Un tal por cual llamado Guillermo Vidal
Publicado por tonimedina | Publicado en Publicados anteriormente en amirvalle.com | Publicado el 12-06-2010
Artículo en español e inglés (a continuación del original en español), gracias a la traducción de la escritora y periodista Regina M. Anavy.
Empezar la primera entrega de una columna personal de un escritor hablando de otro escritor, es decir, de un supuesto rival (si seguimos esa absurda tendencia de entender la literatura como un «quítate tú, pa’ponerme yo»), es algo que, quienes así conciban el acto de escribir, pueden entender como un suicidio.
Pero sucede que Guillermo Vidal fue una de esas personas que pasan por el mundo sin creer que ha dejado enemigos, aunque los haya, pues no hay ser humano tocado por la genialidad que no haga sombra como para que siempre algunas almas mediocres se sientan agredidas. Así de miserable y de sucia es la condición humana.
Guillermo Vidal, en mi opinión y en la de muchos otros, uno de los más grandes novelistas que han existido en las letras cubanas de todos los tiempos, fue además un ser inolvidable, de esos para los cuales la muerte debía estar vedada, prohibida. Humilde, honesto, sencillo, hermano mayor y padre de sus amigos, fiel a ellos sin mirar las consecuencias, confesor de muchísimos que lo conocieron, desapegado totalmente de su gloria y de cualquier bien material que pudiera poseer, en fin de cuentas: sabio, consideraba que su mayor riqueza era haber conocido a Cristo y por ello, al sentido máximo del verdadero amor, que se encargó de regar como una semilla fertilísima entre su familia, sus amigos, e incluso entre esos seres sin nombre que día a día encontraba en su camino corto por la vida. La magnitud de su entierro en el pueblo de Las Tunas, su queridísima ciudad que jamás quiso abandonar como otros escritores que saltan a La Habana buscando mejores posibilidades, gravitará sobre la memoria colectiva durante muchos años: las calles estaban llenas de tuneros, el dolor se desprendía de todos los rostros que vieron pasar el cortejo fúnebre camino al cementerio, y las lágrimas no estaban solo en los ojos de los familiares y sus amigos y conocidos. «Las Tunas estará llorando a este hombre por muchos años», dijo un hermano en Cristo a la salida de la necrópolis.
Murió a los 52 años, en el momento en que todos los críticos anunciaban el estallido de su plenitud literaria. Dejó seis novelas inéditas, listas para publicar, varios cuentos, y un par de novelas inconclusas.
Pero ahí está su obra publicada, vastísima, renovadora, aportativa a todos los territorios de la literatura cubana escrita en los últimos treinta años, desde aquel ya lejano día en que le enseñó a su amigo y colega de letras, el poeta y narrador Ramiro Duarte, lo que Guillermo llamó entonces «un cuentecillo» y que sería uno de las obras suyas que iban a convertirse en un clásico: «El pozo».
Baste echar un vistazo a esos libros:
Los iniciados (cuentos, 1985). Premio Nacional 3 de Marzo.
Se permuta esta casa (cuentos, 1986). Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1986. Reeditado en el año 2000.
Confabulación de la araña (cuentos, 1990). Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1990.
Matarile (novela, 1993).
Los enemigos (cuentos, 1994).
El quinto sol (novela, 1995). Premio Nacional Hermanos Loynaz en 1995
Las manzanas del paraíso (novela, dos ediciones: República Dominicana, 1998 y Puerto Rico, 2002). Premio Internacional de Novela Casa de Teatro de República Dominicana en 1998.
Donde nadie nos vea (cuentos, 1999).
Ella es tan sucia como sus ojos ( novela, 2001).
El amo de las tumbas (novela, dos ediciones: España, 2001 y Cuba, 2003).
Los cuervos (novela, tres ediciones: Cuba, 2002; España, 2004; Cuba, 2004). Premio Nacional Dulce María Loynaz en el 2001.
