Conferencia leída en el Coloquio Internacional “Ecrire/Decrire La Havane”,
Niza, Francia, 21 y 22 de mayo de 2012.
Cuando escribí el título de esta intervención: “La isla viajera: Cuba novelada desde el exilio”, dos nombres llegaron a mi mente.
Había una vez un escritor barbudo, de ojos verdes, a quien reconocíamos desde lejos por su nariz de gancho y su revuelto pelo largo, que intentaba domesticar amarrándolo con una coleta en la nuca. Tenía un humor finísimo. Y era honesto y humilde, esas dos especies casi extintas en el mundo de los escritores. Escribía a diario, casi enfermizamente. Y era de esos pocos seres humanos que, con honestidad, manifiestan su horror ante la muerte. Escribía, me confesó, para salvarse. Días antes de morir devorado por el cáncer, le dijo a mi esposa, sentado en mi sillón, allá en La Habana: “nadie sabe cuán difícil es el tránsito hacia la muerte”. Al día siguiente regresó a su pueblucho gris, polvoriento, en el oriente de la isla. Y allá murió. Tenía 52 años. Había publicado cinco libros de cuentos y ocho novelas. Dejó inéditas otras cuatro novelas y casi una docena de cuentos. Se llamaba Guillermo Vidal y me atrevo a decir que es uno de los narradores más originales en la historia de las letras cubanas.
Había también un viejo escritor. De cara arrugada y, qué casualidad, también nariz grande. Escribía como un obseso. Y a pesar de ser uno de los más grandes novelistas cubanos del siglo XX murió pidiendo a las autoridades culturales que lo ayudaran a comprarse unos espejuelos para poder seguir haciendo lo único que sabía hacer: escribir. Se llamaba José Soler Puig y escribió dos novelas que considero de lo mejor y de lo más original que se ha escrito en lengua española: El pan dormido y Un mundo de cosas.
¿Qué hizo que sus nombres llegaran hasta mí cuando pensaba en el título y el contenido de esta intervención?
Pues que ninguno de los dos podía escribir sin ese pedazo de tierra donde habían nacido: Soler Puig sin Santiago y el Guille Vidal sin Las Tunas. Y lo más curioso era que sus literaturas no son “provincianas” y jamás se vieron a ellos mismos como escritores “provincianos”: Soler decía que Santiago era inconmensurable, como Dios; y Guillermo escribió: “Yo no soy Tunas, yo soy uno en Las Tunas. No puedo creerme que soy la imagen de nada, que soy un perfil de nada. Soy el tipo que anda por la calle y me echan polvo los carros y les hago señas y no me paran… Ese es el tipo de persona que yo quiero ser y seguir siendo siempre…”[1].
Soler Puig, a quien llamábamos cariñosamente “El Viejo”, intentó vivir en La Habana durante algunos años pero, como nos dijo un día en nuestro taller literario, allá en Santiago, “regresé acá, como un perro apaleado, con el rabo entre las patas”. Y al Guille Vidal, a pesar de que estuvo viviendo hasta su muerte en una húmeda casucha en un barrio marginal de Las Tunas y que justamente esa mala vida propició el cáncer, como supimos por el informe de los médicos, jamás logramos convencerlo de que se fuera a vivir a La Habana donde, creíamos, recibiría el reconocimiento que su obra merecía.
Cuando Guillermo supo que me iba a La Habana me dio un consejo: “tú no has escrito nunca en santiaguero, no te corrompas, la mayoría de las cosas que he leído allá están escritas en habanero”. Y el viejo Soler, sentado junto a mí y al también escritor Alberto Garrido en un banco de la Biblioteca Elvira Cape, en la mítica Calle Heredia de Santiago, me dijo: “Ya La Habana está escrita, ¿qué vas a hacer tú allá?”.
Por eso los recuerdo. Y porque esas mismas visiones he encontrado en conversaciones con otros novelistas cubanos del exilio que han publicado obras donde La Habana es escenario o personaje, marca geográfica o atmósfera, y, curiosamente, es también una especie de Aleph: es decir, un sitio donde confluyen, donde se resumen todas las esencias de esa tan mencionada “cubanía”.
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El recorrido que me hace escribir estas palabras transita a través de siete obras: tres novelas basadas en temas de la realidad cubana actual, dos novelas del absurdo, una novela histórica y un policiaco. Sólo tres de los autores son habaneros; el resto nació en ciudades de lo que en Cuba llamamos “el interior”, en la menos cruel de las denominaciones para referirnos a lo que no sea La Habana. Esos autores residen actualmente en Argentina, Estados Unidos, Francia, Portugal y Suecia, y desde allí, en los últimos diez años, han escrito estas obras.
