De las palabras, las manipulaciones y los recuerdos 3

Publicado por tonimedina | Publicado en De Literatura | Publicado el 30-07-2010

 

 

Inyecciones de miedo

 

“Si nos dividen nos joden”, decía siempre el escritor Guillermo Vidal, a quien no por gusto la mayoría de los escritores de mi promoción llamábamos “el Guille”, así, con el cariño y el respeto con el que achicamos ciertos nombres de personas entrañablemente queridas y profundamente respetadas.

El Guille Vidal, que nos falta hace ya seis años y que antes de su muerte era considerado uno de los novelistas más prolíficos, importantes y originales en la historia de las letras cubanas, defendió ante toda circunstancia la unidad de aquellos escritores que fuimos catalogados como “novísimos”, “postnovísimos” o “narradores del 90” porque “viví en carne propia toda la miseria humana que cayó sobre los escritores de Las Tunas cuando empezábamos a escribir y algunos comisarios de la cultura se aprovecharon de nuestra ingenuidad artística y política y se dedicaron a parcelar, denigrar y poner etiquetas de descalificación literaria y política que hasta hoy sobreviven”, me escribió en una de las respuestas a una de las entrevistas que le hice en sus últimos años de vida.

Siempre que surgía algún desacuerdo entre alguno de nosotros (y éramos en aquellos años 80 y 90 más de cuarenta jóvenes narradores en toda la isla); siempre que a sus oídos llegaba algún comentario que podía romper la unidad de aquel grupo de amigos que empezó a escribir y a conocerse en los talleres literarios a inicios de los años 80; siempre que alguna estrategia cultural (coincidentemente, también siempre, excluyente, parcelaria) amenazaba esa natural unidad nacida en la amistad, recuerdo que nos llegaba la voz del Guille Vidal, o sus mensajes electrónicos, o sus llamadas telefónicas, alertando: “caballeros, carajo, no olviden: si nos dividen, nos joden”.

 

Eran tiempos en que sucedían cosas que parecerán increíbles para muchos. Como, para poner un solo ejemplo, aquella vez en que cierto funcionario del Instituto Cubano del Libro recibió la orden (llegada desde cierta oficina del Ministerio de Cultura) de que mi cuento “Mambrú no fue a la guerra” no se incluyera en la antología “Aire de Luz”, prologada y seleccionada por el narrador y ensayista Alberto Garrandés. Recuerdo que Garrandés vino a verme y me dijo: “he dicho que si no me dejan incluir tu cuento, retiro mi prólogo”. Y entretanto, la voz se había corrido entre otros escritores seleccionados para integrar la antología y en apenas unas horas Ángel Santiesteban, Alberto Garrido, Alberto Guerra, Michel Perdomo, entre otros, me llamaban para decirme que habían comunicado que si se eliminaba mi cuento de la antología, ellos retirarían sus cuentos. Es un gesto de unidad que, obviamente, siempre recuerdo, y agradezco.

Eran tiempos en que, por poner otro ejemplo, la presidencia del Instituto Cubano del Libro (nuevamente “cumpliendo orientaciones venidas desde más arriba”) hacía circular entre un grupo de escritores el manuscrito de la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero, alrededor de la cual había un escándalo (a nivel de la oficialidad cultural, que conste) por el simple hecho de que la obra había sido elogiada (“aupada” era el término que usó la oficialidad cultural entonces”) por la “anticubana revista Encuentro de la Cultura”, dirigida por el “traidor, mercenario del imperio yanqui” Jesús Díaz. ¿El reto al que se convocó a los lectores?: dar criterios sobre la “peligrosidad” o la “conveniencia” de publicar la novela. ¿El resultado de los lectores?: Sin ponerse de acuerdo, la mayoría dijo que era una buena novela, que mostraba (como gran parte de la literatura que se escribía por esos tiempos) una cara dura de la realidad cubana y que debía publicarse. La novela, como se sabe, se publicó mucho después y quienes trabajábamos entonces en el Instituto Cubano del Libro sabemos que fue tras un largo y duro proceso de luchas. Pero lo importante es esto: sólo uno de aquellos lectores (cuyo nombre me reservo) tuvo miedo de apoyar la publicación de una obra que venía satanizada por absurdas razones políticas.

