La elegancia y la sutileza de Eduardo Manet

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 30-01-2016

Eduardo G. Manet (Santiago de Cuba, 1930)

Eduardo G. Manet (Santiago de Cuba, 1930)

 

Acabo de leer una novela fina, elegante, trascendente y culta: La amante del pintor, de Eduardo Manet; una obra que destila, como los vinos añejados, ese aroma sutil de las esencias, en este caso, humanas. ¿Cómo es posible que esos renombrados y siempre bien informados críticos amantes de establecer cánones a partir de las usuales capillas y élites que pululan en nuestros «predios cubanos» en la isla y el exilio no hayan incluido ya a esta excelente novela en sus usuales selecciones de lo más selecto de la literatura cubana de estos últimos años? ¿Padecerán ellos ese mismo síndrome ─que Manet cuenta en la novela─, que hacía que ciertos «catadores» de la pintura en Francia, encargados de seleccionar las mejores obras para participar en los famosos Salones de París, durante décadas enteras rechazaran obras de Edouard Manet, Edgar Degas, Claude Monet, Auguste Renoir, Paul Cézanne, hoy consideradas clásicas?

portada-novela-manet-chicaDejando a un lado estas injusticias humanas que, como se demuestra en la novela, sólo el tiempo puede borrar, confieso que hacía muchos años no disfrutaba de esa elegancia, esa sutileza y esa maestría natural que disfruté hace ya mucho tiempo, cuando a mis 14 años uno de mis primeros maestros, el gran José Soler Puig, me recomendó leer En busca del tiempo perdido, de Proust, porque sólo así, según sus palabras, yo lograría entender dónde había aprendido él a crear esa atmósfera única de ligereza profunda, esa sensación de asistir a un instante espiritualmente inmenso a partir de la recreación de instantes de nuestra cotidianidad que pueden parecernos burdos, ese espíritu de eternidad que se respira en su mejor novela, El pan dormido.

La amante del pintor ─a partir de una anécdota con tintes autobiográficos: la posible relación familiar entre el gran impresionista francés Edouard Manet y Eduardo González Manet (nombre real del escritor santiaguero-francés Eduardo Manet, autor de la novela aquí comentada)─, recrea la historia de una pasión que va más allá de la simple carnalidad entre los personajes para conformar una crónica que permite al lector adentrarse en una de las épocas más luminosas de la vida cultural francesa del siglo XIX: el surgimiento y expansión del movimiento impresionista, y el universo creativo y personal de algunos de sus más reconocidos representantes, en un juego de exquisita sutileza en torno al triángulo de pasiones íntimas y públicas de Edouard Manet, Eva Gonzáles (sú única alumna) y  Berthe Morisot, observados todos desde otra esquina por la benévola resignación amorosa de la pianista holandesa Suzanne Leenhoff, esposa del pintor. Se recrea así, además, otra de las marcas que dieron un toque de distinción y renovación al impresionismo francés: la irrupción de las mujeres en la pintura, un ámbito hasta entonces reservado casi en exclusividad para los hombres, gracias a los trabajos de Mary Cassatt, Marie Bracquemont y Berthe Morisot, por sólo mencionar a las que se considera «las tres grandes damas del impresionismo».

Escrita originalmente en francés y publicada en ese idioma en el 2011, para luego ser traducida y publicada en español por Plataforma Editorial en el 2013, incluso para quienes nos consideramos amantes de la pintura clásica (y que, por ello, nos creemos identificados con las biografías de sus principales exponentes), esta novela de Manet ofrece la posibilidad de meternos muy dentro de la piel de algunos de esos personajes, conocer sus dilemas creativos, sus luchas por no plegar su visión del arte a los rígidos cánones de la cultura oficial imperante, e incluso sus pasiones, bajas o encumbradas. Y en ese contexto de realización humana, de amor por la alta cultura, de respeto y culto por los más humanistas valores de la creación artística y literaria, y tal vez precisamente por todo ello, la pasión entre el pintor Manet y su pupila Eva Gonzáles (ella tenía apenas 20 años cuando se conocieron) aparece como la luz de una vela que titila bajo todas las brisas tormentosas que sacudieron esa época, una vez mustia y triste, otra vez bulliciosa y brillante. Un gran amor empañado por la promiscuidad, la traición, las singulares estocadas que lanza siempre todo triángulo amoroso a sus puntas y algunos secretos tan bien guardados que aún al terminar la novela surge la pregunta que intenta responder a la anécdota que dio comienzo a la historia: ¿Acaso bromeaba el padre de Eduardo Manet aquel lejano día a la revolución cubana en que le confió inocentemente la noticia? «¿Sabes que descendemos del pintor?».

Sin esos alardes técnicos que suelen impactar a los críticos literarios; narrada con la naturalidad rumorosa con la que descienden las aguas de esos manantiales que abundan en la Sierra Maestra de ese Santiago que vio nacer al escritor Manet en 1930; configurada mediante la resurrección asombrosa, casi real, a veces cinematográfica por lo visible, de personajes de una solidez dramática que se quedan en la memoria del lector, y ambientada en escenarios recreados que demuestran una profunda búsqueda histórica previa a la escritura de la novela, La amante del pintor es, por méritos propios y no por el capricho de alguno de esos críticos que hoy la desconocen, una obra importante. No he leído más nada de Eduardo Manet (escribe en francés y, por desgracia, creo ya demasiado para mi cabeza el poder leer en inglés y alemán), pero me ha bastado con esta historia suya para saber que me encuentro ante un escritor imprescindible de nuestras letras, las letras cubanas, aunque él cree estos mundos fabulosos en el idioma de ese otro gran monstruo de la literatura que fue Émile Zola, un gran amigo de los protagonistas de La amante del pintor.

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