Antonio Álvarez Gil vive en Suecia y es autor de una prolífica y premiada obra, publicada en importantes editoriales de lengua española. La Habana aparece en casi todas. En su caso, es una ciudad que se mira siempre desde la lejanía, quizás debido a que el foco desde donde se narra está ubicado en su pueblo natal, en las cercanías de la capital: Melena del Sur. Mirada cuestionadora y cómplice: La Habana es un monstruo ávido de las almas ingenuas que acuden a ella como los insectos van hacia la luz y, al mismo tiempo, es hermosa y seductora, sitio donde pueden cumplirse sueños de prosperidad y realización que no existen en otras partes. Y específicamente, elegidas por mí con todo propósito, las novelas Callejones de Arbat y Perdido en Buenos Aires, ofrecen una visión todavía más alejada de eso que algunos críticos llaman “habanidad” y de esa estereotipada definición de “cubano”, que se ha impuesto en buena parte de este mundo. En Callejones de Arbat un periodista cubano trabaja en una organización internacional del antiguo bloque socialista, en Moscú, y la trama, que transcurre en los tiempos de la perestroika y la caída del muro de Berlín y del socialismo “a la rusa” en Europa, cuenta el impacto que tendrá en este hombre conocer a un viejo escritor español, que pone en sus manos un grupo de manuscritos relacionados con varios de los más importantes escritores eliminados por Stalin. La Habana aquí personifica a toda la isla y es observada como el sitio donde también suceden cosas similares y a donde, debido a estas relaciones “no correctas” del periodista, puede ser enviado de vuelta como castigo.
Perdido en Buenos Aires, novela histórica de este autor, recrea los tres meses de estancia del ajedrecista cubano José Raúl Capablanca en la ciudad de Buenos Aires, e intenta explicar porqué Capablanca perdió el título de Campeón Mundial de Ajedrez frente al ruso Alexander Alekhine.
Capablanca, en la novela, asume como parte indivisible de su carácter los tópicos que usualmente esquematizan en una imagen de cartón al “hombre cubano”: buen bailador, buen bebedor y excelente pareja amatoria, aprovechándose a conciencia de esos “mitos” para manejar a su antojo a quienes lo circundan y se acercan a él en tanto famoso y en tanto “cubano portador de esas maravillas”.
Más allá de narrar cómo Capablanca pierde su corona por su exacerbado orgullo, por la exagerada confianza en su genialidad, y por su libertina zambullida a la vida bohemia de Buenos Aires mientras su rival dedica todo el tiempo a estudiar las partidas del torneo, Perdido en Buenos Aires es una novela que habla de algo que va tipificando la vida del cubano de a pie desde hace ya más de un siglo y que podríamos llamar la “jovialización de la cotidianidad”, algo distinto al “choteo” del cual hablara Jorge Mañach; es decir, el no tomarse nada en serio, el no asumir la vida con la responsabilidad que como individuos corresponde, el mirar la vida con la frase “no importa, todo se resuelve”, aún cuando todo lo anterior signifique que, como seres sociales, tomar partido por una idea, una meta, un sueño es más asunto de otros que de nosotros mismos. Capablanca cree hasta el mismo final que puede retener la corona de campeón mundial porque, primero, cree merecerla más que Alekhine; segundo porque, ahogado en la bruma de su protagonismo y sus deseos de diversión, no es capaz de ver sus meteduras de pata; y tercero, porque cree que su genialidad saldrá en su defensa llegado el momento. Y los cubanos, lo sabemos bien (e incluso por ahí anda un viejo escrito, muy popular, que habla de cómo somos), hemos asumido los problemas de nuestra vida y nuestra historia primero, mirando la realidad de modo torcido porque no somos capaces de reconocer nuestros miedos, nuestra intolerancia natural, nuestra incapacidad manifiesta de escuchar algo contrario a lo que pensamos, en fin, nuestros defectos; y segundo, porque nos creemos, en muchas cosas, elegidos (búsquese, si no me creen, esos cientos de artículos que aparecen en internet, escritos por cubanos, donde aparecen los cubanos hasta pintando dibujitos en las cuevas de Altamira).
