Manuel Gayol Mecías, escritor y periodista cubano.
Las palabras y los muertos (Premio Internacional Mario Vargas Llosa, Universidad de Murcia, España, Seix Barral, 2007) , del escritor cubano Amir Valle, trata sobre la muerte de Fidel Castro y los momentos en que el jefe de su escolta, Facundo, rememora una buena parte de la vida del dictador y de su propia existencia al lado de un hombre que lo embriaga y subyuga hasta tomar todo su pensamiento, su manera de ver las cosas, de sentirlas y hacer de su entorno el ombligo del mundo.
Las palabras y los muertos es, por tanto, una obra que se inserta dentro de la corriente de la llamada novela del dictador, pero con la particularidad de que este dictador -convaleciente de su secreta enfermedad y con supuestos signos de estar mejorando, según recalcan sus voceros, escritos y alguna que otra comparecencia pública- pertenece a nuestro tiempo, a nuestro momento bien actual; por lo que la novela habla del ahora, del presente histórico de los cubanos, a diferencia de las anteriores novelas conocidas que siempre abordaron la vida de un tirano, si no de ficción como El recurso del método, de Alejo Carpentier, o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez (aunque ambos tomados de experiencias muy reales), sí de figuras de carne y hueso que son Historia siempre vigentes, como las novelas de Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, o La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, entre tantas.
En este sentido de la Historia (con mayúscula para distinguirla de la «historia» narrativa), con esa diferencia del pasado y del presente, la novela de Amir Valle afronta el riesgo de no esperar a que pase el tiempo para trabajar con criterios ya establecidos por la crítica, y se aventura en señalar, desde una ficción basada en la Historia actual, las opiniones y consideraciones que vienen de la conciencia popular, de lo que cada familia y cada persona comenta en sus casas, entre sus más allegados. Así, los comentarios que pululan en el pueblo entran en esta novela por el prodigio de la imaginación, dado por el recurso de una intrusión colectiva que, mientras especula literariamente, va asentando que la intimidad del poder es de esta manera y no de esa otra que decreta el decir oficial. Y esto es un acierto de Las palabras…, cuando establece sus propios vectores de una «realidad histórica» y los desarrolla en un tiempo presente con los criterios del murmullo popular.
Aquí la ficción novelística se hace instrumento de conocimiento y de corroboración para un personaje histórico concreto (figura pública, el «líder») mediante otro personaje que, según el mismo autor, «existe, aunque con otro nombre», y crea, por tanto, la posibilidad de acercarse más al documento histórico novelado:
«Es alguien a quien conozco muy de cerca y muchas de las palabras y frases que he puesto en su boca se la escuché decir en nuestros encuentros. Alguna vez le escuché decir que Facundo era uno de sus muchos nombres clandestinos. Para un lector ávido de averiguar la verdad será bien fácil encontrar la identidad si lee a fondo la novela y se dedica a mirar a esos seres que rodean a Fidel, como sombras. Él está allí, siempre a su lado, con esos mismos ojillos que le pinto en la novela, con esa misma rabiosa fidelidad, con ese fanatismo de quien mira a un dios de cerca. Nada tiene que ver con muchos de esos que estuvieron protegiendo a Fidel y ahora cuentan desde el exilio anécdotas muy parecidas a las que pueden leerse en ‘Las palabras y los muertos’. Facundo jamás traicionará, bien lo sé, porque ni siquiera tiene la inteligencia de entender que un ser humano puede equivocarse. No pasé ningún trabajo para escribir la vida íntima de Facundo, y a través de él los momentos que desconocemos en la vida de Fidel Castro, porque sencillamente estaba ahí, al alcance de mi mano, desde mucho antes de yo saber que escribiría el primero de mis libros [fragmento tomado de la entrevista que el autor le concedió a La Opinión digital, publicada el 7 de octubre de 2007].