 

El día de su funeral, allá en Las Tunas, el escritor Rafael Vilches Proenza, aprovechando que estábamos frente a la funeraria los también reconocidos narradores Ángel Santiesteban, Alberto Garrido, la joven cuentista cubana de origen italiano Viviana Cosentino, y yo, nos dijo: “¿saben a qué le tengo miedo?” y, sin esperar respuesta, seguro incitado por la atención que despertaron sus palabras, continuó: “a que ahora que se nos ha ido el Guille nos olvidemos de su consejo de siempre, ¿me entienden?. ¿Quién nos dirá ahora: Caballeros, si nos dividen, nos joden con la moral con la que él lo decía?”.

Lamento aceptar, al menos desde mi perspectiva (que se asemeja mucho a la de otros escritores hoy emigrados o que aún viven en la isla), que de aquella unidad queda muy poco; que se impuso en nuestra promoción la ley de “quién sea inteligente y pueda, que se enganche al carro de la promoción cultural pisando la cabeza del que va detrás”; que el oportunismo y la lucha por puestos oficiales en las instituciones culturales del país se hizo cosa del día a día entre muchos de nuestros antiguos amigos; que el miedo terminó de vencer todas las barreras que algunos levantamos durante años mediante la unidad.

Ahí están como para que mi mente no pueda borrarlas, las imágenes de ciertos antiguos amigos escritores escabulléndose en alguna oficina o en alguna calle para no encontrarse conmigo o con algún otro “apestado” de nuestra promoción; ahí están las tristes noticias de las confabulaciones (o la aceptación silenciosa) de algunos  antiguos amigos escritores para que nuestros nombres fueran borrados de los eventos literarios, las antologías o las revistas culturales; ahí está la colección de trajes de hombres invisibles que estilaron algunos antiguos amigos escritores que habían sido visita permanente en mi casa durante los “tiempos buenos”… y un etcétera lamentablemente muy largo.

 

Sé, porque he escuchado cientos de anécdotas, que el miedo se inyectó en cada escritor cubano de modos muy distintos.

En mi caso, ¿cómo olvidarlo?, la primera inyección llegó cuando, a mis 17 años recién cumplidos, junto a los escritores Alberto Garrido, José Mariano Torralbas y Marcos González, participaba en el Encuentro Municipal de Talleres Literarios de Santiago de Cuba y la hoy muy reconocida escritora Aida Bahr (asesora del taller literario al que pertenecíamos) nos dijo, muy orgullosa, muy entusiasmada, que el presidente del jurado era uno de los más grandes cuentistas cubanos: Eduardo Heras León. “Es un privilegio que sus obras sean valoradas por alguien como Heras León”, nos dijo.

Y fue un privilegio. Una clase magistral de técnicas narrativas que nos cayó como un chapuzón encima. ¿Cómo olvidar la alegría con la que Marcos, Garrido y yo recibimos el diploma de la Mención que habían ganado nuestros cuentos? ¿Cómo olvidar la alegría de Torralbas por su premio de cuento?

La inyección llegaría después.

“Te busca un asesor del Taller Literario”, me dijo mi madre. Y, asombrado porque Aida Bahr, mi verdadera y única asesora, no me había dicho nada de aquella visita, salí a la sala donde, sentado con las piernas cruzadas, me esperaba un señor de bigote tupido y gafas montadas en una armadura de carey de patas muy finas. Sería aquel un rostro que luego vería mucho en la Dirección Provincial de Cultura, varias de las muchas veces que fui allí por algún trámite.

“Eres muy inteligente para ser ingenuo, Amir”, me dijo aquel señor. “Y aunque no nos quede más remedio, por ahora, que dejar que participe en estas actividades, Eduardo Heras León hizo cosas muy feas contra la Revolución y escribió libros muy injustos contra la lucha de nuestro pueblo”.

¿Su consejo?

“No puedes dejar que te haga daño el veneno que convirtió en un hombre resentido al revolucionario que fue Eduardo Heras León. Es más… aunque te aconsejen que leas sus libros, si yo fuera tú no lo hacía. Manuel Cofiño sí es un cuentista revolucionario que te puede ayudar mucho a entender los valores de la literatura que un joven como tú tiene que escribir”.

Lo que olvidaba aquel señor, y es algo que parecen olvidar todos los censores, es que lo prohibido se busca con más afán y se disfruta más que lo permitido. También olvidó (o nunca supo) que yo venía de una familia de origen canario (gente que tiene fama de ser muy tozuda) y que una de mis mayores virtudes (no lo considero un defecto) es la tozudez.

Leí a Eduardo Heras León. Lo leí completo. Y aprendí mucho de él. También leí a Cofiño, y también aprendí de él. Fue esa, quizás, mi primera rebeldía.

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