Megahistoria vs Marginalia ó el camino actual del neopolicial cubano

El ámbito de lo citadino, de lo urbano, en la narrativa cubana escrita en la isla en los últimos 20 años, cambia totalmente de esencia a partir de la publicación de las novelas que integran la tetralogía «Las cuatro estaciones», de Leonardo Padura, y se abre paso, según la crítica literaria nacional, a un proceso de «atomización de la marginalidad y la entrada al escenario cultural isleño de un enfrentamiento tirante entre los códigos artísticos impuestos por los influjos políticos, económicos y sociales de la megahistoria y los códigos de supervivencia social de un ente que comenzaría a denominarse Marginalia, retomando la contienda iniciada en los primeros años del proceso revolucionario, a nivel cultural, con obras como PM en el cine, Andoba en el teatro y la llamada narrativa de la violencia (básicamente los sectores y códigos de marginalidad introducidos por Eduardo Heras, Jesús Díaz y Norberto Fuentes en sus relatos); un proceso truncado por conveniencias y miedos políticos, como bien ya se sabe».1

Serían las artes plásticas, el teatro, a literatura y el cine, en ese orden, los protagonistas de un nuevo estallido de rebeldía, otra vez recogiendo el pendón de los perdedores en décadas anteriores y planteando sus tesis discursivas y expresivas bajo un nuevo entorno: la repulsa que en tanto cosmovisión intelectual y creativa comenzara a recibir, desde principios del 80, primero tímidamente y luego con total desparpajo, el intento de imponer en los entonces países socialistas los códigos estéticos del Realismo Socialista como única vía para acceder y comprender la realidad social de esos países.

En esos caminos, dentro de las letras cubanas, fueron diferenciándose (podría decirse, rebelándose) obras comoSiempre la muerte, su paso breve, de Reynaldo González (el aislamiento en la marginalidad rural como rebeldía social), El pan dormido, de José Soler Puig (el rescate de la memoria marginal para el presente), Noche de fósforosCampamento de Artillería, de Rafael Soler (los nuevos códigos de rebeldía marginal en los jóvenes revolucionarios), algunas novelas del binomio Justo Vasco-Daniel Chavarría (la adopción desbordada de los lenguajes y el habla marginal), los libros de cuentos Donjuanes, de Reinaldo Montero, Habanecer, de Luis Manuel García y Se permuta esta casa, de Guillermo Vidal (trío esencial para entender los nuevos acercamientos, de mediados del 80, a la realidad social y, dentro de esta a los diversos modos de la fauna y el pensamiento marginal citadino y rural), hasta llegar a la eclosión de la cuentística de los narradores del 90, como «caldo de cultivo y espacio preponderante para el ascenso hasta la cima actual del conflicto megahistoria vs marginalia».2

Durante la década del 90, la tetralogía de Padura, esta vez desde la perspectiva del género conocido internacionalmente como novela negra, o «neopolicial» (término acuñado por Paco Ignacio Taibo II para diferenciar el comportamiento de esta modalidad en América Latina), como parte de ese conflicto ya habitual entre la megahistoria y la marginalia, remueve los cimientos fundacionales de esa mirada específica que había existido en nuestras letras para los conceptos «ciudad» e «individuo social como ente literario» desde que el clásico Ramón Meza los realzara en su novela Mi tío el empleado. Referirse a estos dos conceptos, y a sus cambios dentro de las letras cubanas, resulta vital, en tanto son considerados por la crítica especializada como los dos aspectos distintivos, diferenciadores y tipificadores de la actual novela negra o neopolicial cubano.

Puede hablarse, entonces, de un reencuentro, de un giro completo de la rueca, de una vuelta a los orígenes. Y es que dicho concepto, que aparece ya en las novelas de Cirilo Villaverde (1812-1894: Cecilia Valdés y La joven de la flecha de oro) y Emilio Bacardí (1844-1922: Vía Crucis y Doña Guiomar), aunque en forma aislada y esporádica, alcanza su plenitud fenoménica en los relatos y la novela de Ramón Meza, y en algunas piezas ya clásicas de la novelística y la cuentística de Miguel de Carrión (Las honradas y Las impuras), Carlos Loveira (Los inmorales y Juan Criollo), para terminar de alzarse en ese monumento de la nueva ciudad vista desde la cárcel que es Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro.

«…los sociólogos hablan de una pirámide social. Arriba, en lo estrecho, en la punta, están los ricos, los que rigen los destinos. Abajo, en la amplia base, están los pobres, los dueños de los destinos que han de ser regidos. En el borde inferior de esa pirámide, en el rincón más invisible, el más oscuro, está la sociedad marginal. Se ha dicho que es una tesis opresiva, esgrimida por el poder, desde el poder, para mantener su status. (…) …otra tesis suele ser más real: la pirámide invertida. Arriba, en lo ancho, en su rincón sólo en apariencia invisible la marginalidad rige. Al centro, la marginalidad rige. En la punta, donde los ricos siguen rigiendo los destinos ajenos, la marginalidad es asqueante.

