“La voz de los sin voz” ó el concierto desvelado de las víctimas de la marginalidad en la actual novela negra cubana.

Conferencia leída en el Festival Internacional Medellín Negro, de Colombia, el 28 de noviembre de 2013

 

Mozart, Sancho Panza y Kafka no son un músico austríaco, ni el escudero de Don Quijote (Caballero de la triste figura creado por Cervantes), ni el narrador checo considerado el mayor maestro del absurdo. Son tres perros: un cooker americano, un chau chau y un lebrel afgano.

1984 no es un año, ni mucho menos la genial novela donde el inglés George Orwell denuncia la esencia de los regímenes totalitarios. Es una casa de cita, “posadas” las llamamos en Cuba; ya se sabe, esos sitios donde los amantes furtivos van a entregarse a los placeres de la carne.

Moby Dick no es la mítica ballena blanca magistralmente convertida en personaje de la literatura universal en la novela más leída de Hermann Melville. Es el más conocido burdel clandestino en la internacionalmente promocionada playa de Varadero.

Y “Las Faraonas” no son las mujeres de los faraones en el Antiguo Egipto. Eran, en La Habana de fines de los noventas e inicios del 2000, las seis más cotizadas jineteras (así llamamos los cubanos a las prostitutas).

Hago estas referencias porque muchos de los males sociales de los que voy a tratar existen en todas partes de este Planeta azul: lo mismo aquí en América Latina (eso que muchos llaman Tercer Mundo) que allá, en la Europa de donde vengo y donde vivo. Lo distinto está en el simple hecho de que en Cuba hicimos una Revolución para que esos males dejaran de existir (no por gusto a Cuba se le llamaba entonces “el burdel de las Américas”, “Las Vegas del Caribe”, etc.), pero debido a circunstancias que no podríamos analizar aquí sin apartarnos del asunto que nos ocupa, 50 años después esos males sociales continúan y, en la mayoría de los casos, a niveles que ya será imposible de erradicar. Y también distinto es la asunción de esa marginalidad: el cubano, aunque parezca una exageración, se ha convertido con el paso de los años en un individuo marginal en todas las facetas de su vida, pero, como demuestran los ejemplos anteriores, el alto nivel cultural del pueblo (virtud histórica que el programa cultural de la revolución se ocupó de elevar a niveles muy altos) le permite establecer una interrelación curiosa, sui generis, incluso humorística con la marginalidad. Cuba, en fin, es un país marginal. No lo digo yo: me atengo simplemente al concepto de marginalidad aceptado por los organismos internacionales: “marginal es aquella persona que se ve obligado a delinquir cada día para alimentarse; a vivir en extremas condiciones de insalubridad, habitabilidad y promiscuida;, a mentir o utilizar la doble moral para defenderse del entorno y a eludir constantemente las regulaciones sociales impuestas por el Estado y las leyes en una sociedad[1].

Distinto todavía más resulta que en otras latitudes estos sectores suelen ser marginados por razones bien distintas a las razones cubanas: precisamente al tratarse de un fracaso en el programa social de la Revolución, el gobierno ha intentado que la marginalización de la sociedad no sea conocida internacionalmente. El resultado más evidente es el silenciamiento de las voces de quienes se ven condenados a vivir día a día esa dura realidad social. La novelística cubana, por desgracia, salvo raras excepciones, ha estado ajena a esa realidad y es precisamente la novela negra quien ha venido a hurgar en esa llaga.

 

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La primera pregunta que tendríamos que hacernos es: ¿puede hablarse de una novela negra cubana? Y es que más allá de Leonardo Padura, cuyas obras son muy reconocidas internacionalmente, no suelen ser muy mencionados (salvo en algunos foros especializados) otros importantes nombres dentro de esa modalidad narrativa que, sin embargo, tiene una larga tradición en Cuba.

