Mercedes Melo Pereira, crítica y profesora universitaria cubana
Leí la noticia en Internet. Amir había ganado ese premio que en el año anterior también mereció un cubano, residente en dominicana: el escritor y critico José M. Fernández Pequeño, también santiaguero. Ya se sabe que en otra ocasión el premio de novela fue para La novela de mi vida, ese libro donde un Padura posmoderno -siempre asombroso- se permite rescribir la historia de uno de los momentos más deslumbrantes y espinosos de la cultura cubana, poniendo más de un dedo en ciertas llagas aún abiertas de nuestra historia nacional.
La noticia informaba el título del cuento premiado. Cito textualmente: Los cronopios, las frutas y el café en un país. Me pregunté «bueno, Amir, ¿y en qué país habrás puesto a los venerables cronopios a beber café con frutas? Luego pude leer el cuento y me percaté de la errata, por lo demás creativa. Alguien había sustituido, muy asépticamente, las putas por frutas en medio de un frenesí vegetariano que se permitía el tóxico del café y había dejado en «un país» indeciso el lluvioso anochecer de París donde un santiaguero devenido cronopio quiso compartir unos rones y la mesa de un café con tres amigos cubanos y cuatro travestis argentinos.
Los maricas, radicados en la Ciudad Luz y enfermos de SIDA, condenados por propia decisión a un suicidio colectivo y babélico, viven una performance sostenida: encarnan, a lo largo de sus vidas agonizantes, a los personajes de Rayuela; ellos son «el París de entonces», el París del Gran Julio.
Mientras los tres amigos cubanos que acompañan al narrador tienen cada uno su nombre y sus apellidos explícitamente definidos -Jorge Volpi, Edmundo Paz Soldán, Francisco Alejandro Méndez- las putas son siempre, a todo lo largo del relato, la Maga, Bebé Rocamadour, Gregorovius, Olivera, en el París que Cortázar creó, o descubrió para siempre.
El espacio narrativo elabora sucesivos niveles de inclusión: los cubanos, desde una Madrid intelectual -un congreso de escritores- han viajado súbita y casi desesperadamente a París por una noche. En el París utópico de sus sueños, compuesto por todo el mito de París en la cultura cubana, habita un París lluvioso y desteñido:
«Llovía afuera y París había dejado de ser una fiesta de luces para encharcarse y tener los tonos tristes de un cuadro de Van Gogh: los colores de la ciudad, a esa hora de la noche, parecían chorrearse y perderse en el agua sucia que se colaba hacia los tragantes de las aceras. Hacía frío.»
Los cubanos habían escapado de Madrid «decididos a comprobar por cuenta propia si París seguía siendo aquella fiesta innombrable que alguna vez Hemingway había bautizado», pero en aquel vallejiano París de aguacero habían subido a la Torre Eiffell, imponente en su grandeza de metal, espacio propicio para una fugaz referencia a ciertas angustias de la insularidad.
El descenso de la torre hacia un ínfimo café casi vacío los conduce al encuentro del París de entonces, el parís de Rayuela que se presenta súbitamente a través de los fantasmas de Bebé Rocamadour, la Maga, Olivera y Gregorovius, encarnados en las personas de cuatro inmigrantes doblemente trasvestidos, porque no solo visten ropas de mujer, tacones y postizos evidentes y precarios, sino que son, además y sobre todas las cosas, los personajes de Cortázar; han abandonados sus propias historias personales, tristes, desesperadas y miserables para vivir la vida de los personajes literarios, por amor a Rayuela, en loor del Gran Julio, en aras de su propia argentinidad emigrada, trasladada y trasvestida hacia el barrio latino de un París literario y novelesco.
El viaje se realiza aquí, en esta estancia mínima en un París intertextual, encarnación del mito de París, que ha sido durante siglos, para toda la intelectualidad latinoamericana, la imagen ideal del mito del viaje.
Travesía doblemente fugaz donde, como en un espejo delirante, pueden recuperar los discretos escritores cubanos -heterosexuales, no faltaba más- la imagen deformada, monstruosa, pero inexorablemente literaria de sí mismos.
«París había dejado de ser una fiesta» aunque, «vista desde la torre, conservaba la aureola de ser esa fiesta innombrable de la que hablaba el Papa». «París es una enorme metáfora», asegura Gregorovius. Cuando la Maga sentencia, filosófica y amarga: «París no es una fiesta. Es una mierda», él le devuelve la única imagen posible del París que se ha estado rescribiendo por la literatura y por el arte desde hace siglos, hasta conformar el mito a donde ellos -todos, los argentinos y los cubanos- han decidido vivir para toda una vida o para toda una noche: «París es una enorme metáfora, niños (…) Ese fue el único mensaje del Gran Julio que nunca quisimos entender.»
El narrador, como el periodista que es Amir, guarda sus iniciales para firmar la crónica y se abstiene de nombrarse en el texto. En cambio accede a su propia definición de París, de su mito personal construido con escenas de películas, referencias y ambientes teatrales, pintores famosos, canciones, y literatura, mucha literatura, sobre todo los monstruos familiares de la literatura latinoamericana.
«Yo me sentía dueño del universo. De La Habana a Madrid a París al cielo: era increíble» se deslumbra el escritor provinciano ante la gran ciudad. Sin embargo, después de escuchar -escribir- las historias de los cuatro trasvestis patéticos pero conmovedores, trenzadas con la no menos patética historia de los cuatro cubanos que quisieron conocer París en una noche y se encontraron con cuatro locas que les hicieron saltar las lágrimas, es preferible abandonar la descripción periodística del desenlace, la nota sucinta en una esquina del diario. «Tampoco yo quiero imaginarlo. Por eso recuesto la cabeza al cristal de la ventanilla de este taxi y cierro los ojos. Afuera llueve. París, pese a todo, sigue siendo una fiesta de luz y frío, mucho frío.»