La saga del perseguido (novela, 2003). Premio Nacional de Novela Alejo Carpentier, 2003.
Póstumamente se publicará en el primer trimestre del 2005, Las alcobas profundas (cuentos), Premio Nacional Rafael Soler de cuento en 2004, y El mendigo bajo el ciprés (novela).
Conocí la humildad de Guillermo en 1984, y fue uno de mis maestros, el novelista cubano José Soler Puig, quien presentó la edición en plaquette de un cuento que luego, también, adquirió la condición de clásico: «Se permuta esta casa», con el cual Guillermo había ganado el premio Marcos Antilla, muy importante por esa década. Recuerdo el terror y la admiración con la que mis colegas y hermanos Alberto Garrido (hoy una voz esencial de la narrativa cubana) y Marcos González, fuimos a que nos autografiara aquella obra. Recuerdo sus ojos, grandes, limpios, que desprendían una humildad nada fingida, a pesar de que el maestro Soler (muy conocido por no dar nunca elogios en vano) dijera en sus palabras que «no les presento a una promesa, les presento a un escritor y apuesto a que mucho dará que hablar la obra de Guillermo Vidal en breve tiempo».
Coincidimos después, como siempre, compitiendo en eventos donde nuestros cuentos quedaron de finalistas. Yo le gané en el Encuentro Nacional de Talleres Literarios de 1986 (que se efectuaban en esos años con los ganadores por géneros de todas las provincias del país). Mi cuento se llamaba: «Yo soy el malo», y el suyo «Den paso a la cieguita», otro de sus clásicos. Recuerdo su abrazo en la premiación, sincero, natural, cordialísimo, como si hiciera siglos que me conociera. Ese mismo año llegó el desquite. Su libro «Se permuta esta casa» y el mío «Yo soy el malo» competían en el importante Premio David de la Unión de Escritores, por entonces el más codiciado galardón para autores jóvenes en el país. Ganó Guillermo con uno de los libros que hoy se consideran clásicos del género en Cuba. Cuando supe la noticia, le escribí un telegrama que todavía existe: «Guille, me jodiste, pero siento ese premio tuyo como si fuera mío. un abrazo». Desde entonces nos llamábamos para felicitarnos por cada uno de nuestros premios. Solangel Uña, su esposa, lo ha dicho varias veces: «aunque perdiera, se alegraba de un modo increíble si el que ganaba era un amigo, pasaba días eufórico, diciéndole a todos: ese cabrón me ganó, yo siempre dije que iba a ser bueno».
Me llamaba por teléfono para decirme: «escritorucho, escucha este cuentazo para que aprendas a escribir», y yo escuchaba el cuento. Se lo hacía pedazos y él lo arreglaba en base a mis criterios. Yo lo llamaba por teléfono: «aprendiz de escritor, escuche este fragmento de novela para que se deje de creer que es usted un novelista», y él escuchaba mi fragmento. Me lo hacía pedazos y yo lo arreglaba en base a sus criterios.
Forjamos así, encuentro por encuentro, visita por visita, llamada por llamada, viaje por viaje, discusión por discusión, email por email, una amistad demasiado fuerte como para que su muerte no me haya marcado para toda la vida. Mi familia era la suya y los suyos son hoy mi familia. Y todavía creo sentir sus consejos, sus llamadas de preocupación para que yo no cayera en las provocaciones de quienes nunca vieron bien que dijéramos lo que pensábamos, que escribiéramos lo que nos diera la gana sin creer en censuras ni en ediciones oportunistas de nuestros pensamientos en busca de prebendas, como algunos todavía lo hacen. Recuerdo sus palabras de confianza en que las cosas iban a cambiar, tenían que cambiar, «porque estamos llegando al fondo, Amir, y cuando se llega al fondo hay una sola salida: subir». Y esas palabras fueron respaldadas por su accionar en la vida, mediante la ética del respeto al pensamiento ajeno «algo que nos falta mucho en este país», decía.