Facundo así es un personaje también concreto, muy real, pero por su fanatismo a veces puede dar la imagen de haber sido inventado. Sin embargo, no lo es; la propia confesión del autor nos hace deducir cuán compleja es la realidad objetiva, que tiene circunstancias en que compite con la ficción. Para los que no conocen la verdadera y esencial realidad de la isla, puedo asegurarles que estos personajes son factibles concretamente, por el hecho -y esto se sabe bien en Cuba- de que los que articularon (y después degeneraron) la Revolución (el Jefe et al) posibilitaron los mecanismos de seguridad, y militares, para la creación de estos personajes facundones, para que crecieran con la idea de Castro metida en los tuétanos (recuerden que además de los jóvenes del Grupo de Apoyo al Comandante, están sus escoltas, y también muchos que han sido bien adoctrinados desde que fueron párvulos «pioneros») no sólo con el sagrado deber de cuidarlo de la manera más obsesiva y precisa posible, en el caso de los preparados para ser escoltas, digo, sino también como apéndices que pudieran alimentar su ego. Entre un sinnúmero de éstos ya adultos siempre existe uno de ellos que dirige a los demás escoltas y será el más apegado y el más confiable entre los confiables; al extremo de que se fusiona tanto a la existencia del Jefe que, de hecho, se convierte en su sombra. Este concreto guardaespaldas, personalizado por su discurrir psicológico, será el recurso literario que facilitará el camino de indagación en la misteriosa (hermética, digamos) intimidad de un dictador que siempre ha tratado de no permitir una grieta que conduzca hacia el conocimiento de su soledad. Facundo es, por tanto, la sombra -como lo ha querido orgullosamente él mismo-, que ya sin su cuerpo (la novela comienza con la noticia de que «Fidel ha muerto»), se abre a un narrador dual que -por la magia de la imaginación literaria-, en un caso del narrador implícito (el discurso pensante de Facundo), logra penetrar en el pensamiento y los recuerdos del dictador. Y, por otro lado, un narrador explícito (semiomnisciente, porque narra desde afuera hablando de Facundo y penetra su intimidad) guiando al lector en cuanto a los personajes y los hechos. Pero también un narrador explícito que en muchos momentos se convierte en vox populi y alcanza a develar lo que la gente sabe por suposición y, que al mismo tiempo, es ya verdad popular, de las muchas cosas que rodeaban y rodean al Jefe. De modo que este narrador explícito facilita las intrusiones del autor que se hace eco de esa suposición popular.
La suposición aquí es especulación literaria y realidad objetiva al mismo tiempo; es lógica discursiva del sentimiento de la gente; es la fuerza fáctica del murmullo colectivo; y, por ende, es una impecable imaginación que sustenta la buena literatura de Las palabras y los muertos.
La especulación es lo que caracteriza a esta crónica íntima como una ficción bien imaginada, que se encuentra relacionada estrechamente con lo histórico y, de hecho, nos permite el mejor acercamiento a lo siempre sospechoso, hablado y nunca publicado. Podría decirse que es una novela umbral: entre la Historia y la ficción, por lo que los recuerdos fluyen basados en hechos secretos y/o públicos que, innegablemente, son acontecimientos ocurridos, pero que entonces descubren su interioridad, dejan sacar las esencias, mediante la aplicación de la imaginación literaria, especulativa, sugerente, incisiva. En este umbral, lo histórico a su vez se confunde con lo psicológico, con la emotividad, el sufrimiento, el odio, la simpatía; en fin, con la carga subjetiva que siempre está detrás de cualquier hecho, sea privado o no y lo hace creíble. En verdad, esta narración es y no es Historia, es y no es ficción.
La característica -bien conocida por todo el mundo- de que el dictador Castro haya estado rodeado siempre, en su vida política, social y familiar, de un contexto enigmático, lleno de cosas ocultas que no se corresponden con la transparencia que debe tener la proyección de una figura pública; que todo en él haya sido (y aún sea) «secreto de Estado»; esta característica, repito, es lo que le da derecho al autor -¡al mismo tiempo de ser la única posibilidad!, por el secretismo con que todo se mueve en Cuba- de usar la especulación y la sugerencia, dos categorías del recurso de la imaginación, del cual dispone el novelista en su postura crítica para desenredar el mundo y el submundo de un dictador carismático, con una expresividad teatral y, en general, una personalidad bien compleja.