Desde quien se considera el iniciador de la novela negra cubana: Ignacio Cárdenas Acuña hasta un nombre tan reciente como Yamilet García Zamora, existe un desconocimiento bastante extendido de la amplia propuesta novelística cubana en este campo, para no mencionar que los estudiosos suelen ignorar absolutamente la novelística negra que se escribe por cubanos en latitudes tan distintas y distantes como Ciudad México, Texas, Londres y Melbourne. Como para no faltar a lo que ya viene siendo una regla de muchos modos colonialista, todas las menciones señalan repetidamente a quienes hemos tenido la suerte de obtener premios y estar publicados en la llamada “Madre Patria”, España, siendo los más mencionados por la crítica literaria y estudios académicos, en este orden; Leonardo Padura, Amir Valle (disculpen que me vea obligado a mencionarme), Daniel Chavarría y Lorenzo Lunar Cardedo. Bastante lejos, a pesar de haber sido iniciadores del género en Cuba, se suele mencionar a Justo Vasco y José Latour.

Pero sí, más allá de estos repetidos nombres, existe una novela negra cubana, múltiple, plural, ocupada de escenarios muy diversos de la realidad cubana en la isla o allí donde los cubanos habitan su exilio, y necesitaría yo tres o cuatro conferencias como esta para poder hablar, con todo el detenimiento que merecen, de las que me parecen las más destacadas de esas obras. En principio, y arriesgándome a olvidar algún autor, creo que no puede hablarse de la actual novela negra escrita por cubanos sin analizar, además de los antes mencionados, a Ena Lucía Portela, Reynaldo Cañizares, María del Carmen Muzio, Eduardo del Llano, Rebeca Murga y Nelton Pérez (residentes en la isla) y Antonio Álvarez Gil, Karla Suárez, Reynaldo Lugo, Yamilet García Zamora, Teresa Dovalpage, Humberto López y Guerra y Carlos Alberto Montaner, por sólo mencionar a quienes han publicado obras recientemente.

Quien se acerque a estudiar esta novelística tendrá que enfrentarse a dos fenómenos de mucho peso que hicieron que la crítica literaria nacional no se ocupara de mirar y promocionar como debiera la producción nacional: por un lado, la focalización de la mirada de los narradores de la isla en dos modelos novelísticos esenciales, dos tótems míticos de lo que se consideraba “alta literatura”: Alejo Carpentier y José Lezama Lima, cuyas monumentales y muy singulares maneras de entender y abordar la creación literaria hicieron creer a muchos que la novela debía ser lo que ellos entendían como novela para tener validez, lo cual extendió el credo de que la escritura de otras modalidades como la novela de ciencia ficción, novela infantil y juvenil, novela policial o negra eran géneros menores. Bajo ese impacto negativo no fue hasta la aparición de Leonardo Padura, y el consabido éxito de su serie negra fuera de la isla, cuando se comenzó a entender que una novela negra podía, también, ser una novela de altísimos quilates. Por otro lado, la monopolización de la novela policial que hizo el Ministerio del Interior de Cuba, y por extensión los ideólogos militares, provocó una riada descomunal de malas novelas durante todo el período comprendido entre las décadas del 70 y el 80, imponiéndose el esquema de que esa modalidad narrativa era la representante por excelencia del modelo que todo escritor cubano debía seguir: el realismo socialista, aún cuando resultara risible que precisamente esas novelas parecían salidas de la más profunda creencia fantástica o de ciencia ficción: los personajes, respondiendo a lo establecido por las rígidas normas de sus patrocinadores, los militares, jamás ponían un pie fuera de esas normas: los negativos eran diablos y los positivos ángeles, creando una amplia galería de héroes y bandidos tan acartonados que no resultaban creíbles ni siquiera en la también acartonada y falsa historia que contaban.

Se fundaba así el primer muro que tuvimos que derribar a puro mandarriazo los que vinimos después: demostrar que podíamos escribir novelas a la altura de esas otras “no policiales o negras” y, sobre todo, que en un país donde cada novelista es reconocido por la solidez y eternidad literaria de sus personajes, podíamos también crear nuestros personajes lejos de los esquemas ideologizantes y absurdos que se le imponían al género.

Los primeros pasos en este camino de revalorización estética lo dio precisamente Ignacio Cárdenas Acuña, como ya dije, fundador del género, quien en su primera novela Enigma para un domingo (1969) decidió continuar la saga trazada por los maestros norteamericanos y trasladó esa atmósfera oscura, viciada y controvertida de las novelas de Hammett y Chandler a una Habana que, ciertamente, nada tenía que envidiarle a las ciudades norteamericanas de estos dos maestros, entre otras razones simples porque no podemos olvidar que Cuba, incluso hasta mediados de los años sesenta, siguió viviendo en espíritu, básicamente en sus noches, el legado del imperio de corrupción moral, social y política que dejaron figuras de la mafia como Lucky Luciano y Meyer Lansky durante todos esos años en que vivieron o dominaron nuestra capital.

