Las esquinas del papel

Publicado por tonimedina | Publicado en Publicados anteriormente en amirvalle.com | Publicado el 12-06-2010

 

Heinrich Böll apareció a eso de las siete. Nevaba sobre Langenbroich. Una nieve fina, regada sobre las casas y los árboles y los cercados por las rachas de viento helado. Extrañamente no hacía frío. O al menos no ese frío que alguien como yo, recién llegado del cálido Caribe, pensé encontrar en un sitio donde el blanco de la nieve lo cubría todo. Y quizás por la luminosidad de tanta blancura, o por la luz de las bombillas exteriores de la baranda de la casa, o porque mis ojos ya se habían acostumbrado a buscar cada noche en la semioscuridad el breve camino que me llevaba desde mi flat a la baranda, pude ver al hombre acercarse, subir los tres escalones de viejas tablas y abrir la puerta de madera y cristal.

Traía un libro en la mano y vino a sentarse en una de las sillas de mimbre, frente a mí.

― Este ha sido un invierno raro ―dijo, y se puso a hojear el libro, imbuido en la contemplación de sus páginas, con ese placer que un escritor siente ante cada nueva obra publicada.

Pude observar, sin apuro, cada detalle de su testa: el pelo ya gris, escaso, abundante a los lados de la cabeza y sobre sus grandes orejas, escaso en el medio del cráneo y con un mechón también gris justo en el centro, que se peinaba, graciosamente, hacia un lado; sus cejas tupidas, revueltas; las profundas arrugas de la frente… tal como lo reflejaban esas fotos que colgaban en algunas partes de aquella casa, o que había podido ver en los libros y la Internet.

― Es un gran libro éste ―dijo, levantando la cabeza para mirarme―. ¿Lo han publicado en Cuba?

Preferí mentir. Bastó un segundo para que mi cerebro dijera: „miente, Amir, no vale la pena entristecer a este hombre con la vergüenza de que ese clásico no se haya publicado en Cuba“, y dije que sí con un leve movimiento de cabeza.

― Todos los escritores cubanos admiramos a Solzhenitzyn ―dije.

Y eso era cierto. En Cuba se habían publicado un par de novelas de aquel hombre que tenía sentado frente a mí, ahora silencioso, mirándome con curiosidad y cierto aire raro en la mirada, como si supiera que yo mentía, y cuando Nikita Jruschov hizo pedazos públicamente el culto de Stalin, se había publicado incluso Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Alexander Solzhenitzyn, el mismo autor de ese libro que Böll tenía en sus huesudas y flacas manos: Archipiélago Gulag.

Debí decirle que, en las circunstancias de fundamentalismo ideológico que vivía mi país desde hacía ya más de tres décadas, aquel libro jamás se publicaría. Era demasiado venenoso y atacaba la médula del sistema que, por elección de Fidel Castro y presión del gobierno comunista ruso, se había implantado en la isla. Por esa misma razón, resultaba una heroicidad encontrar en Cuba alguna edición, siempre extranjera, semidestruida de tanta lectura clandestina, de escritores como Milan Kundera, Josef Brodsky, Mario Vargas Llosa, y un etcétera cada vez más largo. Era posible que él supiera que estaban prohibidas hasta las obras de algunos grandes escritores cubanos que habían decidido irse al exilio, como Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Gastón Baquero y Severo Sarduy.

Yo había podido leer Archipiélago Gulag, a escondidas, en la exclusiva biblioteca de Alejo Carpentier, en la que fuera su última casa en La Habana Vieja. Quise decírselo a Böll.

― Es uno de los libros más desgarradores que he leído ―comenté―. Es, como usted dice, un gran libro.

La sonrisa le hizo aún más profundas las arrugas de la frente y de sus ojos.

― ¿Sabías que, cuando estuvo aquí, por alguna extraña razón elegía esa misma silla donde siempre te sientas a leer? ― dijo.