El alto nivel de imaginación realista (porque toda esta ficción lo que hace es corroborar públicamente lo que siempre se ha sospechado y sabido entre bastidores), junto a un bien hilvanado tejido de hechos objetivos, de personajes (unos históricos, otros menos históricos, pero conocidos), de situaciones y luchas palaciegas, que son dominio del autor, hacen de esta novela un accionar intenso, lleno de sorprendentes revelaciones, y por su barroquismo psicológico de ideas cruzadas en el discurso de los dos narradores y el intruso, un material imprescindible para acercarnos en profundidad a la manera de ser y pensar del tirano -aún presente- más viejo y de mayor duración de la Historia.
Hay momentos que pertenecen específicamente al narrador explícito, y que pueden servir de pinceladas para ir dejando entrever una caracterización satánica de Castro, como cuando se narra en la página 54:
«-Yo tengo mi pacto con la muerte, monseñor -comenzó a decir Fidel, pero se detuvo en el cambio de expresión que anegó de una seriedad hosca el rostro de Pérez Serantes».
«-Cuidado con lo que dices, muchacho -le escuchó decir al arzobispo-.Quien pacta con la muerte no es hijo de Dios».
El narrador explícito se confunde a veces con las intrusiones del autor, que vienen de la vox populi, como cuando se narra:
«Ramiro no se perdona que ella [se refiere a la difunta Vilma Espín, supuestamente reconocida como primera dama del gobierno, casada con Raúl Castro] lo haya dejado por un maricón que gusta de buscar marido entre su guardia personal. Eso decían. Si era cierto o no, y otra vez volvía a pensar en ello, Facundo no podía precisarlo. La única verdad en todo aquello era que los muchachones de la guardia personal de Raúl competían en porte y figura con cualquiera de esos galanes que salían en las películas americanas, aunque seguía sin entender tal empecinamiento por una mujer, si es que existía: Vilma, a sus ojos [los de Facundo], nada tenía que envidiarle a la bruja de Blancanieves. Estaba arrugada, pecosa, vieja, a pesar de las cremas caras y los trajes exclusivos que mandaba comprar, o se compraba ella misma en sus cientos de viajes anuales al extranjero» [página 58].
Encontramos que, aun cuando son los ojos agrios de Facundo, se transparenta asimismo la idea de un consenso crudamente crítico de la población (y bien sabemos que cuando se trata del oculto discurrir popular, siempre subversivo, las opiniones son muy descarnadas y no perdonan los traspiés que da la figura pública en cuestión). Se denota entonces una coincidencia entre el narrador implícito, el explícito y el autor como representante de buena parte de esa opinión pública (sabido es que a la opinión pública cubana sólo le queda como recurso de supervivencia la triste defensa de la doble moral).
Aquí veremos otro retazo de texto como extrapolación que va de la ficción al documento, y que al mismo tiempo puede ser una intrusión más; algo que, en nombre del murmullo popular, el autor se da licencia para intercalar en la novela. Y el mérito literario radica en que esta intrusión se encuentra bien ligada a la lógica del discurso de Facundo.
«Fidel lo miró, quedó como esperando a que él terminara de responder y por eso agregó [Facundo] lo que en realidad pensaba: ‘el día que usted deje de pensar por ellos, Cuba se va a la mierda, Jefe, y perdone la sinceridad'» [página 63].
Asimismo, en la página siguiente (64) se ratifica este sentido: «el día que no esté, Jefe, este barco se va a la mierda, y disculpe que siga pensando lo mismo».
Realmente, el ego de Castro (que conforma la parte más irónica de la historia) funciona como un leit motiv de la novela: «-No joda, Jefe- soltó [Facundo] sin poder controlar el exabrupto-. Si usted se muere, esto se va a la mierda. Cuídese y no enrede más la pita» [página 95].
