Cubaliteraria, Cuba, 3 de mayo de 2002
Por Alberto Garrandés
Fue en esa época cuando se habló en La Habana por primera vez de los violentos y los exquisitos, denominaciones que no eran exactas, pero que aludían, de momento con alguna objetividad, a un fenómeno de escisión en la narrativa de la isla. Por suerte no había allí ni cismas ni cismáticos, pero ya desde entonces (o, más bien, creo que desde siempre) las dos alternativas esenciales del escritor de ficciones en una realidad como la nuestra se hallaban dominadas por la vertiginosa existencia inmediata y por una imaginación que trascendía esa inmediatez para, sin renunciar a ella, colocarse en medio del territorio natural de la literatura, que es, me parece, el territorio de las proposiciones imaginarias.
Amir Valle escribe un texto como «Mambrú no fue a la guerra», una historia apegada a lo real, a las crueldades del destino, y que nos cuenta cómo un joven mutilado en una guerra en la que ni siquiera llegó a participar de verdad está en camino de ser una reprobación viva del concepto de heroísmo: reniega de un pasado que lo ha convertido en lo que es y se masturba continuamente pensando o mirando o recordando. Yo, por mi parte, escribo «Isabeau», historia mágica y de magia sobre una mujer que hechiza, desde el sexo ritual y el lenguaje mismo de las visiones, a dos hombres completamente distintos, en una época indeterminada, fabulosa, y en una mansión gótica situada en las proximidades de un pantano misterioso. El primer relato repudia la condición barroca, no necesita ni puede admitirla; el segundo la acoge, se envuelve en ella.
De Amir Valle, Pedro de Jesús López y Jorge Ángel Pérez conocemos, por ejemplo, novelas como Si Cristo te desnuda, Sibilas en Mercaderes y El paseante Cándido, respectivamente: obras disímiles entre sí pero devotas, en lo fundamental, del canon realista. La primera emplea el thriller policial como pretexto de indagación en un orbe que se nos revela ominoso y casi subterráneo, la segunda hurga con comicidad y precisión grandilocuente en el mundo gay habanero, la tercera es un viaje picaresco por La Habana (incluida la cárcel) y que concluye en una verídica apoteosis barroca.
Por otra parte nos encontramos con Atilio Caballero, Reynaldo González, Raúl Capote y Raúl Aguiar , quienes reverencian la condición simbólica del lenguaje, o más bien la capacidad del lenguaje para construir sistemas alusivos que se encuentran más allá de las circunstancias de la vida social (o más acá: son circunstancias muy pensadas) o en las apócrifas lejanías de la historia. De estos escritores podemos mencionar Naturaleza muerta con abejas, Al cielo sometidos, El caballero ilustrado y La estrella bocarriba. La primera se ajusta al dibujo de una alegoría del sometimiento humano, y por su carácter integral en cuanto a la impugnación que alcanza a hacer, su índole es antiutópica. La segunda retoma la tradición inaugurada por «La Celestina» y desarrolla un argumento barroco en la España de fines del siglo XV. En la tercera topamos con una fábula extraña, sui generis, un texto de entonación dramatúrgica, lleno de explosiones de color, ironía, y que consigue unir, dentro de un espacio imaginario, la tradición de la novela del Dictador con la tradición del desborde barroco en un estilo que recuerda el universo de Françoise Rabelais. En la cuarta encontramos un mundo reconocible en el rock, la experiencia «siconáutica» y la reflexión «finisecular», todo lo cual se teje en una red junto a los «tics» de la cultura ciberpunk y las nociones -a menudo en tela de juicio- de naturaleza, espíritu y artefacto.
Lo que he intentado comunicar por medio de estos esquemas descriptivos es que hoy, acaso más pronunciado que nunca antes, existe un diálogo entre el realismo factográfico, itinerante y ágil del bestseller -el realismo del QUÉ- y el realismo de esa imaginación que sitúa su conciencia en el lenguaje y que aún cuenta una historia -el realismo del CÓMO. Un diálogo, lo he advertido ya, contaminante, apto para los contagios mutuos y que produce modificaciones en el sistema del mercado, sus exigencias, sus productos.
Tal vez el margen de diferencias sea muy estrecho y la oposición binaria que he descrito no sea más que una relación de intercambios osmóticos, de nexos que buscan la simbiosis, o, posiblemente, un mero conjunto de cambios de sentido en el vector general de la novela como género.
Pero (siempre hay un pero, como el de Galileo ) resulta que esas diferencias están ahí, se suscitan a lo largo del tiempo, o en un instante, y es bueno que ellas existan para poder construir un modelo aproximado de lo que ocurre. Porque hoy, con la globalización y el cosmopolitismo, uno de los últimos baluartes considerables de la cultura está, probablemente, en las identidades singulares (auténticas rampas de despegue hacia el hombre total) que las lenguas manifiestan a través de la ficción literaria, y aunque la variedad en las poéticas creativas no garantiza ni la existencia ni el resguardo de un fenómeno tan complejo como el de la identidad, ésta condiciona en principio la no disolución de una literatura (o varias literaturas) en el vasto y arremolinado mar de los mercados, que tienden a la fórmula, la prescripción, la receta.
En las islas se reconoce rápidamente, creo, la necesidad de reproducir el mundo, de crearlo, de insertarlo en sí y hacer del fragmento, del discurso del fragmento, una cierta autonomía en la que a veces los conceptos llegan al límite de su rendimiento. Las islas son concentraciones hiperestésicas.
Pero el mar, límite para romper y frontera traspasable, constituye en ese Caribe esencial de nuestra imaginación un elemento coordinativo y está lejos de ser un territorio que divide. De hecho, incluso, el mar es lenguaje y aventura, letanía y tragedia, poema y búsqueda soñada. Y que le pregunten a un cubano de La Habana en 1980 o en 1994. Recordemos, además, que ya a inicios del siglo XVII La Habana empezaba a distinguirse por un cosmopolitismo que nunca perdería. Y todo o casi todo se debía en principio al hecho de que en La Habana se reunían las flotas: y entonces tenemos el mar, los barcos, un puerto importante, las idas y venidas, el trasiego de voces y lenguas, de usos y costumbres, de sabores, olores y texturas. El trasiego de historias.
Sin embargo, toda esa esencialidad novelesca se incrusta sobre el trasfondo de relatos muy particulares, referidos al entorno cubano, por ejemplo, a la inmediatez acuciante de la realidad en Cuba, o a lo que hay de novelesco en las realidades posibles de la insularidad.
Estoy describiendo un fenómeno que consiste en la escritura de novelas con aspiración a la totalidad (la mundialización del intercambio de los signos), sin perder de vista que todo el sistema de vigas y andamios -quiero decir, las estructuras de soporte y arranque- estaría asentado siempre o casi siempre en esas realidades vecinas o cómplices de la ficción narrativa que se viven e imaginan en las islas, envueltas como se hallan en el magma de signos de un cosmos que, como otros en otras partes del mundo, va al encuentro de una civilización en general amenazada, como diría Paul Valéry, por el desorden y también por el orden.