Algún ser retorcido, mediocre dirigente cultural y bestia que no ve más allá de las orejeras políticas que le ordenaron ponerse, quiso dudar cierta vez de la honestidad de un hecho simple: Guillermo se preciaba de ser amigo del Ministro de Cultura de Cuba, Abel Prieto, también cuentista de primera, y de ser amigo de Patricia Gutiérrez Menoyo, Presidenta de la editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico, en cuya Colección Cultura Cubana se publicara Las Manzanas del Paraíso .
El retorcido y ciego dirigente cultural encontró solamente la diferencia: Abel Prieto era un miembro del gobierno cubano y Patricia Gutiérrez Menoyo era la hija del excomandante guerrillero Eloy Gutiérrez Menoyo, fundador del grupo Cambio Cubano que promueve una transición pacífica y democrática en la isla.
Guillermo Vidal encontró algo más humano y más puro: «Abel y Patricia son gente de la cultura, es decir, son de los míos, aunque otras cosas menores puedan separarlos. Pero son seres humanos de buen corazón, al menos en lo que a mí respecta, y eso es lo que me importa. Por eso seguirán siendo mis amigos, aún cuando con ellos yo mismo tenga mis diferencias».
Así fue: un hombre que prefería unir mediante la comprensión, el diálogo y el respeto al credo ajeno.
En sus días finales lo atendimos en mi casa de Centro Habana, adonde iba cuando le daban pase en el Hospital Calixto García, donde un equipo médico encabezado por el doctor Lázaro Martínez intentaba descifrar las causas de sus crisis de asfixia. Allí planificamos muchas cosas. Sentía deseos de escribir y se sabía dueño ya de sus mundos novelados. No quería creer que Matarile, Las manzanas del paraíso , Los cuervos y La saga del perseguido eran obras mayores de la novelística cubana del siglo XX, como le decíamos muchos escritores. «Cuando los críticos no han hablado de esa novela es por algo», nos decía, dudando realmente. Pues era incluso incapaz de darse cuenta de que en Cuba la mayoría de los críticos de narrativa (también novelistas, por cierto) llevaban años intentando conseguir la genialidad que él consiguió sin tanto esfuerzo y por ello no les era conveniente aceptar la realidad de su grandeza. Solamente el narrador y ensayista Alberto Garrandés se atrevió a escribirlo y publicarlo: » Vidal se convierte, creo, en el mejor novelista vivo entre nosotros, si es que esa distinción -acaso una mera frase- tiene algún sentido dentro de su probable escepticismo ante las glorias humanas» . Y esa simple frase despertó no pocos comentarios venenosos en el mundillo cultural de las supuestas grandes glorias de la literatura cubana.
Cuando me enteré de su muerte, días después de que lo mandáramos de regreso a Las Tunas, a terminar su recuperación bajo tratamiento médico, escribí un mensaje breve donde comunicaba a los amigos su pérdida, y lo coloqué en internet. En apenas un par de horas, recibí más de cien mensajes desde todas partes del mundo y nuevamente tuve que estremecerme ante una verdad que ambos hemos defendido: la hermandad del humanismo por encima de credos y diferencias de cualquier índole. Todos los cubanos, vivieran donde vivieran en este mundo, que lo conocieron o escucharon hablar de Guillermo Vidal, respondieron con hermosos mensajes sobre el significado de tal muerte para las letras cubanas. Y en ese instante, otra vez, la dignidad de un hombre como él, asestaba un golpe demoledor a la intolerancia y la falta de diálogo que ha dividido y divide aún a los cubanos en relación con la búsqueda de un camino para el país: se rompían las diferencias y todos nos unimos en el dolor como lo que realmente somos, hermanos. Creo que fue ese el mejor homenaje que le hemos hecho a Guillermo desde entonces.