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Una mirada sobre La Habana, similar a la que aparece en Callejones de Arbat, de Álvarez Gil puede encontrarse en La viajera, de Karla Suárez, quien ha sido ella misma una viajera a través de su exilio en Roma, París y, hace poco, Lisboa. Hago una confesión: de todas las novelas cubanas que he leído sobre el tema del exilio, esta es mi preferida. Porque Circe y Lucía, las protagonistas, viajeras ellas mismas, han recorrido medio planeta buscando su lugar en el mundo y en esa búsqueda, en la cual también se encuentran con el verdadero ser humano lleno de miedos que hay dentro de sus hermosos cuerpos, La Habana aparece como un telón de fondo, eternamente desdibujada con sus luces y sombras, pero omnipresente, vayan adonde vayan. Es como una cruz: “uno va dejándose habitar por las ciudades, que como grandes arañas te envuelven en su tela, hasta que les perteneces… La Habana será siempre el origen, el punto de partida”, dice Lucía al final de la novela. Para Lucía, aunque lo niegue, La Habana es más que eso, pues en realidad la ciudad que ella habita, sea Sao Paulo o Roma, está siempre cubierta por una neblina que le hace sentir que ha ido buscando por el mundo esa Habana que ella ama pero sabe imperfecta, en la persecución de una ciudad donde vivir feliz sea más que un sueño… ciudad que, por cierto, sólo habita en su mente. Para Circe, sin embargo, su ciudad es el conjunto de todos esos sitios donde ha vivido porque lo único que importa es que en esa ciudad haya un lugar para su hijo, su bonsái y su Cuaderno de Bitácora.
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La Habana narrada por Yamilet García Zamora en su novela policiaca Del otro lado, mi vida es una ciudad que se contempla a sí misma en un espejo: aquella Habana que sufrió el sitio de los ingleses en 1762 y esta Habana de los derrumbes, la prostitución, las drogas y los slogans que aseguran Cuba es el paraíso terrenal. Una perspectiva interesante para analizar la marginalidad social que ha caracterizado a la ciudad desde sus propios orígenes. Una historia que tiene como escenario el más publicitado de los símbolos arquitectónicos del período colonial: el castillo del Morro, y que establece un contrapunteo, por un lado, entre la marginalidad en torno a los amores clandestinos de una esclava mulata y un oficial de la Corona española, y por otro, entre una jinetera, un asesino serial y un policía, todos ellos contaminados por el hálito podrido de una ciudad en ruinas. Terminas de leer la novela y notas que La Habana se ha mirado en el espejo y ha descubierto que es la misma, que los vicios son idénticos, que los miedos que la habitan se repiten y, sobre todo, que sólo han cambiado las arrugas y el lenguaje con el que se dan vida a esos vicios y miedos.
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Ojos de Godo rojo, de Manuel Gayol y Libro de la derrota, de María Elena Hernández Caballero son dos novelas del absurdo apoltronadas sobre una Habana dominada por la corrupción, la intolerancia y la desesperanza. Gayol coloca a su personaje, Joel Merlín, en una encrucijada: debe descender a los infiernos de la burocracia socialista, donde reina “Godofredo el Diablo”; infierno que, como detalle a no perder de vista, está localizado en una Habana perforada por incontables túneles, lo cual le permite al autor develar sin artificios esa vida subterránea en la que habitan los habaneros, los cubanos por extensión, desde que la Utopía sufrió la metamorfosis que la convirtió en un slogan dominante de la vida en la isla.
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El mismo entorno absurdo pero desde una óptica que remeda un escenario de marionetas es esgrimido por Hernández Caballero para su Libro de la derrota, en el cual en una ciudad que se visualiza como La Habana pero se nombra Carraguao, un muchacho sobrevive robando madera de un edificio en remodelación; una viuda se enamora de un tosco sargento de la policía; ese sargento es perseguido por dos mujeres escapadas de una pintura famosa; un anciano militante del Partido Comunista, llamado Mosca Blanca porque es albino, descubre que su sexualidad está asociada a un vicio: espiar a los vecinos, atraparlos haciendo algo “contrarrevolucionario”… y alguien amaestra a una paloma roja, Celia, con fines ocultos hasta el final: la paloma logra escapar a la persecución de la intolerancia, logra hacerse seguir por once palomas y ocurre lo siguiente: “Pero apenas podemos defendernos, replicaron recelosas las otras. Celia dijo que mejor era empezar por lo más seguro: la Sierra Maestra. Después verían cómo llegar hasta el llano. Las once barbudas preguntaron si estaba proponiéndoles hacer la contrarrevolución. Y entonces Celia contestó: O la revolución, nunca se sabe”.
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Un autor nacido en lo que es hoy la provincia Villa Clara, al centro de la isla, propone otra mirada: Félix Luis Viera.