Negué con un gesto. Era increíble que aquellas cosas sucedieran. O tal vez estuvieran marcadas por el destino: esa ruta invisible, siempre desconocida e inquietante, que ya está escrita por Dios cuando naces. No de otro modo podría entender que, años atrás, en Cuba, yo hubiera leído Billar a las nueve y media y Retrato de grupo con señora, de ese viejo que ahora miraba a la noche, sin saber que llegaría a estar en aquella casona de campo donde él vivió sus últimos días y donde recibió a muchos de sus amigos, grandes escritores de la época, aunque el más importante para mí fuera el ruso Solzhenitzyn, ése que se había sentado en aquella misma silla donde yo leía cada tarde, aprovechando esa tranquilidad que se produce cuando la noche empieza a caer sobre un pueblo de campo. Ni la siempre dulce Sigrun Reckhaus, ni el atentísimo Peter Faecke, ni la amorosa Karin Clark, responsables de algún modo de mi estancia en la Heinrich Böll Haus, podrían imaginar nunca que ellos, seguramente, habían cumplido los designios de mi Dios.

― ¿Terminaste la novela? ―le oí decir.

¿Cómo lo había sabido? Ni siquiera a mi esposa Berta, que me acompañaba en aquel sitio, le había comentado que la tranquilidad aplastante de Langenbroich me estaba permitiendo emprender la reescritura final de mi novela Las palabras y los muertos. Era una rara novela histórica, sobre la actualidad cubana de los últimos sesenta años, y eso la hacía muy difícil de trabajar. Necesitaba silencio, acceso rápido a fuentes históricas que sólo se encontraban en internet, y una paciencia bien distinta a esa otra que me embargaba cuando escribía mis novelas negras.

― Fue difícil pero sí, logré terminarla ―contesté.

― Escribir sobre la realidad que uno vive siempre es difícil ―sentenció mirando a las sombras que danzaban afuera, otra vez bañadas por los torbellinos de la nevada―. Eso me sucedió mientras escribía Opiniones de un payaso. Es una especie de rara inseguridad, ¿no crees?

Asentí. Böll dejó su mirada posada un rato sobre mí, con esa profundidad fría con la que miran quienes han vivido mucho tiempo las desgracias y las luces del mundo. Tuve que bajar la cabeza.

― Lo que importa es ser fiel a lo que uno piensa ―dijo entonces y sentí alivio, como si ya no tuviera el peso de su mirada sobre mí. Cuando alcé los ojos, otra vez Böll hablaba, mirando al manzano plantado al centro del patio, cerca de la pequeña fuente que yo había limpiado de los yerbajos y plantas espinosas que la ocultaban apenas unos días atrás.

― Debo darte las gracias ―murmuró, la mirada fija en el agua congelada de la fuente, que lanzaba tímidos destellos bajo la poca luz que le llegaba desde la bombilla del exterior de la baranda.

― ¿Darme las gracias? ―quise saber.

― Anne Marie adoraba esa fuente ―siguió diciendo, como si hablara con su propio recuerdo―. Ella misma seleccionaba los peces que iban a vivir ahí. A veces la vi cuidarlos con el mismo cariño con el que cuidó a René y a Vincent. Pero algunos tenemos esa mala suerte: uno se muere y muy poca gente recuerda que esas pequeñas cosas también fueron esenciales, digamos, parte de la vida que tuvimos.

La casa se estaba destruyendo. Poco a poco, con esa lentitud sigilosa con la que el tiempo va destruyendo lo que se usa y no se restaura. Y eso dolía. Yo llegaba de un país donde se mantenía un culto por conservar la memoria de los grandes hombres de la nación. La isla estaba llena de museos. Y la gente se conmovía incluso ante la bacinilla en la que había orinado un prócer, ante la cuchara en la que le dieron sus medicinas antes de morir a un pintor enfermo de tuberculosis, o ante la ya arcaica máquina de escribir Underwood, de hierro negro, con la que un novelista había escrito la más universal de sus obras.