Tal vez supo que iba a morir. Por eso me declaró su albacea literario. Por eso dejó a todos los que lo conocimos su más hermoso y triste testamento: «sé que si me toca irme, me iré con Cristo», el más hermoso testamento; «me duele irme sin haber podido dejarle a mi hijo y a ti un lugar digno donde vivir», le dijo a su esposa Solangel, el más triste testamento. Que un hombre que haya aportado tanto al pensamiento y las letras cubanas se haya enfermado y muerto (entre otras causas) por las malas condiciones de vida de su vivienda, y que todavía su hijo de cinco años y su esposa sigan viviendo en esa oscura pocilga de un barrio marginal en Las Tunas, es algo de lo cual muchos tienen que avergonzarse, pues todo el poder que dicen tener (y que han usado muchas veces para fomentar la intolerancia que Guillermo criticó en vida) no ha bastado para resolver una cosa tan simple.
Un gran escritor seguirá siendo pese a todo eso. Ahí queda su obra. Queda su recuerdo. Queda su ejemplo de ser humano y de hijo de Dios. Y hasta en eso estoy unido a Guillermo: fue él quien un día me enseñó el rostro hermoso de Cristo que cambió mi vida para siempre.
Un par de días antes de morir, en una de sus crisis, Guillermo comenzó a gritar, desesperado: «si alguien piensa que en este momento voy a renegar de Cristo, está muy jodido; yo me voy con Cristo». Varios días de su muerte, mi hijo de tres años, que desde bebé sintió una predilección por el tío a quien llamaba: Yiyi, se paró delante del afiche que me dio la familia como recuerdo y que tengo en mi librero junto a todos sus libros autografiados. Estuvo mirándolo unos segundos y luego dijo: «mi papá. Yiyi está en el cielo con Jesucristo y va a venir volando a verme». No le habíamos dicho ni siquiera que su tío Guillermo había muerto. ¿Cómo lo supo? Solo Dios sabe. Pero desde ese momento, porque sabemos que Dios habla a través de los niños, confirmamos que el Guille estaba en el lugar que él tanto había anhelado: a la diestra de Dios.
Puede parecer un final para una novela, pero es la vida. Guillermo, donde quiera que esté, asentirá sonriendo. Preferimos recordarlo así, pícaro, risueño, siempre con un chiste a mano para hacer reír a sus amigos, burlón sin maldad, crítico sin agresividad, jodedor en el más cubano de los sentidos.
Como en aquella foto que nos tiramos todos los cubanos que asistimos a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, invitados por la editorial Plaza Mayor. En la foto, que aquí coloco, aparecen, escritores cubanos muy reconocidos, que viven en la isla o en otros países. De izquierda a derecha, en la primera fila y sentados: el poeta Sifredo Ariel, la editora Patricia Gutiérrez Menoyo y el poeta Emilio García Montiel; en la segunda fila: yo, la poeta y narradora Odette Alonso, la investigadora Rita Molinero y el narrador Miguel Mejides; y en la última fila, de pie: el poeta Agustín Labrada, el narrador Andrés Jorge, y Guillermo Vidal.
Cuando enseñamos a todos la foto en la cámara digital, Guillermo dijo, serio pero con esos ojillos verdes donde la jocosidad casi brincaba de gozo: «son unos tal por cual que se dicen escritores».
Prefiero terminar, entonces, con la foto, y con el pie de foto que él propuso ese día:
El famosísimo escritor universal Guillermo Vidal y unos desconocidos.
One for the aforementioned Guillermo Vidal
Tanslated by Regina M. Anavy
To begin the first installment of a writer’s personal column by talking about another writer – a supposed rival (if we continue that absurd tendency to think about literature as a case of “I weaken you so I can grow”) – is something that any writer might consider suicide.
But it so happens that Guillermo Vidal was one of those who pass through life without believing they have enemies, although he did have them. You don’t have to be a genius to suggest that some mediocre souls always feel attacked. Thus the human condition is contemptible and unclean.