Esa oscuridad, obviamente, nada tenía que ver con los modelos del realismo socialista y se impuso una norma para contrarrestar a algunos pocos escritores que querían hablar de Cuba y sus conflictos desde esa perspectiva: la norma era simple, el Ministerio del Interior encargó a sus oficiales más “ilustrados” escribir novelas policiales y de contraespionaje donde se resaltara el heroísmo del pueblo, la Revolución y sus dirigentes, en la lucha contras “las lacras del capitalismo”. Para estos escritores por encargo se concibió un “Manual de la novela policiaca revolucionaria cubana”, donde se establecía cómo debían ser los personajes, los ambientes y qué debía resaltarse de cada bando enfrentado en las tramas noveladas. Cada uno de esos títulos era publicado en cientos de miles de ejemplares, que se vendían a la población a un valor ridículo: entre 40 y 80 centavos de peso cubano (en ese tiempo unos 25 centavos de dólar).

La luz, sin embargo, empezó en la inconformidad de los verdaderos creadores ante la imposición de este modelo: “empezamos poco a poco a cambiar las normas, haciendo intentos hasta ver dónde la censura nos dejaba. Sabíamos que teníamos que aceptar muchas de aquellas rígidas normas, pero nuestra rebeldía consistió en ir colocando, muy sutilmente, cambios en el lenguaje, en el comportamiento de los personajes… y creo que fue así que logramos ir abriendo una grieta en ese muro de absurdos[2]”, me dijo Justo Vasco en una entrevista, poco antes de morir en el año 2006. Y menciono a Justo Vasco porque quiero hacer aquí un pequeño homenaje: la crítica, muy desatinadamente, atribuye al uruguayo nacionalizado cubano Daniel Chavarría, los méritos de obras que escribieron juntos (Completo Camagüey, de 1983; Primero muerto, de 1986 y Contracandela, de 1994). Sin embargo, un estudio a la obra posterior de Chavarría y Vasco, además de los testimonios de ellos mismos y de quienes estaban cerca en esas épocas, dejan claramente demostrado que los méritos de adquisición de la cubanía en esas novelas: el rescate de los giros de la marginalidad social, la incorporación de personajes de la marginalidad, y la configuración del mundo marginal en el que transcurría la trama, se debían al profundo conocimiento que Justo Vasco tenía de esos mundos subterráneos. Chavarría, incluso hoy, para quienes hemos vivido en la verdadera marginalidad social en la que se hunde cada día el cubano es incapaz de crear esas atmósferas porque desde su llegada a la isla ha vivido en un mundo cerrado donde esa dura realidad es observada sólo desde lejos. Sin embargo, su amplio poder narrativo hace “disfrutables” esas historias que, repito, para quienes tuvimos que vivir cara a cara con esas duras realidades, nos resultan calcos falsos, estereotipados de un modelo contemplado desde la comodidad de un lujoso apartamento en el Vedado. Sin embargo, ahí están las novelas Mirando espero (1998) y El guardián de las esencias (2007, póstuma), obras posteriores de Justo Vasco, cubanísimas, marginales, profundamente humanas, para quienes haciendo un poco de literatura comparada quiera comprobar a quién corresponden los méritos antes citados.

Lo cierto es que, sin esas grietas talladas sigilosamente en el muro de la intolerancia oficial, Leonardo Padura no hubiera podido abrir definitivamente la puerta con su serie de novelas negras, de modo que pudiéramos entrar los que llegamos después. Y nótese que digo “novela negra”, con todo propósito, pues es Padura el que deja atrás los esquemas de la novela policial, de la novela de contraespionaje y de la novela de intriga, y apuesta por una novela donde, a partir de un suceso de índole criminal o delincuencial, se urde una trama que hurga en los conflictos “prohibidos” por la moral socialista, a pesar de que esos conflictos formaban parte del día a día de cada uno de nosotros, los cubanos. Lo importante, a partir de Padura, es el reflejo que hace la novela negra de la sociedad cubana, las preguntas que le lanza a esa sociedad y a sus gestores, los vasos comunicantes que va abriendo entre la realidad real y la realidad ficcionada relegando la resolución del caso y, en ocasiones, el caso en sí, para un lugar muy oscuro y apartado de la escenografía principal donde ocurre la trama.