No estamos hablando ya de ese bajo mundo, de esa entidad universal llamada bajo mundo, perfectamente localizable antes en nuestras sociedades, donde se mantuvo viva generando sus propios códigos de honor, sus reglas de convivencia, su lenguaje evasivo, sus historias. Decimos más: ese bajo mundo se ha extendido a toda la sociedad. La nueva ciudad latinoamericana real, entonces, es una sociedad marginal: los ricos y los políticos, con sus vicios y su doble moral, son marginales; eso que llaman «pueblo», por su necesidad de sobrevivir bajo toda circunstancia es marginal; el aire que se respira, viciado con los vicios que tradicionalmente destinamos a la marginalidad, es también marginal. Todos somos marginales bajo ese concepto.3

En simples palabras: en esas novelas de finales del siglo XIX y principios del XX comienza la actuación de una ciudad sumergida, marginal no por elección sino por consecuencia, por fatalismo; una ciudad que discurre en los mismos marcos temporales de esa otra ciudad mucho más novelada que habla de la gran sociedad, los grandes problemas de la alta realeza y de un modo más englobador e histórico. Asistimos a la ciudad que habitan los perdedores (cambio en el concepto de individuo social como ente literario), esos que el mexicano Mariano Azuela llamaría «los de abajo»; una ciudad con leyes propias, con caminos oscuros, y un mundo novelable cargado de bajas pasiones y conflictos humanos terribles, inimaginables para una sociedad que pretende erigirse en modelo ante la humanidad.

Ciudad abandonada (en tratamiento literario y calidad del tratamiento literario), salvo ilustres excepciones (algunos cuentos de Lino Novás Calvo, de Antonio Benítez Rojo y la novela Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante) para priorizar un acercamiento historizador al concepto «ciudad», básicamente influenciado este cambio por la fuerza conceptual que este término (en contraposición a la narrativa indigenista y rural latinoamericana) adquirió durante el florecimiento del boom: la ciudad era, también, una bestia histórica que habría de ficcionarse desde una perspectiva que encerrara el fenómeno social de una época más que esos pequeños estadíos de algún modo marginales para ese gran entorno socio-histórico; cuando aparecían (recuérdese, por ejemplo, algunos sectores de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa; La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes o El beso de la mujer araña, de Manuel Puig) debían hacerlo insertados como piezas dentro del rompecabezas social (y represen tati vo de los estratos sociales) armado por el autor en cada obra, buscando lo que se conoció como «Novela Mundo» o «Novela Total».

El llamado postboom, salvo la inserción en el cuerpo novelado de técnicas, procedimientos y recursos expresivos de los lenguajes del fenómeno conocido como postmodernidad y del resquebrajamiento de la idea de «Novela Total» hacia la recreación novelada de universos independientes, mantuvo inalterable (pues los cambios no resultan significativos) este concepto.

Es la llamada «Narrativa latinoamericana de los 90», que comenzó a dibujarse estéticamente en las antologías de cuentos MC Ondo (1966), compiladas por los narradores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez; y Líneas Aéreas(1999), publicada por la editorial española Lengua de Trapo, la que entroniza dentro del discurso narrativo latinoamericano un nuevo concepto de ciudad, pues

«enfrentan el ámbito alucinatorio de Macondo a un McOndo para ellos igualmente sugerente y rico donde reinan los McDonalds, los condominios y los ordenadores Macintosh; frente a los alucinantes Buendía, el no menos alucinante dúo musical Pimpinela, el Chapulín Colorado y los culebrones televisivos; frente a la naturaleza indómita, los gigantes­cos malls y el smog de las grandes urbes. (…)»

Y es esta ciudad el escenario donde los protagonistas no pertenecen a esos seres que habitan (y hacen) la historia, sino a esos otros que la padecen y agonizan bajo sus oleadas usualmente devastadoras, según el hálito destructor de los nuevos tiempos. Prostitutas, asesinos, ladrones, pobres sin esperanza, jóvenes drogadictos y desilusionados de sus países y sociedades; habitantes, en fin, de los mundos oscuros de la perdición marginal, se convierten en los protagonistas de las historias literarias del presente de los años 90 y hasta hoy.

A esa ciudad se circunscribe toda la novelística de Leonardo Padura. Su irreverencia nace de una mirada distinta al concepto ciudad de toda la novela policial cubana que le antecedió, aún cuando haya ciertos matices del cambio que ya eran visibles en las novelas del binomio Justo Vasco y Daniel Chavarría, específicamente en la apropiación que hacen, para el lenguaje literario y para la construcción de tipologías humanas de la marginalidad, del léxico marginal característico en el mundo marginal de la Cuba socialista; una terminología enriquecida por la mixturización de los cubanismos típicos de los humildes con la adopción de códigos extraídos de las lenguas autóctonas africanas de las religiones afrocubanas y con la jugada magistral que significa el empleo del humor y el gracejo lingüístico en función del humor, también característico de la idiosincrasia del cubano.

