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Soy un escritor cubano: esa es mi cruz. Cada ser sobre la tierra carga su cruz personal e intransferible, con idéntica cuota de amor y agonía, desde que nos hizo Dios o el gran estallido.

No habito Cuba: Cuba me habita.

Y amo mi isla con la misma rabia en que la padezco. Amo su diversidad y padezco sus cegueras. Amo a Benny Moré y a Celia Cruz, a Fernando Ortiz y Moreno Fraginals, a Lezama Lima y Eugenio Florit, a Carpentier y Cabrera Infante, a Enrique Arredondo y Guillermo Álvarez Guédez; a Wifredo Lam y Cundo Bermúdez, y padezco las razones absurdas que intentan negarle lo que son: patrimonio de todos los cubanos, por encima de credos, filiaciones, intolerancias y extremismos.

Desde esa Cuba escribo. Buscando librar a mis palabras del encierro que impone esa «maldita circunstancia del agua por todas partes», de la que habló Virgilio Piñera. Porque soy dueño de un país íntimo, intransferible, que ninguna coyuntura de poder puede arrebatarme: una Cuba que viaja conmigo a todas partes, libre, seductora, altiva y rebelde.

Mis personajes gravitan sobre esa Cuba como fantasmas. Como Cuba, ellos también me habitan, seducen, esclavizan; dictan las historias que otros locos disfrutan o padecen en mis libros.

En un mundo sin diálogo como el que nos toca vivir, creer en la libertad de la palabra es de locos. Me confieso empecinadamente loco.

La libertad de los locos es una de las pocas cosas hermosas que todavía hoy hacen habitable este mundo. Y por eso, trasladar esa libertad a mis historias, a mis personajes, y que desde allí conquisten a mis lectores, es un sueño que cada día me persigue.

Pienso que a este planeta nuestro le hace falta bastante de esa hermosa y libre locura.

Por eso escribo.