El Nuevo Herald, 27 de mayo de 2007
Por Manuel Vázquez Portal
Facundo haló por la Makarov y se voló la tapa de los sesos. Su tiempo había terminado. No restaban más posibitidades. Antes de que otro lo hiciera, lo hacía el. Y el sabía que lo harían si no se doblegaba. Conocía demasiado. Y los que saben tanto si no se doblegan mueren.
Había pasado todo el día recordando. Y sus recuerdos lo llevaron al disparo. La oficina que lo vio vivir y que le había servido de celda desde por la madrugada lo vio morir sin dar tiempo a que alguien lo impidiera.
Fue la sombra protectora de un monstruo que no admitía el suicidio, pero que mataba sin misericordia a quien no admitiera lo que él disponía. Y cuando Facundo haló por la Makarov el monstruo ya no estaba para juzgarlo ni para entenderlo.
No tendría a quién rendirle cuentas, a menos que el monstruo estuviera esperándolo a las puertas del infierno, quién sabe si para reprenderlo por su cobardía o para abrazarlo, nostálgico, por su demora en acudir a cuidarlo de los otros diablos con que compartía el círculo de los tiranos.
La nota que halló sobre su buró lo explicaba todo. Fidel ha muerto, decía la nota. Se desató el rollo de la memoria y desfiló una larga historia que el pueblo murmuraba y que era más historia que todas las historias. Y que Facundo empezó a reconstruir como el mejor testigo porque la había vivido minuto tras minuto.
Lo hizo con la mirada candorosa que brinda la admiración, con la mirada ciega que otorga la credulidad ingenua en una personalidad absorbente a la que se ha entregado la vida.
Y este narrador ingenuo es precisamente quien por medio de la torpeza irreflexiva pone al descubierto en un día de encierro toda la miseria humana que la historia oficial trató de escamotear a la luz pública durante décadas, pero que corría de boca en boca sin que nadie se atreviera a decirla en alta voz.
De guardaespaldas meticuloso, mecánico, preciso, Facundo pasa a ser, gracias al desdoblamiento del narrador sagaz que es el autor, conciencia crítica del personaje objeto de sus rememoraciones e introspecciones y devela la monstruosidad con quien ha convivido desde que en las lejanas noches de la Sierra Maestra se uniera a él.
Entonces uno no acierta a discernir si se ha suicidado porque ha descubierto la atrocidad que ha defendido o porque al perder el objeto de su devoción su vida ha quedado sin sentido, o porque comprende que ser conocedor de tamaña barbarie lo sitúa a expensas del nuevo poder que se erige y que aspira a que esa barbarie permanezca en el olvido.
Eso es Las palabras y los muertos, la más reciente novela de Amir Valle. Una historia fabricada con los jirones dolorosos del imaginario popular. Y el pueblo sabe muchas cosas, según el decir de Antonio Machado por medio de su heterónimo, Juan de Mairena.
Aquellos que se apegaron a la complicidad elogiosa de un tortuoso, enrevesado y hasta malévolo proceso histórico que devino dictadura, no pudieron, a mi modo de pensar, escribir la más grande novela cubana de los últimos cuarenta años. Estaban transidos de alelamiento, deudas de gratitud y genuflexión como para entender los entresijos de un poder basado en la racionalidad cruel de un genio del mal.
Se hizo necesario el distanciamiento ecuánime y sabio de un escritor nacido, crecido y formado dentro del complejo entramado del propio sistema para que surgiera la visión fiscalizadora de una figura histórica que medró dentro del mayor secretismo estatal y volcó sobre su gestión gobernadora un muro de desinformación y manipulación capaz de convertirlo en mito.
Este escritor le pasa la factura de todos los sufrimientos de una sociedad sometida únicamente a los designios de esa voluntad mefistofelica sin rozar las concesiones literarias, la agresividad sectaria, la violencia o la venganza. Lo hace desde el más alto estrado histórico y estético.
Amir Valle es ese escritor. Tenía apenas siete años de edad cuando, en 1974, Alejo Carpentier publicara su Recurso del método, la anterior novela cubana sobre el tirano americano. Parecía que el tema había sido agotado. Desde Ramón del Valle Inclán (Tirano Banderas) hasta Mario Vargas Llosa (La fiesta del Chivo),pasando por Augusto Roa Bastos (Yo, el supremo) y Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), hicieron que el dictador latinoamericano galopara con todos los arreos que presta la gran literatura. Pero faltaba esta: Las palabras y los muertos. Quiera Dios que Hugo Chávez no sea tema de otra novela dentro de cuarenta años.