El corazón del rey es, sin dudas, una de las novelas más importantes de las letras cubanas de los últimos diez años. Obra de propuestas múltiples, que sigue el camino de otra novela de este autor, considerada un clásico del género en Cuba: Con tu vestido blanco. Otra vez la ciudad de Santa Clara es el escenario. Y éso es justamente lo que me parece más impactante en esta obra: Viera consigue algo que podríamos llamar “la nacionalización de la ciudad”; es decir, la historia narrada en las calles, barrios, casas, hoteles y sitios periféricos de Santa Clara hace desaparecer el escenario real de la ciudad como si esa historia ocurriera en cualquier sitio del país. Santa Clara cobra vida así, pero lo hace sin hundirse en el lodo del provincianismo con el cual se ha escrito buena parte de la literatura cubana surgida en las distintas regiones de la isla. Los códigos que Viera trasmite son códigos que pueden considerarse “nacionales” o, en términos más específicos, cubanos en su esencia. La ciudad, Santa Clara, se catapulta a un protagonismo mayor: el de la cotidianidad compartida por los cubanos en toda la isla bajo el socialismo “encantador” de los años sesenta en los cuales transcurre la trama: Santa Clara, de ese modo, se invisibiliza como enclave geográfico en su especificidad y, al mismo tiempo, se proyecta, agigantada, como escenario de un momento histórico compartido por toda una nación.
La ciudad prescindible
Existe, como se ve en este recorrido, una isla múltiple, íntima, anclada en el ideario de cada autor. Isla que se asocia a una ciudad (La Habana, Carraguao y Santa Clara en este caso), pero lo más notable es que la existencia de la ciudad, en cualquiera de los usos posibles literariamente hablando, es francamente prescindible. Para todos estos autores la ciudad se difumina, pierde visibilidad ante la historia contada. Importa el trauma, no la locación. Puede ser ese Aleph donde coinciden todas las esencias de lo cubano; o escenario donde ocurre la trama; o marca geográfica e incluso personaje, pero siempre tendrá la liviana transparencia de lo fantasmal. Ello se explica en entrevistas concedidas por algunos de estos narradores en los cuales afirman que el exilio les ha permitido descubrir que el trauma nacional no se circunscribe sólo a su ciudad. Los habaneros han dicho, por ejemplo, que esa mirada “habanocentrista” desde la cual se mira el entorno socio-político del país ha cambiado desde que viven fuera. Los no habaneros coinciden en que cambió “la limitación localista” con la cual podían contemplar ese mismo entorno socio-politico justo desde el día en que abandonaron la isla. Antonio Álvarez Gil dice que “…estando en Cuba la realidad te llega parcelada, depende de donde vivas. Pero cuando estás fuera tienes sólo una posibilidad: ver la isla en su totalidad. Si lees que un edificio se ha derrumbado en La Habana Vieja, no sientes que La Habana se derrumba; sientes que el país se está derrumbando”[2].
La isla viajera
Otra coincidencia en la obra de estos narradores, que puede verificarse en las declaraciones de casi todos ellos, es la existencia de una isla viajera que acompaña a cada uno allí donde vaya. Isla conformada por tres grandes y coloridos retazos: por la realidad detenida en el punto en el cual ellos abandonaron la isla, por esa realidad informativa que los alimenta cada día (ya sea a través de la internet o los cuentos de un amigo recién llegado de Cuba) y por esa otra realidad aspirada, soñada, como escenario al cual se quisiera regresar. “Estuve soñando con regresar mucho tiempo, creyendo que ese país en el cual vivía era eso: otro país”, me contó en una entrevista el novelista cubano Justo Vasco, “y cuando regresé a Cuba, descubrí que ya La Habana con la que soñé tanto sólo existía en mi cabeza. Anhelé regresar a ese “otro país” en el cual vivía y cuando puse un pie en Gijón supe que jamás podría afincarme en ningún sitio. Yo era tan gijonés como habanero, y no era ni gijonés y ni habanero. Comprendí entonces que existe un país en el cual habitas estés donde estés, fabricado con retazos de los sitios donde has vivido, de las cosas buenas y malas que en esos sitios has vivido. Y ese es el país que importa”[3].