 

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La segunda pregunta que podríamos hacernos nos acerca un poco más al tema de esta charla: ¿es la novela negra cubana un reflejo del mundo político-social convulso y complejo que vive la sociedad de la Cuba actual?

Debo ser totalmente sincero: si seguimos rígidamente las normas del género habría que decir que no. Obviamente, la marginalización extendida a todos los ámbitos de la sociedad cubana actual encuentra reflejos en la literatura, básicamente en la cuentística. Sin embargo, resulta bastante sintomático que la novelística, con muy escasas excepciones, siga apostando por la “novela mayor”, por la “alta literatura”, concentrándose mayormente en juegos literarios basados en nuestra  realidad, sólo utilizada como escenario, trasfondo o pretexto. Entre esas excepciones podemos citar el caso de autores como Félix Luis Viera, Guillermo Vidal. El primero, hoy residente en México, antes de que lo hiciera Lorenzo Lunar, rescató las voces marginales de los seres marginados que pululaban (y aún hoy pululan) en el barrio El Condado, de Santa Clara, y lo hizo magistralmente en dos obras clásicas de la novela cubana: Con tu vestido blanco (1987) y El corazón del rey (2010). Por su parte, Guillermo Vidal, fallecido a los 52 años en la plenitud de su madurez literaria, se ha ganado la condición de ser considerado el más importante novelista cubano después de Alejo Carpentier, Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante, gracias a esas novelas donde asumía las voces de los seres marginados de su ciudad natal (Las Tunas, en el oriente del país): Matarile (1994), Las manzanas del paraíso (2002), La saga del perseguido (2003), Los cuervos (2004),  y sus novelas póstumas Salsa Paradise, El mendigo bajo el ciprés y Las mieles secretas, entre otras.

Al tener que se publicada en Cuba, la mayoría de la actual novela negra cubana, aunque asume estos temas lo hace desde una perspectiva que busca evitar la censura, lo cual lastra la profundidad de captación del conflicto narrado y también es importante decir que todavía sobreviven (y son las que más se publican) aquellas novelas escritas a base de dogmas ideológicos impuestos, acomodadas en cierto espíritu crítico a los tiempos de cambios y transformaciones que corren, pero siempre quedándose a mitad de camino.

En el exilio, lamentablemente, la novela negra ha seguido por dos caminos muy definidos: la temática del contraespionaje y los sucesos internacionales en los cuales están implicados el gobierno cubano, y la rememoración de sucesos oscuros ocurridos en Cuba. Pero en ningún caso (con excepción de los autores Justo Vasco y José Latour) se puede hablar de obras que buceen, analicen, entiendan y novelen la marginalidad social.

Incluso en Padura, en sus novelas de la serie Las cuatro estaciones (Pasado perfecto, de 1991; Tiempo de cuaresma, de 1994; Máscaras, de 1997 y Paisaje de otoño, de 1998), la realidad cubana aparece en un grado epidérmico, como una mirada que otea por encima de las turbulentas aguas de ese mar de marginalidad social que es la isla toda. Sólo en La neblina del ayer Padura se zambulle en esas aguas y va hasta el fondo, y precisamente por ello resulta su novela más humanísticamente compleja, más real, el momento más carnalmente cubano que logra su personaje Mario Conde. Hasta ese momento, en estas y otras obras de Padura, lo esencial no es la conversación con la marginalidad, ni la transmisión novelada de esos códigos tan presentes en la vida cotidiana del cubano, sino más bien un muestrario múltiple de los traumas de una generación (la de Padura) y todos los desengaños, pérdidas, traiciones y sueños perdidos por los cubanos de esa generación. Y es justo en La neblina del ayer donde Padura se convierte en un auténtico trasmisor de la esencia más cubana de nuestra marginalidad, algo que en sus anteriores novelas sólo había tocado en lo referente a la psicología de Mario Conde y de su ámbito generacional, y salta al amplio escenario del trauma nacional. En simples palabras, considero que La neblina del ayer es la novela en la que Padura se convierte en un verdadero, auténtico y profundo trasmisor de esos millones de cubanos hundidos en la marginalidad que no tienen voz y a quienes algunos nos hemos propuesto dar voz.

