personalidad de Fidel; la segunda, porque no me atrevía a lanzarme contra una de las prohibiciones oficiales impuestas a la creación literaria en Cuba: ¡cuidado con la forma en que se escribe de los símbolos patrios y los dirigentes de la Revolución!; y la tercera, porque no tenía idea de cómo encarar una novela histórica cuya trama todavía estaba sucediendo.
La lectura de La fiesta del Chivo echó por tierra todos esos obstáculos. Y ya estando en el avión, de regreso a Cuba, a falta de papel, escribí en una de las páginas en blanco del inicio de la novela que también me había regalado mi amigo Marino Berigüete: Los carpinteros, de Joaquín Balaguer, como se sabe, casualmente, uno de los protagonistas de La fiesta del Chivo.
Aunque había hecho un croquis y un esbozo de algunos capítulos de la novela el 8 de enero del 2000 (terminando la última versión el 12 de octubre del 2005), en aquella página en blanco de Los carpinteros, el 5 de mayo del 2000 escribí las que fueron las primeras palabras:
“FIDEL HA MUERTO, dice la hoja impresa que ha dejado uno de los asesores sobre uno de los buroes de la oficina. Afuera, la ciudad parece mirar al Cristo que, desde el otro lado de la bahía, la bendice, y por la Plaza de la Revolución comienzan a transitar autos mañaneros, todavía con los faros encendidos y el cuidado de quien maneja entre las brumas de la noche, que ya se esfuma bajo los primeros fulgores del sol”.
En todo el tiempo que duró la escritura de esa novela (inicialmente titulada A la sombra de Dios y con título definitivo Las palabras y los muertos) solamente me atreví a dársela a leer a tres personas: el primero, mi amigo poeta y narrador Nelton Pérez (quien me confesó que pasó días torturado con la realidad que le impuso la lectura del primer capítulo), mi querido hermano el novelista Guillermo Vidal (quien me dijo que yo estaba definitivamente loco aunque le auguró un gran futuro a la novela de la que leyó cinco fragmentos aislados) y el también escritor y periodista Armando León Viera, que la leyó completa y me ayudó en una de sus primeras revisiones totales a mediados del 2005.
Aún así, no creía en la novela. Tanta carga de historia y el hecho de que sus personajes fueran esos políticos que hoy gobiernan mi país, me hacía dudar de si había valido la pena tantos años de escritura. Fueron el escritor cubano Justo Vasco, el periodista español José Manuel Martín Medem, el profesor universitario salvadoreño Luis Pérez-Simón y el poeta y narrador cubano Ladislao Aguado quienes me decidieron, con sus criterios, a mover la novela en el mundo editorial y de los premios literarios:
“Hoy, a las nueve y media de la mañana, terminé de leer la novela. Es de lo mejor que he leído en toda mi vida. El personaje de Facundo se parece a tantos viejos de mi familia que seguir sus pensamientos me daba escalofríos y una tremenda sensación de pérdida, pues desde mucho antes del final lo intuí. Pero, con toda honestidad, debo decirles que esa novela es un suicidio. No moral o intelectual, sino físico. Desnuda tanto la lepra que corroe el alma de los gladiadores por el poder que ninguna voz se alzará para pedir clemencia y dejar que el autor se vaya con su música y su mala idea a otra parte. El texto hiere a muerte a gran parte de la cohorte de mediocres que devora el cadáver de la Revolución desde hace mucho”.
Justo Vasco
Escritor cubano
“La Fidelidadimpidió la revolución de la novela en Cuba y ahora Amir Valle, después de escuchar a Fidel Castro durante tanto tiempo, se rebela, nos cuenta lo que la isla susurraba, y escribe la primera “Novela de la Revolución”.
José Manuel Martín Medem
ex Corresponsal de TVE en Cuba
“… un tratado sobre la Revolución Cubana (…) una larga reflexión sobre las formas de dominación y la presencia fantasmática del Líder Máximo (…) Esta novela incita a pensar el exilio, la homosexualidad, la incoherencia radical que es la raza y el paradójico poder de la invisible cultura popular como elementos de la identidad nacional cubana, todo con una escritura elegante, precisa y renovadora”.
Luis O. Pérez
Escritor salvadoreño, Francia
«…terminé la novela, abatido por la lucidez narrativa del texto y convencido de que a Cuba le acababa de nacer su más sólido narrador de hoy, a la altura de Carpentier, Soler Puig, Cabrera Infante y Reinaldo Arenas».
Ladislao Aguado
Revista Otro lunes, España
Todavía así, el 24 de noviembre de 2006, cuando supe que había ganado el Premio de Novela Mario Vargas Llosa con la misma obra que empecé a escribir bajo el influjo de La fiesta del Chivo y de los consejos que recibiera de Vargas Llosa sobre cómo uno debe enfrentarse a una novela histórica, no podía creerlo.
Por eso sigue siendo importante para mí releer estas palabras y esas otras que dijeron dos miembros del jurado:
“Como presidente del Jurado del Premio de Novela Vargas Llosa, en primer lugar, mi más sincera felicitación por el premio: su novela es excelente y en ello estuvo de acuerdo todo el jurado, que le otorgó el premio por unanimidad”.
Dr. Victorino Polo García
Presidente del Jurado
“Las palabras y los muertos, de Amir Valle Ojeda, es una novela excelente, sorprendente por la alta calidad de su estilo y lo reciente de su creación, al narrar, con un sorprendente sentido del humor, sucesos históricos y acontecimientos reales que se están produciendo ahora mismo en la isla”.
Francisco Javier Díez de Revenga
Secretario del Jurado
Sólo espero, entonces, que no caiga sobre esta novela la misma carga de censura absurda que cayó sobre otras obras de Vargas Llosa. O quizás la censura oficial sea conveniente, igual que sucedió cuando intentaron apagar el efecto de mi libro Habana Babilonia o Prostitutas en Cuba (publicado por Planeta bajo el título Jineteras): voló de una mano a otra, entre miles de lectores clandestinos. Pero prefiero para mi libro el curso natural de todo libro. Prefiero que el valor y el significado que adquiera Las palabras y los muertos sea el que nace de la calidad de su propio mundo novelado, no de causas extraliterarias tan estúpidas como la censura. Pero eso, estoy seguro, no lo entenderán esos cerebros obtusos que dirigen la cultura y la política de mi país.