De gangsterismo y libreros

Publicado por Amir Valle | Publicado en De Literatura | Publicado el 07-07-2014

libreros-en-cuba

 

Las únicas mafias y los únicos gángsters con poder real que conozco en literatura son esos que mis colegas escritores de novela negra hacen vivir en sus libros. Las otras con cierto poder, por desgracia, son las mafias de ciertos grupillos o capillas literarias (grupúsculos debería llamárseles) que medran, etiquetan, dictan, conforman o deforman el mundo real de las letras, casi siempre patrocinados por colegas que, desde el prestigio ganado o pactado, operan como verdaderos gángsters, aunque en verdad sean tristes figurines de otros poderes más elevados y reales.

Escribo esto luego de la discusión surgida a partir de la publicación en el sitio digital OnCuba del artículo “Todo Chavarría por un Padura”, del periodista Gilberto Padilla Cárdenas. Tuve la “dicha” (y nótese el entrecomillado) de que luego de Leonardo Padura y Pedro Juán Gutiérrez, mi nombre apareciera en la lista de autores más perseguidos por los lectores cubanos de la isla. Y en un comentario en Facebook dije que, luego de ocho años de destierro forzado y casi 15 años ya desde el fenómeno de circulación underground que convirtió a mi libro Habana Babilonia o Prostitutas en Cuba en un bestseller clandestino nacional, el simple hecho de seguir en ese listado, aún cuando sea con un solo libro, es para mí motivo de orgullo.

Pero dejando a un lado lo controvertida que es toda configuración de un listado (que suele provocar enormes malentendidos, equívocos y visiones parciales o erróneas, especialmente como en este caso, en que se nota que el periodista ha investigado en un área muy específica de un mundo tan amplio como el de los libreros particulares en Cuba); dejando a un lado las valoraciones cuestionables sobre el siempre intrincado laberinto que es poner reglas a la relación calidad literaria/ventas, que el periodista desliza a ratos en su artículo; dejando a un lado (y esto es importante) que lo apuntado por el periodista a partir de una cita de Umberto Eco sobre la “deseducación estética del público” se limita a un aspecto menor del asunto y olvida la responsabilidad en ello de un estrato del poder político-cultural (vital, como sabemos, en el caso de Cuba: algo similar a aceptar que el reguetón se impuso sólo porque le gusta al pueblo olvidando el resto del entramado que provocó ese fenómeno social); e incluso (en lo que a mí más concierne) dejando a un lado el hecho de que no acabe de saber si llorar o reir por el supuesto destino trágico al que me condena el periodista o que lo dicho sobre mí contradice la experiencia que me han trasmitido año tras año libreros de La Habana, Matanzas, Santa Clara, Holguín o Santiago (para sólo citar a los que me mantienen al tanto de los azares y avatares de ese mundo), lo más preocupante del artículo es la generalización que hace de la figura del librero, además de injusta, elemental.

Las generalizaciones, la vida misma lo demuestra cada día, nunca permiten llegar a conclusiones o respuestas atinadas. Y los cubanos, por desgracia, parecemos estar condenados a ser unificados, simplificados, ninguneados e incluso avasallados por esa manía. Que hoy en la isla se haya ido imponiendo una especie de ley de la selva, de sálvese quien pueda aunque sea a costa de los demás, que va matando los pocos vestigios del pueblo humanitario y de corazón desprendido que fuimos, ¿significa que “todos los cubanos” son lobos del cubano? Que sean cada vez más visibles los estragos de la doble moral impuesta como regla, norma y ley de supervivencia en todos estos años de dictadura, ¿significa que “todos los cubanos” son deshonestos o que “todos los cubanos” han perdido su humanismo y su espíritu solidario? La respuesta es, me atrevo a ser absoluto, un NO rotundo. Y por eso he podido entender el disgusto de muchos libreros que se han visto metidos de cabeza en el mismo saco con delincuentes disfrazados de libreros, que también los hay, igual que delincuentes pululan en todas las esferas de la vida social, económica y política en la Cuba actual: no puede esperarse otra cosa en un país donde la doble moral, la deshonestidad, la mentira, la manipulación, el abuso del poder, la prepotencia (condiciones que, según los estudios, definen a un delincuente) son características cotidianas del comportamiento de quienes nos han guiado “hacia el mejor de los mundos posibles” durante más de 50 años.

Empecé mi andadura con libreros cubanos en 1984, es decir, hace ya 30 años cuando el oficio de librero particular era algo muy raro. Tiempo después, debido a ciertas circunstancias por todos conocidas, los vi reproducirse por la isla con la voracidad de las esporas. Conocí a muchos, en casi todas las provincias. Y a muchos de ellos debo el haber podido leer libros muy raros, libros prohibidos, libros esenciales pero difíciles de conseguir, en una época en que (a pesar de que se publicaba mucho y los precios eran ridículos) existían listados muy bien controlados de libros que los cubanos no debíamos leer (tampoco hay que decir, lógico es, quién y bajo qué criterios elaboraba esos listados). Años más tarde, tuve la suerte de trabajar como Especialista de Literatura, en el Palacio del Segundo Cabo, en la Plaza de Armas, y allí conocí a libreros a quienes debo buena parte del lector experimentado que creo ser y también, justo es decirlo, una gran parte de la calidad que pueda tener como escritor.