Pero no teníamos ningún Premio Nobel, excepto Hemingway, que no era cubano, pero vivió en esa otra casa de campo, también convertida en el Museo Finca Vigía. Y el que pudo ser nominado al Nobel, por lo monumental de su obra, Alejo Carpentier, se había tenido que conformar con ser uno de los tres Premios Cervantes, otorgados a cubanos por la Academia de la Lengua Española. Los otros dos eran Dulce María Loynaz y Guillermo Cabrera Infante. Y la primera tenía también su museo. Cabrera Infante no; a ése el gobierno de la isla no quería verlo ni en pintura.

Eso le había comentado a varios de los amigos escritores alemanes, funcionarios de la Fundación Heinrich Böll y algunos visitantes que llegaron hasta Langenbroich pensando que allí encontrarían el Museo: ¿cómo un país con tanta historia cultural podía permitirse el lujo de que un grande como aquel hombre que tenía sentado enfrente no tuviera un museo donde conservar su memoria, sus pertenencias, su obra y su presencia?

― ¿Sentiste esos pasos? ―me había dicho mi esposa en nuestra primera semana en aquel lugar.

― Deben ser las ratas ―dije.

Y la vi negar con un brusco movimiento de su cabeza.

― Son pasos de un ser humano ―dijo.

Pude sentirlos. En las noches calmadas del invierno, cuando solamente se escuchaban los silbidos de la brisa batiendo contra el tejado y los árboles afuera, o el relincho caprichoso de los caballos del señor Peppin, en el establo cercano, aquellos pasos resultaban demasiado audibles como para negarlos.

― Sí, son de un ser humano ―le contesté a mi esposa una noche―. Y vienen de la casa de al lado.

Nos había dicho la señora Ludwig, vecina de Langenbroich y amiga de la familia Böll, que en aquel flat contiguo al nuestro había muerto Heinrich Böll un 16 de julio de 1985.

― Pero se sienten pasos en las noches ―le dijimos.

La vimos sonreír.

― ¡Ah! ―dijo―. Entonces ya conocen al espíritu del señor Böll.

― A veces salgo a caminar bajo la nieve ―me dijo Böll, poniéndose de pie―. Pero no puedo alejarme mucho de la casa. No por el frío. Tengo miedo.

― ¿Miedo? ―quise saber, asombrado. ¿Podía un hombre de su temple sentir miedo ahora que estaba libre de los peligros del mundo?

― Miedo, muchacho ―y su voz resonó como salida de ultratumba, de ese otro mundo donde habitaba―. Tengo miedo de que si me alejo de esta casa, se pierda lo poco que queda de mí en este lugar.

― Alguna vez se hará aquí un museo, ahí donde usted vive ―le dije, a modo de consuelo―. Y en el resto de las casas seguirá habiendo becarios que honren su casa, maestro.

Lo vi sonreír, y sus ojos se iluminaron con esa limpieza con la que miran los niños.

― Ojalá, muchacho, ojalá ―dijo, y caminó hasta la puerta.

Cuando la abrió, el frío de la noche invadió la baranda. Se disponía a bajar las escaleras cuando algo lo detuvo. Se viró a mirarme.

― Lo olvidaba ―dijo―. Suerte con esa novela.

Fui yo quien sonreí. En aquellas palabras descubrí algo insólito: quizás Heinrich Böll había aprovechado sus noches de insomnio en la casa contigua para leer el manuscrito que imprimí de mi novela Las palabras y los muertos. Sólo entonces pude explicarme que durante varios días el manuscrito apareciera en lugares distintos: yo juraba haberlo dejado en otro sitio. Sólo de aquel modo tendrían sentido aquellas pequeñas marcas que alguien dejaba en las esquinas del papel impreso.

Lo vi bajar los pequeños escalones, rodear con cuidado la parte exterior de la baranda, mirando al suelo como para no resbalar con la nieve, y desaparecer en el patio, camino a ese flat donde cada noche yo sentía sus pasos. Iba acompañado de la mágica luminosidad de los iluminados, o de los fantasmas, no sé decir.

Cuando me dispuse a dormir y salí de la baranda, todavía aturdido por aquella presencia y con el eco de sus palabras en mi cabeza, sobre la nieve aún fresca, claras, visibles, pude ver las huellas de sus pantuflas.

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