Lo interesante de este planteamiento es que, de no existir Chavarría, Vasco, Padura (sin olvidar los aportes que para el género lograron en algunas novelas Luis Rogelio Nogueras, José Latour y Luis Adrián Betancourt, básicamente), el camino de la actual novela negra cubana hubiera tenido que someterse a una ruptura dramática con el canon establecido en los setenta para el género, pues no de otro modo llegaría a los presentes niveles de configuración de un universo novelado típico, distintivo, redefinidor de toda la novelística cubana de los 90 y fin de siglo XX: ellos fueron esencialmente, la puerta y el puente.

No puede olvidarse: el entramado socio-político y cultural cubano de la isla se vio conmovido por la nueva propuesta genérica de Padura para la novela policial (anteriormente signada por los estereotipos y los esquemas ideologizantes que alimentaron la literatura cubana propugnados por los ideólogos culturales de la Revolución). Aún cuando este modelo ya había dado pruebas de su fracaso e inicio de fenecimiento en el momento en que Padura publica la primera novela de la serie, no puede nadie negar que sus planteamientos y su incisión crítica en asuntos de primera envergadura en la sociedad cubana de los 90 fue un hachazo demoledor a los viejos conceptos: por un lado, demostró que podía escribirse sobre ciertos temas espinosos sin habitar una disidencia política y literaria (de moda en esos años); y por otro lado, puso sobre el tapete de la crítica cubana la demostración de que ciertos temas escabrosos (usualmente considerados gastados y tan mediatos que no permitían la suficiente distancia literaria para la escritura) podían ser esgrimidos en una obra, siempre y cuando se hiciera desde una perspectiva estética donde la lectura crítica del arte sobre lo narrado no fuera el objeto sino una derivación (tal vez última) de éste.

En un franco proceso de reatrolimentación, la novelística de quienes hoy encabezan el neopolicial cubano: «Padura, Chavarría, Justo Vasco, Latour, Amir Valle y Lorenzo Lunar son las voces más interesantes de este fenómeno en la isla»4, ha servido de puente, a su vez, a la expansión de un género que se impone en los escenarios culturales cubanos a pesar de la reticencia y la desconfianza de las autoridades políticas, evidente en las muy escasas obras publicadas por editoriales nacionales que obvian soberanamente la explosión creativa en este terreno, y evidente también en la todavía más ausente promoción (exceptuando el caso de Chavarría y Padura, con diferencias incluso que favorecen al primero). Acostumbrados a la falta de un discurso intelectual, los editores suelen retomar el ya caduco criterio (la realidad y los estudios literarios han probado su caducidad) de que se trata de obras de un «género menor». De ese modo, la actual contienda megahistoria vs marginalia (donde la literatura suele ganar, dentro y fuera de la isla, pequeñas pero esenciales batallas al poder político y mediático del sistema) se produce, además, al nivel de los individuos actuantes como adversarios en aquella lidia mayor: políticos/funcionarios culturales vs escritores.

¿Qué preocupa y obliga a políticos/funcionarios culturales plantearse esta contienda contra el género?

En primer lugar, la demostración mediante esa novelística de la ausencia del libre albedrío social dentro de esa ciudad (léase la verdadera Cuba , no la de los posters turísticos). Es más que una tesis: las vibraciones de la ciudad son iguales para todos los individuos que la integran, aún cuando la percepción dependa del estrato social en el cual se respire. Sus personajes, todos, sin distinción, están condenados a sufrir esas vibraciones que son, en esencia, la de una ciudad con todos sus eslabones en crisis. Y la transmisión de esa crisis a sus propias vidas es parte del entorno psicológico de los personajes, remarcadas por el hecho de que ese fatalismo, esa falta de libertad individual, esa frustración social no cae, precisamente, del cielo, sino que llega del entorno político social en el cual gravita esa ciudad y ese individuo.

En segundo lugar, (algo que también puede encontrarse en la narrativa de Rubem Fonseca, Manuel Vázquez Montalbán, Ricardo Piglia, Paco Ignacio Taibo II, Juan Madrid, y muchos otros), la marginalización de lo humano, asunto típico y ya autóctono en la ciudad moderna (no puede olvidarse que Cuba lo es); un trauma social mediante

«el cual el ser humano regresa al animal, a la brutalidad del animal, a la lucha por la supervivencia del animal, a las trampas y las costumbres irracionales del animal»5.