Como se ve, éste es uno de los fragmentos que se repiten en la novela, y en realidad aun cuando lo dice Facundo, porque lo siente, claro (¡qué más se le puede pedir!) viene además de ese correr y correr del comentario clandestino, de esa conciencia colectiva que en este caso coincide con la Sombra en creer que no hay otro que pueda sustituir a Castro como gente hábil -diríamos- para mantenerse en el poder.
Si verdaderamente en un futuro esto sucediera -como es probable que suceda- la novela ampliaría sus coordenadas realistas por esa tesis de que «La Revolución Cubana termina con Fidel Castro»; lo que quizás haga que algunos entonces la consideren como una novela de tesis. De hecho, el libro podría ser visto, hasta cierto punto, como un documento sociológico y político. Desde estas dos últimas perspectivas, muchas de las cuestiones que están planteadas en Las palabras y los muertos, por el camino de la ficción especulativa como recurso, si en un futuro se comprobaran, digo, a esta novela le podría suceder algo parecido al Facundo de Sarmiento, que ha sido clasificada en varios géneros, incluyendo el de la novela, y pasó a trascender como documento histórico y sociológico contra el tirano Rosas. Pero aquí se da la salvedad de que la narración de Amir Valle obtendría valor como documento sin perder sus cualidades novelísticas.
Una observación al margen
En mi criterio particular uno de los factores clave de lo que ha pasado en Cuba no sólo se le ha de atribuir a Castro, a la dictadura de Batista y a las relaciones históricas entre Estados Unidos y Cuba, sino a toda esa generación suya y a las características antropológicas de los cubanos, que cuajaron dentro de una problemática mundial de los años 60 -en el caso de la isla y desde una perspectiva política, Castro fue la cabeza representativa de esa generación-; cuando una serie de coincidencias de carácter económico, político, social y tecnológico se dieron cita en el mismo momento de auge de esa generación especialmente dominadora. Habría que estudiar este fenómeno entonces desde una proyección generacional también (¿cuáles fueron las razones para que esa generación fuera tan fuerte?), y quizás así pudiéramos explicarnos un tanto el proceso del castrismo -en medio de una serie de fenómenos que aparecieron en esa década: entre los positivos y en la música, tenemos el rock and roll, Elvis Presley, los Beattles y los Rolling Stone; por otra parte, los baby boomers, en la economía y la sociedad estadounidense; la conquista de la Luna por tres astronautas de Estados Unidos; el surgimiento de los hippies y la revolución sexual; el primer satélite puesto en órbita por la URSS; el «milagro» de la economía japonesa; y en otro sentido, favorecido por unos y negado por otros, el Mayo del 68, como detonación social; la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba, la Crisis de Octubre, el comienzo de la Guerra de Viet Nam, entre muchos más. Acontecimientos todos que, de una forma u otra, en mayor o menor medida, conmocionaron el mundo-. Recordemos que esa misma generación de Castro se dividió en Cuba: los más fuertes, quedaron con Fidel a la cabeza y se apoderaron de la isla; y la otra parte, supuestamente más débil en esos momentos, se marchó al exilio y con el tiempo se repuso y creó una fortísima oposición, en Miami, New Jersey y California, desde donde incluso han podido influenciar en la política estadounidense y, específicamente desde Miami, desarrollar con capital y trabajo el sur de la Florida. Hasta se ha llegado a comentar que hoy en día se considera a Florida, para no decir exclusivamente Miami, el centro neurálgico del comercio en América Latina. Pensando así, podría estudiarse la posibilidad de que sólo cuando esta generación en la isla y en Estados Unidos desaparezca por vejez, o ya esté totalmente debilitada biológicamente, sólo de esta manera, repito, pudiera ser que entonces se empezará a resolver el problema de Cuba, aunque siempre, por supuesto, demoraría unos cuantos años más en lo que respecta a lo social y político… De hecho, en este sentido, encontramos en la mencionada entrevista al autor, algunas palabras suyas que podrían guardar cierta relación con este último planteamiento: .