Cada mañana, con el pretexto de tomar un café, salíamos de la oficina (Pablo Vargas, Gerardo Soler Cedré, Alejandro Álvarez Bernal o Alberto Edel Morales, juntos o en parejas), y siempre, luego de calentarnos el estómago, me quedaba un rato conversando con alguno de aquellos libreros. También mi contacto con escritores extranjeros me obligaba a recurrir mucho a ellos, o me hacía caminar la ciudad hasta el Vedado, Miramar, la Víbora y otras zonas donde había libreros, buscando maravillas impresas y, quizás tuve suerte, maravillas de historias sobre el mundo extraliterario del libro que contaban aquellos “mercaderes”. Doy fe así, y aunque prefiero no citar nombres para no cometer olvidos vergonzosos, de que la mayoría de aquellos libreros eran profundos conocedores de la literatura, especialistas que lo mismo podían hablar de un raro incunable del siglo XV que de los últimos títulos presentados en la Feria del Libro. Doy fe de que la mayoría de ellos habían leído mucho más que yo, que por ese entonces me leía hasta cinco libros por semana (sí, aunque parezca exagerado, podía hacerlo: tenía tiempo, fuerzas, deseos, voracidad, trabajaba en ese entorno y, encima, no tenía que buscarme la vida inventando otros oficios, como muchos de mis colegas o compatriotas que debían robar tiempo al tiempo para poder leer). Y doy fe de que en muchas de esas conversaciones recibí lecciones sobre el arte de escribir, las trampas de determinado escritor en sus libros, los caminos que como narrador debía sortear o evitar para escribir mejor. Recibí también, guardo varias historias muy hermosas, lecciones de altruismo y desprendimiento por parte de algunos de aquellos libreros.

Cuento sólo la historia más notable, por cercana: cierto viejo y admirado librero de la Plaza de Armas que prefiero no mencionar poseía la colección El Tesoro de la Juventud. Y curiosamente era esa la edición que me habían regalado mis padres cuando yo tenía 10 años, libros que resultaron fundamentales para mi formación cultural posterior y, seguro estoy, tuvieron mucho que ver con mi decisión de hacerme escritor. De los 20 ejemplares me faltaban 8 (nunca supe cuándo se perdieron) y aquel viejo librero los tenía. Yo iba mucho a conversar con él y un día le hablé de mi deseo de comprarle esos tomos: “quiero que mi hijo tenga la colección completa cuando pueda leer”, le dije, y recuerdo que le comenté porqué aquella colección había sido importante para mí. “Si los vendo por tomo, me desgracio”, me respondió, “después me tengo que comer la colección”. Obviamente, yo no tenía el dinero, ya corrían los tiempos en que aquellos libros se comercializaban básicamente en dólares y con un niño recién llegado al mundo, la necesidad de comprarle leche y pañales (caríiiiiisimos y poquíiiiiiiisimos en cada paquete, como ya saben los cubanos de la isla), me quedaba claro que aquel sería un sueño inalcanzable por un largo tiempo. Pero una mañana de mayo (lo recuerdo porque faltaban días para el primer cumpleaños de mi hijo Lior), cuando ya había dejado de trabajar en el Instituto pero iba de cuando en cuando a visitar a mis amigos allí, pasé a saludar al librero y, casualmente, ese día andaba yo con mi hijo pequeño en el pecho, dormido en el cargador que siempre usaba para llevarlo de paseo, pues quería enseñárselo a una de mis más queridas maestras literarias, la escritora Aida Bahr, que vivía en Santiago pero estaba de visita en La Habana.

— Puedes llevártelos – dijo, señalando a unas pequeñas cajas donde estaban, ya acomodados, los 20 tomos de El Tesoro de la Juventud –. De todos modos me los voy a tener que comer, nadie compra ya esas cosas, así que es mejor que le des un buen uso.

Aunque tal vez llevara algo de razón, lo dijo para no hacerme sentir mal. Por esos días había vendido a un catedrático extranjero un ejemplar de la edición de 1906 de Los negros brujos, de Fernando Ortiz, con prólogo de Lombroso, junto a otras viejas ediciones del sabio habanero sobre ese tema y cuando tuvo el dinero y supo que podría sobrevivir un tiempo, incluso pagando los abusivos impuestos que Eusebio Leal les había puesto a los libreros, decidió hacerme aquel regalo. Lo supe luego por otro viejo librero, antiguo editor, jubilado ya, lamentablemente fallecido hace unos años: “es un vejestorio sentimental, de los que ya no quedan. Me contó que ya se siente mal cuando te ve venir y mirar a esos libros con cara de carnero degollado”, me dijo, riéndose de su propia ocurrencia el editor jubilado.

