Mauricio Rubio
En Habana Babilonia, Amir Valle describe, con entrevistas a sus protagonistas, el mercado del sexo en Cuba.
Maruja, sesentona dueña de un burdel en Varadero, sonríe al responder cómo sobrevivió a la gran operación que en 1996 pretendió erradicar el jineterismo. “¿Tú crees que en este país, donde siempre hay un ojo que te ve, se puede mantener una casa de citas sin tocar en los lugares donde debe tocarse y con la moneda que debe hacerse?”.
Lorna le relata un trueque corriente. Frente al Hotel Nacional un capitán de policía le pide su carnet de identidad. “¿Eres jinetera?… entonces podemos llegar a un arreglo”. Un sargento sale del carro y abre la puerta. Entre ambos la suben y arrancan. Ellos se ríen, como si nada hubiera pasado y siguieran solos. Se la llevan a una casita cerca del Malecón en donde le ordenan desnudarse.
Un travesti cuenta que tiene colegas hasta de nueve años y que “una de las tipas que más vende es una niña de doce o trece años” que se hace llamar Lina la Tigresa. “Es igualita que yo: le encanta que la claven por detrás”.
Mandy, conocido chulo de La Habana que estuvo preso cinco años por atraco, anota que “la mayoría de las putas de aquí tienen universidad y como están aprendiendo también en la universidad de la calle entonces se convierten en fieras”. Por eso tuvo que ser severo con dos de ellas, casi las mata a golpes.
Tras la revolución, en el burdel del Caribe de la época de Batista quedó prohibido el comercio sexual. A finales de los ochenta, durante una entrevista para NBC, Fidel se ufanaba de que en su país no existían casinos, ni casas de citas, ni droga.
Cuando cayó el bloque soviético se emprendieron reformas para corregir la dependencia del comercio con los países socialistas, de donde llegaban casi todos los artículos de consumo. La búsqueda de divisas llevó a darle prioridad al turismo internacional. A finales de los noventa, cerca de un millón de turistas visitaban anualmente la isla.
Mucho antes, la consolidación de un mercado negro tanto de productos básicos como de dólares estimuló el rebusque en torno a los extranjeros. Uno de los capítulos de esta economía clandestina fue el jineterismo, nombre originalmente empleado para designar todas aquellas actividades de intercambio con turistas, funcionarios expatriados o estudiantes extranjeros.
Un forastero ofrecía acceso a divisas y a ciertos artículos muy apreciados, como un desodorante, un jean o una camiseta impresa. Por la vía afectiva, las ventajas podían hacerse permanentes. El noviazgo con expatriado le daba a una joven cubana el derecho de acompañarlo a ciertos lugares vedados. Casarse con uno de ellos le permitía salir de la isla sin renunciar a su nacionalidad. En esas condiciones, el matrimonio con alguien de otro país se convirtió en el sueño de muchas cubanas que asumían los riesgos de frecuentar turistas con la esperanza del encuentro que cambiaría sus vidas.
Aunque nunca se llegó a prohibir enamorarse de un europeo, el coqueteo y flirteo con ellos resultaba complicado. En particular, acompañarlos a sus hoteles implicaba enfrentar estrictos controles. Los encuentros sexuales con los foráneos se empezaron a hacer en las posadas, nombre de los moteles que alquilaban habitaciones por horas para amores furtivos.
Fue a través de estudiantes de universidad africanos que Sami Tchak –autor de un fascinante libro sobre la prostitución en Cuba– se enteró de la existencia de estas posadas y de los encuentros que mantenían allí los extranjeros con jóvenes locales. En sus inicios, según Tchak, el jineterismo fue fundamentalmente titimanía: el afán por convertirse, gracias al manejo del cuerpo, en la amante de un hombre capaz de ofrecer una vida mejor. Un forastero, más que un cliente, era un amante rico, generoso y buen proveedor.
La encarnación concreta de ese príncipe azul no se limitaba al visitante o al ejecutivo expatriado, casi siempre casado. Una buena veta cargada de hormonas fue la de los universitarios africanos. Originarios de países aún más pobres que Cuba –Congo, Mozambique, Nigeria, Ghana–, la isla les ofrecía buenos estudios a precios accesibles. Las primeras cohortes, llegadas casi desde los sesenta, tuvieron que soportar un racismo brutal. Pero con la Guerra de Angola, la percepción sobre el Africa cambió y se generalizó la idea de una isla poderosa y benefactora que ayudaba a los países en dificultades.
La imagen mejoró y la penuria de bienes de consumo ayudó a que estos estudiantes extranjeros empezaran a verse privilegiados. Para ellos era bien fácil el acceso a mujeres “a cambio de cigarrillos, ropa interior, jabones, perfumes”. Según un congolés, “un año después de mi llegada, me había acostado con ocho cubanas. Desde hace ocho años, ya perdí la cuenta del número de mujeres que he tenido en la isla”.
Las hazañas amorosas de estudiantes fuera de su país exigen escepticismo, pero varios factores hacen que estas sean creíbles. Muchos de los universitarios africanos se convirtieron en pequeños traficantes más preocupados por enriquecerse que por estudiar. El acceso que lograban a las diplotiendas, a través de los contactos en sus embajadas, les permitía adquirir artículos por fuera del alcance de los cubanos. Esta alianza foránea concentraba un dinámico mercado de compraventa de divisas, así como una valiosa miscelánea de consumo. Tchak recuerda una representación diplomática en donde “desde el embajador hasta el funcionario de más bajo nivel, cada uno había creado una red con estudiantes para tráficos de todo tipo”.
El estatus de universitarios y el hecho de que el gobierno, lejos de considerarlos extranjeros sospechosos, buscara integrarlos con los cubanos facilitaban que cualquier joven mantuviera relaciones con ellos. Con menos peligros, ofrecían lo mismo que los turistas: dólares, bienes de consumo y la eventual salida de la isla. Los más locuaces alimentaban el sueño con historias extraordinarias sobre su clase social y sus contactos en los países de origen. Algunas estudiantes buscaban la lotería “acostándose con varios estudiantes africanos en la misma universidad o viajando de provincia en provincia, errando por las residencias”.
Con la crisis de los noventa, varias cosas cambiaron. El poder adquisitivo y el encanto de los estudiantes africanos se deterioró. Dejaron de ser buenos amantes, se volvieron menos románticos y perdieron refinamiento. Con el turismo masivo, el buen partido cambió de ocupación, y de país de origen. Pero para las jineteras siguió siendo, más que un vulgar cliente, un novio potencial con el que se va al restaurante o a la discoteca antes de acostarse. Y alguien que de pronto ofrece una nueva existencia.
Revista El malpensante, No 137, diciembre de 2012