«Creo, sinceramente, que en Cuba ya no hay que hacer ninguna Revolución: lo primero es salvar lo poco que va quedando de la isla, y para eso cada día que pasa va siendo más claro que habrá que esperar a que Fidel (y toda su influencia en las élites del poder actual) muera».
Pero todo esto es otra historia, un aparte para un trabajo otro, que ahora aquí, por supuesto, no es el caso.
La ironía como lenguaje dual
Una de las apoyaturas del recurso de la especulación, o del confidente, es la ironía:
«…un detalle que le mostraba la verdadera estima, el verdadero espacio que él, un simple militar, una simple sombra, ocupaba en el corazón de un hombre tan inmenso (…) Importaba sólo que el Jefe había salvado a Cuba y ahora estaba muerto y más allá de esa puerta que sigue tozudamente cerrada ante sus ojos solamente puede estarse tramando la desgracia. ‘Sólo un cerebro como el suyo puede salvar a este país, Jefe’, le dijo una vez, como quien sabe está diciendo una verdad absoluta» [pág. 93].
Se continúa el estímulo al ego del personaje desde la perspectiva del narrador implícito, Facundo. No puede ser de otra manera para la Sombra, porque a Castro le satisface que constantemente le adulen; y esto sucede en toda la novela porque es la razón de servilismo de Facundo exclusivamente con su Jefe, porque conoce la personalidad narcisista del mandatario y lo complace. Esto se va transformando, por naturaleza propia, en una ironía absoluta que en su significado, en el trasfondo, digamos, da paso a la negatividad y hace que la figura del «Presidente» (nunca fue elegido por voto popular) se despeñe. En otras palabras, Facundo, como sombra que es, a pesar de ser un personaje de carne y hueso, es un ser que no puede pensar por sí mismo; alguien que, «en su obnubilación justifica todo, busca explicaciones donde una mente cuerda no las hallaría, intenta poner un orden justo a lo que por naturaleza ha nacido injusto, irracional» [entrevista citada]. Lo «injusto», lo «irracional» es lo que se halla detrás de las palabras de adulación de Facundo. Todo su discurrir es como una gran metáfora que induce a lo contrario.
En efecto, el lenguaje discursivo de Facundo conlleva un doble sentido, del cual el propio escolta no se percata debido a que está inmerso en creer en la primera lectura de lo que él dice: su pensamiento a favor de Castro; mientras que para el contexto de realidad cuerda que rodea sus palabras, éstas desprenden el sentido contrario de la negatividad.
Cuando la ironía se devela paradoja
El punto de vista del narrador implícito es -como ya dije- el fluir del pensamiento de Facundo, un personaje dentro de la historia de la narración y la Historia misma, que se constituye en la intimidad del Jefe. Facundo así deja escapar su ideología castrista. Pero las perspectivas de su pensamiento chocan constantemente con las coordenadas del pensamiento del mundo real, libre, objetivo, y también ya dentro de Cuba, clandestino y subversivo. Frecuentemente, el escolta está ensalzando la figura del Jefe, por sus acciones, su forma de resolverlo todo, de saber hacerlo todo, etc. Y es cuando sentimos la ironía de lo que es el Jefe mismo y que su visión del mundo no tiene nada que hacer con las coordenadas (y digamos también principios) del mundo objetivo. Entonces, la figura de este «líder» se va haciendo -como es en la realidad real, valga la redundancia- tremendamente adversa, sádica, cruel, y es que el choque entre el espejismo castrista creado en la mente de Facundo y el sistema de factores que conforman un pensamiento humanista legítimo hacen que la imagen del «líder» se desmorone y se convierta en una tortuosidad, una distorsión, un disparate y un absurdo. De modo que pudiéramos decir que los discursos de los dos narradores: el implícito y el explícito, entre líneas, llega un momento en que convergen y se convierten en la paradoja de un efecto bumerán; en algo que regresa con su carga de negatividad contra el mismo personaje de los elogios, y da al traste con cualquier mínimo convencimiento que hubiera podido tenerse de la figura del mandatario. Es como si la vida de los cubanos, además de ser el infierno mismo, fuera una broma de mal gusto, en la que la ironía existencial del pueblo (fiestas, apoyo, marchas, consignas, etc.) no deja de ser siempre una patética danza de zombis aplaudiendo al brujo mayor.