Esa es la imagen del librero que prefiero recordar.

Pero hay de todo en la viña del Señor, dice la Biblia. Y por ello sería poco objetivo negar que también, entre aquella gente, había quienes sólo veían en el libro un objeto de venta al turista. Recuerdo que, buscando las ventas, incluso los buenos libreros, los honestos libreros, habían asumido la estrategia de colocar en lugares visibles las ediciones cubanas de obras de Fidel y el Ché, libros que solían buscar mucho los turistas de la izquierda nostálgica o militante; pero era fácil diferenciar quién era el verdadero librero y quién el simple mercader: bastaba preguntarles, pues una vez que los llevabas un poquito más allá de las frases aprendidas para vender los libros que mostraban, estos mercaderes se hundían en un océano de incongruencias y disparates.

Recuerdo con claridad un flaco narizón que me fue presentado por otro pirata librero del Vedado: ya se sabe, Dios los cría… Se me acercó interesado en comprar a precio costo ejemplares de la Colección de Cultura Cubana, de la editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico, que yo coordinaba entonces; luego, obviamente, él los revendería, con el agregado de que aquellos libros comenzaban a estar mal vistos (es decir, a poseer el valor añadido de lo prohibido) porque dicha editorial era dirigida por Patricia Gutiérrez Menoyo, hija del Comandante Eloy Gutiérrez Menoyo. Por suerte me encontraba ese día con otro librero del Vedado, con quien sostuve y mantengo una larga amistad: un hombre cultísimo, lector como pocos, pero también experto en el mercado del libro. Mi amigo me hizo una seña de complicidad, se acercó a un estante repleto de ediciones de libros de Fidel, tomó el ejemplar de El hombre y el socialismo en Cuba de 1965 que aquel otro “librero” tenía en venta y preguntó por el libro del Ché que había sido una carta original dirigida a un periodista uruguayo llamado Carlos Quijano, director del semanario Marcha de Montevideo. Luego de enseñar esa mueca de la boca con la que solemos expresar que no tenemos ni la más remota idea de lo que se nos pregunta, aquel “librero” contestó que no había oído jamás nada sobre esa carta, asumió pose de culto entendedor y dijo: “hay mucho invento alrededor del Ché, lo meten en todo, nada más falta que publiquen un libro sobre el sexo según Ché”, pero recomendaba ese libro que mi amigo tenía en las manos: “resume su pensamiento más profundo sobre el socialismo”, dijo, nuevamente con pose doctoral, sin llegar a saber que justo aquel era el libro por el que malintencionadamente mi amigo librero le preguntaba.

“No le puedes dar esos tesoros a todo el mundo”, me dijo mi amigo librero mientras nos alejábamos, aconsejándome no venderle ni un solo ejemplar de la Colección de Cultura Cubana a aquel “colega”: “hay libreros y libreros”, siguió diciendo, “y el dinero es mejor que se lo ganen los que somos libreros de verdad, no esos cabrones”.

Es injusto entonces, repito, colgarle a todos los libreros la misma etiqueta. Aunque lleve ocho años fuera de la isla, tengo muchos testimonios y evidencias de que, aún cuando también existen malas yerbas, sectarismos, etc., el mundo de los libreros en la isla sigue siendo un entorno donde también se valora la literatura no sólo por lo que vende (que tampoco es como para hacerse ricos, justo es decirlo porque otra de las sensaciones que deja el artículo es que estos “gangsters” nadan en la abundancia y pertenecen a esa clase de nuevos ricos que hoy existe en la isla). Un mérito de los libreros es no dejar que miles de libros publicados décadas antes mueran en momentos en que el Estado carga las ferias con libros políticos que verdaderamente pocos leen, e incluso conozco a varios libreros que se han convertido en consultores de académicos extranjeros que luego colocan esos libros cubanos en programas de estudios en universidades de Estados Unidos y Europa. Eso, sin mencionar, a muchos libreros y bibliotecarios independientes que han permitido, y aún permiten, que autores y obras prohibidas por la dictadura escapen a las ferreas barreras del control y la censura y puedan ser leídas por miles de cubanos.

Si es válido el llamado (me parece que honesto) que hace el periodista Gilberto Padilla Cárdenas sobre este fenómeno que él considera ya en estado de plaga (lo cual debe ser, ciertamente, motivo de preocupación), dejar tan abierta la idea de que el gangsterismo está extendido (con lo cual se le pone la etiqueta de gángster a todos por igual e incluso se puede despertar una nueva cacería de brujas contra los libreros) es algo que, además de injusto y poco objetivo, le resta fuerza al llamado a la reflexión que se percibe tras leer este artículo.

Comentarios:

Hay (3) comentarios para De gangsterismo y libreros

Envíe su comentario