Guillermo Vidal, in my opinion and in that of many others, was one of the greatest novelists who ever existed in Cuban literature, and he was, moreover, an unforgettable human being, one of those for whom death should be set aside, prohibited. Self-effacing, honest, straight-forward, older brother and father to his friends, loyal without regard to consequences, confessor for many who knew him, indifferent to his glory and any material wealth he might possess, to sum up: wise, he considered that his greatest wealth was having known Christ and, through Him, the greatest feeling of true love, which he took care of irrigating like a fertile seed among his family, friends and even those nameless beings he met daily in his short road through life. The magnitude of his burial in the little town of Las Tunas, his beloved city that he never wanted to abandon, unlike other writers who hopped to Havana in search of better possibilities, will affect the collective memory for many years: the streets of Las Tunas were full of people; grief showed on all the faces of those who saw the funeral procession pass on the way to the cemetery, and the tears were not just in the eyes of family members, friends and others who knew him. “Las Tunas will be crying over this man for many years,” said a brother in Christ upon leaving the cemetery.
He was 52 when he died, in the moment that all the critics announced the explosion of his literary abundance. He left six unpublished novels, lists of things to publish, several short stories and a couple of unfinished novels.
But there is his published work, enormous, innovative, contributing to the whole terrain of Cuban literature written in the last 30 years, starting from that now-distant day when he showed his friend and cultural colleague, the poet and story-teller Ramiro Duarte, what Guillermo then called “a little story,” which would become a classic: “The Well.”
It’s enough to take a look at those books:
Los iniciados [The Initiated] (stories, 1985) March 3 National Award
Se permuta esta casa [This House is for Trade] (stories, 1986). David Award from the Cuban Writers and Artists Union, 1986. Republished in 2000.
Confabulación de la araña [The Spider’s Web] (stories, 1990). Award from the Cuban Writers and Artists Union, 1990.
Matarile [Song in Round] (novel, 1993).
Los enemigos [Enemies] (stories, 1994).
El quinto sol [The Fifth Sun] (novel, 1995). Loynaz Brothers National Award, 1995.
Las manzanas del paraíso [The Apples of Paradise] (novel, two editions: Dominican Republic, 1998, and Puerto Rico, 2002). International Dramatic Novel Award of the Dominican Republic in 1998.
Donde nadie nos vea [Where No One Sees Us] (stories, 1999).
Ella es tan sucia como sus ojos [She is as Dirty as Her Eyes] (novel, 2001).
El amo de las tumbas [The Lord of Tombs] (novel, two editions: Spain, 2001, and Cuba, 2003).
Los Cuervos [The Crows] (novel, three editions: Cuba, 2002, Spain, 2004; Cuba, 2004). Dulce María Loynaz National Award, 2001.
La saga del perseguido [The Saga of the Persecuted] (novel, 2003). Alejo Carpentier National Novel Award, 2003.
Posthumously, in the first trimester of 2005, Las alcobas profundas [The Fathomless Bedrooms] (stories), Rafael Soler National Short Story Award, 2004, and El mendigo bajo el ciprés [The Beggar Under the Cypress] (novel).
I knew Guillermo’s humility in 1984, and it was one of my teachers, the Cuban novelist José Soler Puig, who presented the edition in layout of a short story that later also became a classic: Se permuta esta casa [This House is for Trade], with which Guillermo had won the Marcos Antilla Award, very important for that decade. I remember the terror and the admiration with which my colleagues and brothers Alberto Garrido (today an essential voice in Cuban narrative), Marcos González and I went to get that work autographed. I remember his eyes, large, clear, showing a true humility, in spite of what the teacher Soler (very well-known for not giving vain praise) said: “I am not presenting a promise to you; I am presenting a writer, and I bet that the work of Guillermo Vidal will soon be widely mentioned.”