La Sombra y el Jefe
Ya se sabe que Facundo es de manera obsesiva la «sombra». Lo que no quiere decir que sea un cobarde o un oportunista que se escuda, para sus beneficios, en ser quien ampara al Jefe. Facundo tiene la estupidez de una robótica deshumanización porque se cree su destino: su misión en este mundo es cuidar del Jefe por encima de todo, y no vacila en dar su propia vida por aquel que lo significa todo para él (hay que recordar que a los 14 años empezó a prepararse para servirle). Ciertamente es un problema de luces y de alma. En verdad, Facundo es servil sólo con su Jefe; es un fanático, un apasionado del ser a quien cuida, a tal extremo que la relación cotidiana que mantiene con él es tan abarcadora que supera en mucho la relación que lleva con su esposa Nora, con quien incluso en los momentos íntimos del sexo no deja de hablarle de Castro (En este sentido, la vida de Facundo es morbosa, totalmente desajustada, una existencia extraña que parece encontrar más placer al lado del dictador que al lado de la esposa). No obstante, es un fanatismo cuerdo, consciente, que convence por la sinceridad y al mismo tiempo por la humana ignorancia que posee para sólo ver las cosas a través del prisma del Jefe. De manera que este fanatismo lo lleva a transparentar el pensamiento de Castro, aun sobre los más cercanos colaboradores, y hasta del hermano Raúl, quien sale muy mal parado en esta historia.
Otro de los logros -junto con el personaje de Facundo- es el sentido de persuasión de la novela, que nos convence de la carga deshumanizada del Jefe como un coprotagonista referencial. Lo que no evita que el lector tenga una identificación con el dictador, aunque adversa pero identificación al fin: lector-figura clave (gracias al fluir del pensamiento de Facundo). A pesar de la desfachatez y deformación del poder, se llega a sentir el carácter hipócritamente paternalista en la relación del Jefe hacia Facundo (pero, claro, es el paternalismo de todo autócrata), mientras que viceversa la proyección es apasionada y, de hecho, embelesada. De modo que Facundo es la sombra, y como tal es ficción (intangible), pero también como sombra es realidad concreta, reflejo de un cuerpo viviente.
Facundo «Sombra» agranda al Jefe, lo anima y le da la garantía de que está vivo y que tiene grandeza histórica. La sombra vive por y para el Jefe:
Vuelve a tener ese chispazo en la memoria: alguien que le dice al Jefe, «pareces un diablo Fidel», y lo hace sonreír tal vez con esa misma sonrisa abierta que ha quedado atrapada en este pedazo de papel fotográfico. Lo conserva con celo. No ha tenido nunca el valor de sacarlo y ponerlo sobre el buró, como algunas de esas otras que tiene delante de los ojos, porque las víboras que siempre abundan en aquel palacio, que reptan, venenosas, por los pasillos, seguro dirían que era un modo muy eficaz de guataquearle al Jefe, como si a él le hiciera falta [pág. 284].
Para una saga del poder
En sentido general, una narración como ésta, por la importancia del tema y por estar bien contada, le deja a uno el sabor de querer seguir leyéndola. Es una manera atractiva de conocer verdades ocultas; o al menos, acercarse un poco más a los entretelones de un entramado histórico, cuya intensidad radica en el ocultamiento sistemático que se ha hecho de cómo verdaderamente ha funcionado ese poder. Por eso me atrevo a suponer que después de esta novela podría surgir otra en la que alguien más continúe esta historia, en su dimensión íntima, psicológica, política. Aunque sé muy bien, por la entrevista citada, que sería muy difícil que el autor volviera a escribir otra novela más del tema. Al preguntarle si su obra pudiera tener una continuación, Amir Valle respondió:
«Puede ser, pero te juro que no me vuelvo a meter en un proyecto tan ambicioso como éste, de modo que esa otra parte se la dejo al que la desee escribir (…). Pero sí, hay mucho material de donde escoger, y no ya sólo en la historia de nuestro «ilustre» dictador. Hay unos cuantos de esos que se aferran al poder que tienen historias como para escribir una saga al estilo de Galdos o de Balzac».