Repito algo ya dicho: ninguna de las novelas de Daniel Chavarría resiste un análisis serio en lo que se refiere a esa conversación, a ese contrapunteo, a ese proceso de reatroalimentación que toda novela negra suele proponer entre la realidad real y el mundo ficcionado. Sus mundos marginales siguen siendo tan falsos que todavía hoy nos vemos obligados a mencionar como sus libros más importantes las novelas Joy (1978) y La sexta isla (1984), a pesar de que tengan muchos de esos dogmáticos estamentos que la normativa ideológica imponía al género entonces.

Más interesante, sin embargo, me parece la novelística negra de Lorenzo Lunar Cardedo, especialmente en sus novelas Que en vez de infierno encuentres gloria (2003), La vida es un tango (2005), Usted es la culpable (2006) y, más reciente, Proyecto en negro. Sus novelas asumen realmente la voz de los personajes del barrio El Condado, en Villa Clara, al centro de la isla. Un barrio marginal donde la droga, la prostitución y la doble moral son un caldo de cultivo para personajes de toda índole, lo que llamaríamos una verdadera fauna de lacras sociales, que se debaten en sus miserias y constantemente están enfrentados a las preguntas existenciales que todo cubano se hace, entre ellas, la más frecuente: ¿por qué soy marginal si vivo en una sociedad que niega al mundo la existencia extendida de la marginalidad?

 

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Los críticos han señalado en mis novelas una mirada muy específica de la marginalidad cubana actual. Otro autor que se ocupa de los temas de la marginalidad, Pedro Juan Gutiérrez, suele bromear en nuestros encuentros con una curiosa circunstancia: “es que tú y yo, Amir, vemos la ciudad desde la misma perspectiva”, me dijo hace unos años. Siempre tengo que reírme, porque realmente mi Habana y la de Pedro Juan es La Habana de las drogas, del mercado negro extendido en todos los barrios, de las jineteras, de los pequeños capos de la droga, de la doble moral, del sexo entendido como juego del día a día…pero, sobre todo, es La Habana de la lucha por la supervivencia a cualquier costo.

La afirmación de Pedro Juan tiene de fundamento a una coincidencia: en Centro Habana existe una pequeña calle llamada Perseverancia, de apenas dos cuadras. Pedro Juan vive en la azotea en un extremo de esa calle, en el más alto con vista al malecón, y yo viví muchos años justo en la azotea del más alto edificio en el otro extremo de esa misma calle. Vivimos a pocas cuadras del barrio de Colón, famoso por ser el barrio de los burdeles antes de la Revolución. Y en los últimos tres años de mi estancia en Cuba, viví en otro barrio, Los Sitios, desde los años 50 y hasta hoy conocido por sus altas tasas de delincuencia y por ser el centro de la prostitución homosexual y de travestis en La Habana.

¿Puedo escribir de otra cosa? Es posible, pero realmente no me interesa. Creo que un escritor tiene una responsabilidad social que cumplir, especialmente cuando la sociedad en la que vive tiene problemas sobre los cuales es necesario meditar. Creo, como Vargas Llosa, como Carlos Fuentes, como Octavio Paz, como Gunter Grass, que la responsabilidad de un escritor es captar la esencia del tiempo que vive y hacer una profunda incisión en los males de ese tiempo, sean del signo ideológico que sean. Un inconforme eterno. Y al descubrir que como periodista graduado no se me permitían establecer mis criterios críticos  sobre los problemas nacionales, desistí de convertirme en un “periodista puro” y me dije que no  me callarían jamás. Me bastó mirar más allá de mi ventana, en la puerta de la calle, para descubrir que ése era el verdadero mundo que debía aparecer en mis novelas. Me propuse no escribir una literatura crítica, donde se vieran las costuras de lo ideológico o de mis deseos de criticar lo mal hecho. Y fue entonces cuando descubrí que la solución era asumir la voz de esos que llevaban años sin ser escuchados, contar sus historias cotidianas, sus traumas, sus ilusiones perdidas, sus frustraciones y sus escasas esperanzas en el país que anunciaba al mundo ser el país perfecto, el paraíso para los pobres y los humildes.