We communicated later, as always, competing in events where our short stories remained finalists. I won the National Meeting of Literary Workshops in 1986 (which took place in those years with the winners by genre from all the provinces of the country). My story was called Yo soy el malo [I am Evil], and his, Den paso a la cieguita [Let the Blind Woman Pass], another of his classics. I remember his embrace in the award ceremony, sincere, natural, very cordial, as if he had known me for centuries. That same year the retaliation happened. His book, Se permute esta casa [This House is for Trade], and mine, Yo soy el malo [I am Evil], competed for the important Writers Union David Award, then the most coveted award for young authors in the country. Guillermo won with one of the books that today is considered a kind of classic in Cuba. When I heard the news, I wrote him a telegram that still exists: “Guille, you fucked me, but I feel as if your award were mine. A hug.” Since then we called each other to give congratulations for every one of our awards. Solangel Uña, his wife, said many times: “Although he lost, he was glad in an unbelievable way if the winner was a friend. He would spend days overjoyed, telling everyone, “That bastard beat me. I always said he was going to be good.”
He called me by telephone to tell me: “Little writer, listen to this little story so you will learn to write,” and I would listen to his story. I would tear it to pieces, and he would rewrite it based on my opinions. I would call him by telephone: “Writer’s apprentice, list to this fragment of a novel so you will stop believing you are a novelist,” and he would listen to my fragment. He would tear it to pieces, and I would rewrite it based on his opinions.
We forged ahead like that, encounter by encounter, visit by visit, telephone call by telephone call, trip by trip, discussion by discussion, email by email, a friendship too strong for his death to not have marked me for life. My family was his family, and his is mine today. And I still think I hear his advice, his telephone calls of concern for me so I won’t fall into the provocations of those who never looked well upon the fact that we said what we thought and we wrote what we wanted, without believing in censorship or opportunistic publication of our thoughts in search of sinecures, like some still do. I remember his trusting words of faith that things were going to change, “because we are reaching the bottom, Amir, and when you reach the bottom there is only one way out: up.” And those words were backed by his actions in life, in his ethic of respect for different ways of thinking: “something that we need a lot in this country,” he would say.
Some twisted person, a mediocre and idiotic culture director, who did not see beyond the political blinders he was ordered to wear, once doubted the honesty of a simple fact: Guillermo boasted about being a friend of the Cuban Minister of Culture, Abel Prieto, also a first-class storyteller, and of being friends with Patricia Gutiérrez Menoyo, the President of the Plaza Mayor publisher of Puerto Rico, in whose Cuban Culture Collection Las Manzanas del Paraíso [The Apples of Paradise] would be published.
The bent and blind cultural director found only the contradiction: Abel Prieto was a member of the Cuban government, and Patricia Gutiérrez Menoyo was the daughter of the ex-Commander guerrilla, Eloy Gutiérrez Menoyo, the founder of the group Cambio Cubano [Cuban Change], which promotes a peaceful and democratic transition on the island.
Guillermo Vidal found something more human and more pure: “Abel and Patricia are people of culture; that is to say, they are part of me, although other minor things can separate them. But they are human beings of good heart, at least with respect to me, and that’s all that is important. So they will continue to be my friends, even when I have my own differences with them.”
And so it was: a man who preferred to connect through comprehension, dialogue and respect for different beliefs.
In his final days we nursed him in my house in Central Havana, before they took him to the Calixto García Hospital, where a medical team headed by Doctor Lázaro Martínez tried to decipher the reasons for his asphyxiation attack. There we planned many things. He felt the need to write, and he now realized he was the owner of his written creations. He did not want to believe that Matarile, Las manzanas del paraíso, Los cuervos and La saga del perseguido [Song in Round, The Apples of Paradise, The Crows and The Saga of the Persecuted] were major Cuban novels of the 20th century, like we and many writers told him. “When the critics don’t talk about a novel there is a reason,” he told us, full of doubt, since he was incapable even of realizing that in Cuba the majority of critics (also novelists, of course) spent years trying to achieve the genius that he managed without very much effort, and for that reason it was not convenient for them to accept the reality of his greatness. Only the storyteller and essayist, Alberto Garrandés, dared to write and publish this: “Vidal has become, I believe, the best living novelist among us, if that distinction – perhaps a mere phrase – has some meaning inside his probable skepticism toward human glory.” And that simple sentence incited no small amount of venomous comments in the minor cultural milieu of supposedly great glories of Cuban literature.