Las palabras y los muertos fue la rabia inteligente que sacó los demonios de Amir a modo de exorcismo, y que en estos momentos -supongo- le otorgan literariamente una enorme paz consigo mismo. Pero cierto, la saga puede ser interminable, puesto que aún quedan infinidad de cosas por decir. Es la historia de la negatividad y la fascinación del poder en esta figura emblemática del mismo poder, prominente para producir crisis mundiales, hechicero de multitudes, hábil en política internacional, divisor genial para prometer lo que nunca ha cumplido y hacedor del espectáculo, entre tantas y tantas facetas. Y es así que la novelística nos da la posibilidad de adentrarnos en la interioridad de ese poder. Desarrollar el aspecto imaginativo para situar mejor el hecho del atropello realizado diariamente, durante casi cincuenta años con toda impunidad. Quizás pudiera ser Nora quien discurriera la nueva historia, ¿la fiel esposa de Facundo?, porque supuestamente debe haber seguido paso a paso la vida de su marido y la del Jefe y, por tanto, sea ella entonces quien tenga que contar mucho de su drama familiar y social. O desde otro ángulo: ¿la mujer despechada por haber sido preterida?; ¿la mujer fanatizada también con el mandatario?; ¿la mujer en su papel de nueva sirvienta, a quien se le cambió el nombre y se le puso el de «compañera»?; quiero decir, un ángulo con el que podrían descubrirse otras tantas corrupciones y desvaríos del poder.
Naturaleza del cuerpo y de la sombra
Por último, pienso que el final es previsible, pero también porque es legítimo; un final en un tiempo indefinido, que se hace largura sensible en la ficción y brevedad en el ámbito objetivo de la circunstancia real, siempre en el mismo espacio cerca del Comandante. Mientras espera… ¿qué espera este hombre?… su turno, digamos; «-No te podías dar el lujo de morir, Jefe -dice, abre la última gaveta y saca la makarov»… Los pasos que vendrán por él; que ya vienen, esos pasos de botas que resuenan acercando el preciso instante de la definición… Ve a Rubén «quedarse parado frente al buró, seguido de los tres soldados, los ojos como de vidrio, tiesos, las manos caídas a lo largo del cuerpo, como un muñecón sin vida, como una estatua»… Durante toda la novela ha venido gravitando in crescendo su decisión, tomando fuerza en los propios recuerdos… «Sólo escucha la luz, el sonido chisporroteante de la luz, un bisbiseo enredado en esas volutas de luminosidad que le anegan el cerebro. También logra escuchar el clic metálico del percutor. Y el disparo»[pág. 298]…
Facundo o se mataba o lo mataban. No podía ser de otra manera. Aun cuando su suicidio es distinto al de los cobardes. Facundo atenta contra sí mismo por convencimiento de que ya no era nadie, y también como una manera de ganarle la partida a los que le van a matar, a los que eran «enemigos» de su Jefe. Si algo hay que decir a favor de él -incluso con cierta admiración- es que con su suicidio le niega la posibilidad a los «traidores» palaciegos de que lo compren o destruyan. Pero también porque, por encima de todo, Facundo es fiel a Fidel Castro, como ya lo ha definido el autor.
El caso es que si se va el cuerpo, la sombra tiene que desaparecer. Ésta es la razón más poderosa para que el final de la novela sea un principio básico que tiene que cumplirse: la sombra nunca -por naturaleza- puede traicionar a su cuerpo.