Visión crítica e inmovilismo
Sea cual sea la ciudad, sea una novela del absurdo o una estrictamente realista, llamó mucho mi atención que estos autores, y otros novelistas del exilio que he leído, ofrecen una isla, una ciudad detenida en el tiempo, un país aplastado por un inmovilismo casi absoluto. Y he notado que ese mismo síntoma aparece en buena cantidad de novelas publicadas en la isla en la última década. La ciudad o ciudad-isla mostrada por estos narradores se asemeja extraordinariamente a la que contemplamos, por sólo citar novelas que la crítica de la isla aúpa, en Carne de cambio, de Miguel Terry Valdespino; Noche de ronda, de Anna Lidia Vega Serova; Ave y Nada, de Ernesto Santana; Polvo en el viento, de Lorenzo Lunar Cardedo; La estrella bocarriba, de Raúl Aguiar o las visiones que en varias de sus novelas más conocidas ofrecen Ena Lucía Portela, Pedro Juan Gutiérrez, Antonio José Ponte y los aquí presentes, Leonardo Padura y Abilio Estévez. En una entrevista, el escritor Manuel Gayol me comentaba: “El inmovilismo político que convierte a Cuba en un fósil donde, incluso, se sigue hablando el lenguaje de los tiempos de la Guerra Fría, congela también esas historias de vida de las cuales nos alimentamos los escritores cubanos. La problemática cotidiana de los habaneros es, con algún que otro pequeño matiz para peor o para mejor, la misma de hace una década. Viene pasando en la isla así desde que sobrevivimos a los cambiantes primeros años de la Revolución. Pero ese fenómeno se agudiza más después del período especial hasta hoy. Tengo lectores de cuentos que escribí a inicios de los 90 que me cuentan que ellos se sintieron identificados porque vivieron historias iguales, casi gemelas, antes de salir al exilio, en el 2007 o el 2011”[4].
Coda
A veces tengo deseos de creer en los fantasmas. De que los fantasmas existan y se manifiesten. De que el viejo Soler y el Guille Vidal se pongan de acuerdo y aparezcan en mi estudio de trabajo en Berlín, ciudad donde vivo desde 2006 y a la que debo muchísimo de la madurez que como escritor pueda tener hoy. Podría intentar convencerlos de todo lo que he aprendido en estos años, desde aquel día en que decidí mudar mis huesos a La Habana. Les diría que siempre hay una isla, una ciudad, un pueblito o un reino íntimo que viaja contigo a todas partes. Le diría al viejo que descubrí esa Habana marginal y humanísima que volqué en mis novelas negras. Le diría al Guille que jamás he escrito en habanero. Les contaría paso a paso esa Odisea del desterrado que me llevó de La Habana a Madrid, de Madrid a Colonia y de Colonia al pueblito de Langenbroich, donde está la que fuera casa de campo del premio Nobel alemán Heinrich Böll. Me jactaría contándoles cómo pasé varios días revisando las pruebas de galera de mi novela histórica Las palabras y los muertos, que me envió la editorial Seix Barral, sentado allí, en la misma terraza y la misma silla desde donde, cuando aún yo no había nacido, Alexander Solschenitzin miraba los sembradíos de trigo, durante su estancia en Langenbroich, invitado por su amigo Heinrich Böll. Y les diría que en esos primeros meses una sola pregunta me acosaba: “¿seré capaz de escribir faltándome mi Habana, mi isla?”. Sé que Soler sería tan tajante, como lo fue a mis 16 años, cuando le pregunté cómo podía saber si yo era escritor, y respondió: “si eres escritor, o escribes o te mueres”. Sé también que el Guille Vidal sonreiría pícaro antes de decirme: “si pretendes alguna vez llegar a ser como ese excelso, magnífico y nunca bien ponderado escritor llamado Guillermo Vidal, escribe de lo que sea, pendejo, pero escribe.”
Muchas gracias.
Obras citadas:
- Álvarez Gil, Antonio. Callejones de Arbat, Editorial Terranova, Puerto Rico, 2012
- ———————–. Perdido en Buenos Aires, Editorial Universidad de Murcia, España, 2010
- García Zamora, Yamilet. Del otro lado, mi vida, Editorial Universidad Veracruzana, 2009.
- Gayol Mecías, Manuel. Ojos de Godo rojo, Neo-Club Ediciones, Estados Unidos, 2012
- Hernández Caballero, María Elena. Libro de la derrota, Azud Ediciones, Argentina, 2010
- Suárez, Karla. La viajera, Roca Editorial, España, 2005
- Viera, Félix Luis. El corazón del rey, El barco ebrio, España, 2012
[1] “El eterno homenaje a Guillermo Vidal Ortiz”, por Waldo González López. Cubarte, 22 de noviembre de 2010.
[2] “Escribo para explicarme qué pasó”. Entrevista en video a Antonio Álvarez Gil, Berlín, 2009 para el documental “La isla viajera”. Archivos del Autor.
[3] “Siempre seré un fisgón que escribe”. Entrevista en video a Justo Vasco, Gijón, 2003 para el documental “La isla viajera”. Archivos del Autor.
[4] “Desde acá Cuba se ve distinta, distante”. Entrevista en video a Manuel Gayol Mecías, Los Ángeles, California, 2010 para el documental “La isla viajera”. Archivos del Autor.