When I found out about his death, days after we sent him back to Las Tunas to terminate his recuperation under medical treatment, I wrote a brief message where I communicated his loss to friends, and I posted it on the Internet. In barely a couple of hours, I received more than 100 messages from every part of the world, and again I had to tremble before a truth that we both had defended: the brotherhood of humanity above beliefs and differences of any nature. All Cubans, no matter where they live in this world, who knew him or listened to Guillermo Vidal talk, responded with beautiful messages on the significance of his death for Cuban culture. And at that moment again, the dignity of a man like him dealt a demolishing blow to intolerance and the lack of dialogue that has divided and still divides Cubans in relation to the search for a road for the country: the differences disappeared, and all of us were united in grief as we really are, brothers. I believe that this was the best homage we ever gave Guillermo.
Perhaps he knew that he was going to die. For that reason he named me as his literary executor. For that reason he left to all of us who knew him his most beautiful and sad testament: “I know that if I depart, I will go with Christ,” the most beautiful testament; “It pains me to depart without having been able to leave to my son and to you a worthy place to live,” said to his wife, Solangel, the saddest testament. That a man who contributed so much to thought and to Cuban culture would have gotten sick and died (among other causes) through the bad living conditions of his tenement, and that his son of five years old and his wife are still living in that dark pigpen in a marginal neighborhood in Las Tunas, is something that many people should be ashamed of, since all the power that they say they have (and that they have used many times to foment the intolerance that Guillermo criticized in life) has not been enough to find a solution for such a simple thing.
A great writer will continue being one in spite of all that. His work remains. His memory remains. His example of being human and a son of God remains. And even in that I am tied to Guillermo: it was he who one day showed me the beautiful face of Christ, which changed my life forever.
A couple of days before dying, in one of his attacks, Guillermo started to scream, desperate: “If someone thinks that I am now going to renounce Christ, he is very mistaken; I am going to Christ.” Several days after his death, my three-year-old son, who since he was a baby felt a predilection for the uncle he called “Yiyi,” stopped in front of the poster that his family gave me as a souvenir and that I have in my library together with all his autographed books. He looked at it a few seconds and then said, “Papa, Yiyi is in the sky with Jesus Christ, and he is going to come flying to see me.” We had not even told him that his uncle Guillermo had died. How did he know? Only God knows. But from that moment, because we know that God speaks through children, we confirmed that Guille was in the place that he so much had yearned for: at the right hand of God.
It seems like an ending for a novel, but it is life. Guillermo, wherever he is, would be pleased. We prefer to remember him like that: a rascal, smiling, always ready with a joke to make his friends laugh, mocking without cruelty, critical without being aggressive, a joker in the most Cuban way.
As in that photo we took, all the Cubans who attended the International Book Fair of Guadalajara, invited by the Plaza Mayor publisher. In the photo, which I am posting here, appear very well-known Cuban writers, who live on the island or in other countries. From left to right, in the first row and seated: the poet Sifredo Ariel, the pubisher Patricia Gutiérrez Menoyo and the poet Emilio García Montiel; in the second row: I, the poet and storyteller Odette Alonso, the researcher Rita Molinero and the storyteller Miguel Mejides; and in the last row, standing: the poet Agustín Labrada, the storyteller Andrés Jorge and Guillermo Vidal.
When we saw the photo in the digital camera, Guillermo said, very serious but with those lovely green eyes where humor almost danced with enjoyment: “Here are some who call themselves writers.”
I prefer to end, then, with the photo, and with the caption that he proposed that day.
The very famous world writer Guillermo Vidal and some unknowns.