Les resulta incómoda a los ideólogos de la «perfecta sociedad cubana» la «animalia» que puebla las páginas de esos libros: un mar de personajes muy cubanos (y muy cubanizados por sus incidencias en la realidad marginal) que no ofrecen más alternativa al lector que la de mirarse en el espejo de sus propios fracasos, lo que es, sin dudas, una de las más profundas reflexiones sobre las pérdidas de valores humanos y sociales en la Cuba de hoy. Sobre el personaje Mario Conde se ha dicho que nada tiene que perder, como tampoco nada tiene que aportar, porque ya ha sido condenado, y su lucha es una lucha íntima por rescatar lo poco de humano que le queda bajo la piel; planteamiento este aplicable a Leo Martín, policía atípico de Lorenzo Lunar; a Nicanor O’Donnell o Rodríguez, protagonistas de algunas interesantes sagas humorísticas policiales de Eduardo del Llano; o a la inconforme teniente Sonia y el iluso Jandro, de León Viera; o a todos los protagonistas de la última novela de Gregorio Ortega y de las más recientes de Roberto Estrada, por citar sólo algunos ejemplos que apuntan a una sola dirección (otra de las tesis de la novela que da fe del nuevo concepto de ciudad dentro de las letras): a partir de esos personajes y de sus conflictos más íntimos, se muestra el eterno pero invisible batallar entre la megahistoria corruptora (la Revolución Cubana y su influjo en la sociedad y la vida íntima del cubano) contra la microhistoria más insignificante del hombre en la sociedad moderna (el modo en que se desenvuelve y lucha por sus sueños, aspiraciones, libertades si les quedan); enseña (como sucede en otras grandes novelas y otros grandes autores) que los momentos de crisis más terribles de la sociedad pueden ser observados mejor desde la particularidad de una vida.

Esa ciudad otra; ese individuo otro, ficcionado, novelado por el actual neopolicial, serán siempre una ciudad y un individuo a quienes el canon literario impuesto en Cuba y la oficialidad cultural y política cubanas mirarán con ojeriza. No se trata ya de la ciudad rítmica y folclórica de Cabrera Infante; ni es ya la ciudad mítica y mitológica de Lezama; y mucho menos (pues la destrucción arquitectónica así lo marca) se trata ya de la Ciudad de las Columnas de Carpentier. Hay una ciudad, una Habana, una Cuba de la destrucción, los barrios marginales, los solares y las aguas albañales; una ciudad donde la superpoblación conlleva los males de siempre; una ciudad donde se pierden valores arquitéctónicos y morales; una ciudad donde crece la fauna de la marginalidad por el simple hecho de que vivir es cada vez más un acto marginal de supervivencia.

Es la misma ciudad y el mismo individuo social superviviente a la eterna guerra megahistoria vs marginalia, presente en El rojo en la pluma del loro y Viudas de sangre, de Daniel Chavarría; en La neblina del ayer, de Padura; enMirando espero, de Justo Vasco; en Mundos sucios y El tonto, de José Latour; en La vida es un tango y Que en vez de infierno encuentres gloria, de Lorenzo Lunar; en Virus, y TresDosUno (trilogía), de Eduardo del Llano; en Cundo Macao, de Gregorio Ortega; en La pelirroja y En la orilla equivocada, de Roberto Estrada; en Brindis, de Armando León Viera; en Historias al margen, de Rebeca Murga; en Never more, de Reynaldo Cañizares; en Yo también maldije a Dios, de Amador Hernández; y en Nuestro GG en La Habana y parte de la obra de Pedro Juan Gutiérrez. Una Habana que late en sus miserias, en sus miedos, en sus podredumbres crecientes. Una ciudad distinta a la ciudad de las postales y los políticos. Pero real ciudad, habitada por esos seres reales que, para suerte de las letras cubanas y (¿por qué no?) de nuestra memoria histórica, el neopolicial novela.

Madrid, octubre de 2005

 

Notas
  1. «Historia y redención literaria en la Cuba revolucionaria». Mauricio Tejera, Revista Satiricón Americano. Bogotá, Colombia, Año 2, Primavera – Verano 2003. pgs. 11-16.
  2. Op cit. Página 14.
  3. Amir Valle. » Negra ciudad novelada. Los oscuros límites de la nueva sociedad literaria latinoamericana en la narrativa de Rubem Fonseca». Conferencia leída en la Semana de Autor: Rubem Fonseca, Casa de las Américas, La Habana, 1 de diciembre de 2004.
  4. Paco Ignacio Taibo II. En : «La novelística latinoamericana». Semana Negra, Gijón, 2004.
  5. Amir Valle. «Negra ciudad novelada. Los oscuros límites de la nueva sociedad literaria latinoamericana en la narrativa de Rubem Fonseca». Conferencia leída en la Semana de Autor: Rubem Fonseca, Casa de las Américas, La Habana, 1 de diciembre de 2004.