El Nuevo Herald, Miami, Estados Unidos, 11 de octubre de 2008
Por Manuel Vázquez Portal
El día que Luis Manuel García Méndez publicó su artículo »El caso Sandra», allá por el año 1986, en la revista cubana Somos Jóvenes, supimos que se rompía definitivamente algo dentro de nosotros. Éramos entonces periodistas jóvenes, soñábamos y queríamos decir la verdad.
Un río tumultuoso nos bramaba por dentro, pero no habíamos hallado la brecha para tanto tropel. Bajo los influjos de los aires de Glasnot que recorrían la metrópolis ideológica, fue quizás aquel artículo sobre la prostitución en Cuba el desembrague de tanto fragor atorado entre pecho y cerebro de una generación que pugnaba por romper el silencio.
Por entonces Fidel Castro negaba aún la existencia del heroico contingente de obreras de la alcoba que galopaba por las calles de Cuba. Era muy arriesgado contradecirlo. Todavía no había aceptado que nuestras jineteras eran las meretrices más cultas del mundo. Aún creía que era cierto que aquellos pobrísimos burdeles que mandó cerrar en la década de los sesentas no se podían regenerar dentro del paraíso socialista.
El, personalmente, había ordenado el desalojo de los lupanares y la incorporación de las proletarias de las sábanas a tareas más dignas de la revolución triunfante. Se había limpiado el país de esa lacra heredada del capitalismo, decía, y no era propicio publicar que una muchacha nacida muchos años después usaba como nombre de batalla el eufónico Sandra y era usada por la policía política para obtener información de algunos extranjeros importantes.
Gracias a ese saneamiento moral de la sociedad cubana yo crecí sin prostíbulos. Y ni falta que me hicieron. La moral había cambiado y algunas muchachas lo sabían. Las libertades les habían llegado hasta el sur de sus ombligos. ¿Burdeles para qué? ¿Armas para qué? ¿Elecciones para qué?
Según me contaban los adultos, para aleccionarme, antes de que yo despertara a la gimnasia erótica, en mi pueblo había dos mancebías famosas con seis u ocho rameras escuálidas que despertaban más condolencia que lujuria. Una era el Rock and Roll, dentro de la ciudad, con un bar, una victrola y algunos cuartos decorados con la torva elegancia que otorga la pobreza y el eterno olor a cuero que se curtía en una tenería colindante. La otra se llamaba Cayo Mosquito, en las afueras del pueblo, con ranchones de tablas y techos de guano donde los zancudos se deleitaban en los glúteos desnudos de los febriles usuarios y los borrachos acudían para cantar sus desventuras recostados al regazo de una matrona con ubres de Brown Sweet. Era todo. Como en la mayoría de los pueblos cubanos.
Morón era célebre por el gallo, las centrales azucareras, Turiguanó, la estación de ferrocarriles y la Laguna de la Leche. Los burdeles no figuraban entre los atributos de su fama. Quizás en La Habana había casas públicas lujosas y rentables que Castro visitó en sus años mozos, pero en los pueblitos, sólo tumbaderos de mala muerte con más hambres que placeres. Sin embargo, por las astronómicas cifras que daba el bisoño gobierno castrista parecía que el rubro principal del producto interno bruto nacional bajo la república era el oficio más antiguo del mundo.
Con esas creencias crecimos. Pero un día nos dimos cuenta de que nuestras amigas pujaban entre ellas por casarse con un alto funcionario, un militar de alta graduación o un técnico extranjero radicado en la isla, no importaba que pareciera su abuelo. Eso no era prostitución. El músico cubano Juan Formel lo llamó titimanía. Pero no. Era natural ansia humana por mejorar su modo de vida. Más tarde comprobamos que conocían la nieve y los mares del norte gracias al gran desarrollo alcanzado por la revolución en ese deporte de los aeróbicos de colchón.
Pero eso era en épocas de »El caso Sandra». Para cuando apareciera Habana-Babilonia, el libro de investigación periodística que más tarde Amir Valle publicara bajo el título de Jineteras, ya el asunto se había tornado más peludo o más pelado, que con las modas nunca se sabe. La apertura al turismo internacional trajo consigo una gran fuente de empleos y la carga al degüello de las nuevas amazonas contra el poderío, sobre todo español, se multiplicó ya no en las auténticas hijas de la revolución, sino en sus nietas. Y así nos sorprendió ese documental de Telecinco transmitido por la televisión española y puesto en Youtube que tanto escarceo ha formado, pero que antes, mucho antes, le costó a Luis Manuel carenar en España y a Amir en Alemania. ¿A qué tanta bulla ahora?