Susana Haug Morales, escritora cubana
MANUSCRITOS DEL MUERTO es un libro con muchas peripecias, no sólo literarias. Sufrió tantos avatares antes de ver la luz que, me lo recordaba un amigo, por poco se queda en manuscrito. Afortunadamente, el muerto, al parecer, era persona pudiente y contaba con sus influencias en el cielo, así que garantizó la llegada a tiempo de los cuentos al lanzamiento en la feria del Libro 2000, donde, casi minutos antes de la presentación, aun se desconocía el paradero del libro, y algunos lo imaginaban en puerto, otros, todavía en el extranjero; pero el muerto, supongo, se había confabulado con Amir Valle, el autor, para dejarnos a la expectativa hasta el último momento, como ahora, tras haberlo anunciado mucho y que desesperados por fin, nos lanzáramos a comprarlo. El muerto, hay que reconocerlo, además de dictarle las historias, lo hacía muy bien, y acaso mejor ahora, después de un seminario de técnicas narrativas.
En tiempos de dinosaurios monterrosianos, también los cuentos largos son válidos. Amir sabe, con sus artimañas de escritor ya avezado, invitarnos desde las primeras líneas , valiéndose de unos principios que se sienten como ramalazos, a no soltar esa otra vida del papel, puesta ante nuestros ojos , donde queda captada la realidad de un ser humano escogido al azar, lleno de incertidumbres, de tropiezos y desgracias que arrastra la existencia. Confieso haber caído en su trampa al comenzar a leerme «Laura», «Mambru no fue a la guerra» y «Las Castañas al fuego», textos con los que, sencillamente, enmudecí. «Laura», premio cuentos de amor Las Tunas 1997, texto de un erotismo fuerte, predominante también en las otras narraciones como goce y bacanal, y a su vez como forma de eludir la impotencia y el llanto, recreado en vorágine de acciones continuas e imágenes más que pura descripción, característico de los relatos de Amir, conmueve más allá del lenguaje y el desgarramiento de sus personajes, de tal vitalidad que cobran independencia y reconocen el patetismo de sus propios destinos. A pesar de la crudeza de la prosa, nos llega, como en Mambrú, con un lirismo sorprendente. El protagonista de Mambrú se debate entre la soledad, las orgías onanistas en torno a una mujer con figura de diosa, a ratos inventada o vislumbrada en atisbos desde el portal de su apartamento, mientras acude con la misma angustia a las remembranzas de su juventud y el vórtice de una guerra que lo cambió para siempre. «El desesperado amor de los ahorcados» es un cuento en pocas palabras genial, el postre de todo libro, que me hubiera gustado escribir algún día. Y está contado de la única forma posible, tan descarnado que las líneas finales suenan a irrealidad, a algo soñado e improbable. Los personajes son desnudados – no sólo literalmente, y puestos a confesar cada miedo, cada odio y deseo recóndito que han permanecido allí inveterados a su condición de seres. Los finales, algo difícil de lograr cuando inicio y desarrollo sostienen un nivel cada vez en ascenso de la acción y el drama, tienen un cierre altísimo, como el de «Cirios, rostros grises y una flor en la solapa», cuyo aire resume el vacío o el sino dramático de todos los cuentos, sobre los cuales se cierne, inevitablemente, el pesimismo y un reproche a la vida, incapaces de explicarse sus personajes el porqué de sus golpes, frustraciones, la ruptura de familias por el éxodo o el desamor que los rige, como si estuvieran condenados a padecerlos ya por el acto simple de nacer: De cualquier modo, la felicidad es algo tan fugaz que a veces resulta un secreto eterno para los que, a pesar de que siempre se dice lo contrario, aún creen en ella.
Las nostalgias y la ironía, el hombre enfrentado a su propia miseria y a las vueltas inesperadas del destino o la suerte, signan el aire a veces duro, a veces poético y siempre realista de los Manuscritos… Su lectura obliga a identificarnos con ellos; implica una empatía que rompe la pasividad del lector, lo obliga a convertirse en fisgón y partícipe involuntario y seguir la exhalación de las narraciones, forzado a aventurarse más allá del punto final, urdiéndole un futuro a ese juego de marionetas al que todos estamos sentenciados. Y es este mensaje el que nos transmite el autor a la postre: el acto de vivir está ya controlado por la casualidad y la predestinación, poderes que escapan de nuestras manos para gobernarnos a su antojo. Nadie es, por tanto, libre, ni puede vislumbrar su porvenir, sino acatarlo.
Gracias a la ambigüedad caritativa que eternamente nos asalta, de si es el autor el narrador o no de sus historias, y a lo cual Amir se respalda, nunca podremos saber cuánto hay de autobiográfico, de experiencias propias, y cuánto de fabulación. Quizás al respecto «La nostalgia es un tango de Gardel» podría arrojarnos algunas luces sobre el Amir escritor, las tribulaciones de todo intelectual con los concursos y la publicación de sus libros, en que se basa el sustento familiar, y además la incertidumbre de la creación, en torno a otra historia de amor con aires de melodramatismo, que por supuesto, salva la acidez del tono y una absoluta objetividad, único modo de no caer en telenovelones con este cierre «una simple historia de amor(…) donde la nostalgia, ese bicho que muerde las esquinas más débiles del hombre, fuera mucho mas que un (…) tango de Gardel». Lo cierto es que sus protagonistas son cubanos de raigambre, aunque aludan, ya al descuido o con intención e ironizando, a ciertas aristas que todos reconocemos por lo cotidiano: ellos sobreviven entre el mercado negro, la precariedad económica y el espejismo de los dólares, la deificación de los turistas, para quienes es terrenal el paraíso, los fracasos, la utopía de los viajes o los anhelos de regresar a la patria tras una ida de varios años, a rememorar rincones, barriadas y gentes que quedaron atrás, en la historia de un pasado que se los come vivos, porque Cuba es tierra siempre añorada para aquellos que una vez se marcharon pensando enterrarla en la distancia, y resulta, imposible negar el encanto de La Habana desde cualquier capital del mundo. Sin embargo, todos trascienden su situación y se nos figuran personas más creíbles, llenas de deseo, de amor, de sueños, perversión, remordimientos y evocaciones, puestos a sufrir los laberintos del azar, a padecer sus tropiezos y reveses, tras perder ilusiones y fantasías, que la vida se ha encargado de desbaratarles, como un divertimento, por el hecho de existir. Y está, por supuesto, Dios, criatura desconocida y conjurada cientos de veces… supuesta y reinventada, porque a la duda no cabe más que imaginarlo… ¿y si Dios existe?, tal vez la pregunta más formulada entre creyentes y ateos, dice el exergo de «Miedo», interesante en cuanto a la jugarreta con el narrador omnisciente, cuya voz, por primera vez, no pertenece al Todopoderoso. Entonces, ¿a quién?
La fórmula de la buena escritura acaso nunca existió fuera de la mente de alquimistas, virtud o vicio que va royendo y contaminando de locura y originalidad a los escritores. Amir tiene la fortuna de poseer un muerto que le susurra historias al oído, con un gusto exquisito y olfato de catador experimentado… ojalá descubriera yo sus secretos; los menos afortunados, vagan por las calles en busca de inspiración, o persiguen aquellas mujeres inasibles, después desdibujadas en sus textos, a las que suelen llamar musas.