Pasé siete largos años investigando, entrevistando, viviendo como un marginal para poder escribir mi libro Habana Babilonia, sobre la prostitución en Cuba desde las primeras “mujeres de la vida” que trajo Colón en La Pinta hasta la actualidad. Tuve la suerte de que ese libro, sin aún ser publicado, a partir de un acto de piratería, se convirtiera en el mayor bestseller clandestino en la historia de las letras cubanas, según citan todos los críticos. Simplemente, alguien puso a circular ese libro y cientos de miles de cubanos lo leyeron y aún lo siguen leyendo en la clandestinidad pues sigue prohibido en Cuba. Pero ese libro corroboró mi deseo de seguir asumiendo esas voces: recibí miles de mensajes (conservo más de 6 mil exactamente) en los cuales gente simple de pueblo me agradecía que yo hubiera puesto sobre el papel una realidad que ellos querían, y no se atrevían a comentar.

Y justo de la investigación para ese libro salió mi serie de novela negra El descenso a los infiernos, basada en hechos delictivos reales que las autoridades cubanas decidieron no debían ser conocidas por el pueblo e intentó sepultarlas en el más absoluto silenciamiento, aunque esas historias corrieran, también clandestinamente, de boca en boca.

Las puertas de la noche  (2000) habla de la prostitución infantil en La Habana, a partir de un caso real ocurrido en 1997, de tanta resonancia que los periódicos decidieron mencionarlo y publicaron una brevísima nota de un par de párrafos anunciando la captura de los pederastas extranjeros.

Si Cristo te desnuda (2002)cuenta la historia de un grupo de travestis conocidos como “Los doce apóstoles”, que fueron chantajeados por un proxeneta y obligados a prostituirse.

Entre el miedo y las sombras (2003) toma como centro de su atención la lucha por el control del incipiente pero expansivo mercado de la droga en Cuba, por parte de pequeños grupos organizados con sede en los barrios marginales de La Habana y sus implicaciones con ciertos personajes del mundo militar y de la política cubana.

Últimas noticias del infierno (2004) habló, cuatro años de que se pusiera de moda, de la intolerancia social y política hacia la homosexualidad, a partir de un crimen que conmovió el barrio de Los Sitios y toda La Habana.

Santuario de sombras (2006), también varios años de que Estados Unidos y Cuba lo reconocieran internacionalmente, contó la historia del tráfico de personas entre Cuba y La Florida, a partir de entrevistas que hice a seis sobrevivientes de ese comercio criminal en el que han perdido la vida miles de cubanos.

Finalmente, Largas noches con Flavia (2008), aborda el tráfico de drogas entre Europa y Cuba, utilizando turistas, a partir de la muerte en La Habana de unos turistas españoles a quienes, como se descubrió en la investigación, el narcotráfico había pagado para que entraran como mulas la droga a la isla.

Mi experiencia es simple: yo mismo, viviendo los avatares de la marginalidad, no pude decir durante muchos años lo que pensaba al respecto. Fui una víctima. Y vivía rodeado de esas víctimas que jamás serán noticia porque al menos en otros países hasta los muertos y los criminales tiene su “minuto de gloria” al salir reflejados en la prensa, cosa que no sucede en Cuba. Pero esas voces estaban ahí, me hablaban cada día, me contaban sus historias, y me decían incluso que yo no era un escritor: “escritores son esos que van en traje a la televisión, tú eres uno de los nuestros, mira cómo te vistes, mira cómo haces colas igual que nosotros, como compras en el mercado negro…”. Y esa frase, “tú eres uno de los nuestros”, sentir que ellos depositaban en mí esa confianza de verme como parte de su mundo, fue lo que me decidió un día a poner en mis libros esas historias, a darle voz a los sin voz, a permitir que las voces de las víctimas de los errores de una sociedad se escucharan. Eso he hecho hasta hoy. A fin de cuentas yo también soy una de esas voces.

Berlín 21 de agosto-Medellín 17 de septiembre de 2013



[1] Estefanía, Prof. Dr. Augusto: “Marginalidad, términos de marginalización social e impacto en las sociedades modernas”, en Cuadernos de la UNESCO, No.23. 1984. Página 45.

[2] Vasco, Justo: „Escribo de la marginalidad y qué”. Entrevista concedida al autor de este trabajo el 25 de julio de 2004, perteneciente al libro Los ecos del escriba. Voces de América Latina, de próxima aparición.