Narrativa cubana: algunos raros

AULA, Revista de Humanidades y Ciencias Sociales
3ra. Época, No.3, República Dominicana

Por Amir Valle

 

A finales del siglo XX, es decir, hace ya casi 20 años, visitó La Habana la exigente agente literaria alemana Ray Güde Mertin, que por esa época sólo había asumido la representación internacional de la obra de Jesús Díaz. Nos conocíamos de mi primer viaje a Europa y, en su casi enfermiza curiosidad de aprovechar sus viajes turísticos por el mundo para buscar y descubrir nuevos valores de las letras, sabiendo que yo conocía bastante la literatura cubana en la isla, me escribió un email: “me gustaría tener un encuentro con un grupo de escritores importantes, de los que tú consideres que valga la pena que yo conozca”.  Hice entonces algo que asombró a muchos: en ocasiones anteriores, oportunidades así habían sido aprovechadas por quienes dirigían las instituciones culturales cubanas relacionadas con las letras para intentar promocionar a sus amigos y colegas generacionales. Gracias a esa deshonesta estrategia en toda Europa se llegó a tener la impresión de que en Cuba existía solamente una generación de escritores: la llamada Generación del 80 (Abel Prieto, Francisco López Sacha, Reinaldo Montero, Luis Manuel García Méndez, Miguel Mejidez, Arturo Arango, etc..) e incluso se propició desde las instituciones la escritura, premiación y publicación en Cuba de libros sobre esa generación. Curiosamente, quienes eran también protagonistas de las letras cubanas en esos años (la generación del 50, los narradores del 60 y los llamados Novísimos o Generación del 90) fueron considerados fantasmas que “poco”, y según esos criterios discriminadores “mal”, aportaban a las letras nacionales.

Años antes, en casa de Eduardo Heras León, fui testigo junto al escritor Ángel Santiesteban de una estrategia que, lo confieso, me pareció adecuada, tal vez porque en mi ingenuidad como jovencísimo escritor que miraba admirado a quienes habían llegado primero que yo al mundo de la literatura, no era capaz de imaginar el peligro que dicha estrategia representaba. Abel Prieto, que por entonces animaba con rabiosa fruición en los corrillos intelectuales una guerra silenciosa y ladina contra el control que el Ministro Armando Hart poseía sobre la Cultura, lanzó la idea de que la mejor estrategia para “desterrar a un retrógrado conservador como Hart del poder” era ir colando en las instituciones culturales a creadores “de nuestra generación”. Eso hicieron, inicialmente poco a poco, pero la estrategia se agudizó cuando Abel pasó a dirigir la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y terminó de convertirse en una práctica en 1997 cuando Fidel Castro lo nombró Ministro de Cultura. Con excepción de los feudos de Casa de las Américas, controlado férreamente por Roberto Fernández Retamar y de la Agencia Literaria Latinoamericana, bajo la batuta del temido Jorge Timossi, cualquier bojeo a las instituciones culturales, revistas, editoriales y demás, ofrecían un claro panorama: el monopolio de una generación que aprovechó esas facilidades para asignarse todos los viajes a eventos culturales en el exterior, promocionarse en y fuera de la isla, y colgarse en el pecho la condición de “únicos y reales protagonistas de los nuevos tiempos de la Cultura Cubana” en momentos en que, como nunca antes en la historia cultural nacional, ocurría una confluencia generacional tan activa que las contribuciones artísticas e intelectuales eran asombrosamente múltiples y amplias.

Convencido (ya había abierto los ojos y perdida la inocencia del novato) de que no debía caer en la misma sucia estrategia de marginar a colegas de otras generaciones, invité a ese encuentro con Ray Güde a todos los escritores que conocía, de todas las generaciones actuantes: desde un clásico vivo como Antón Arrufat hasta Anna Lidia Vega Serova (que acababa de publicar su primer libro de cuentos). La única condición que me puse era que fueran escritores que “puedan tener una novela interesante”, según me había pedido Ray Güde.

En 2002, en la Feria del Libro de Guadalajara, tuve la oportunidad de preguntarle a Ray Güde algo que me intrigaba: ¿por qué únicamente había decidido representarnos a mí y a Karla Suárez?[1] La respuesta realmente me conmocionó, y puedo reproducirla porque aquel encuentro fue parte de una entrevista periodística que publiqué en un periódico mexicano ese mismo año: “Todos escriben desde la misma perspectiva, como si se copiaran unos a otros. No pido que haya una diferencia estilística notable, porque eso ocurre raras veces, pero yo leí una novela tras otra y me parecía que se trataba de un mismo escritor. Y por si no bastara la superficialidad con la que los abordan, los temas que para ustedes parecen ser esenciales, para el resto del mundo ya ni siquiera importan. Les falta, además, riesgo, valentía, honestidad…, en casi todas las novelas que me entregaron sentí la autocensura muy palpable, y no me refiero sólo a la autocensura que podría ser obvia y hasta entendible en las circunstancias políticas cubanas. La percibí en temas incluso cotidianos, como si escribieran para quedar bien con determinada tendencia literaria o grupo literario, o como si pretendieran enviar el libro a un premio o a una editorial con límites muy claros para el tratamiento de esos temas”.

Hace poco, en 2017, aunque con otros matices, la editora Michi Strausfeld, una de las máximas responsables de la publicación en España y Alemania de muchos de los grandes libros y autores latinoamericanos del boom y de las generaciones posteriores, me dijo casi exactamente lo mismo, luego de una visita a Cuba, en la cual, como suele suceder en sus visitas a la isla, la llenaron de manuscritos de novelas que “me asombraron por su falta de valentía y honestidad literaria con la realidad cubana y porque, salvo un par de excepciones, todas parecían haber sido escritas por la misma persona”.

En resumen, y aunque a muchos les duela, una falta de originalidad que se debe básicamente a un fenómeno sobre el cual hace años algunos nos hemos pronunciado con preocupación: si originalmente la atmósfera literaria empujaba a elegir entre tres modelos: escribir “a lo Carpentier”,  intentar ser un lezamiano puro o meterse en el juego de malabares linguísticos de Cabrera Infante, la falta de contactos de los escritores cubanos con el amplísimo universo de la literatura universal (mercado del libro, ferias internacionales, movimientos culturales internacionales, obras de otros colegas, etc.) se complicó en la década del 80 con la aparición de una estúpida guerra de estéticas que se impuso en los eventos nacionales, editoriales y revistas. Había que seguir lo que algunos llamaban “la escuela china” (seguidores de la estética de la narrativa de la violencia o la literatura realista que Eduardo Heras León enseñaba a las generaciones más jóvenes primero de modo independiente y luego a través del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”); había que ser creativamente “diaspórico” o “exquisito” (en referencia a los pronunciamientos estéticos del grupo “Diáspora(s)” creado en 1993 por el narrador Rolando Sánchez Mejías, o insertarse en las exigencias elitistas defendidas entre sus seguidores por Antón Arrufat y Reina María Rodríguez. Ser violento, diásporico, gay o “de la azotea” (en referencia a uno de los más interesantes espacios culturales alternativos de la época: la Azotea de Reina) eran etiquetas que marcaron el rumbo de la literatura cubana de los 90s e impusieron condicionamientos promocionales y editoriales gracias a la influencia que sus “líderes” tenían en la infraestructura institucional cultural cubana. En la actualidad, como ha sido comentado por varios de los editores extranjeros que han acudido a la isla, el mayor freno a la originalidad es la existencia de un credo que considera modélico escribir siguiendo las enseñanzas de los talleres de escritura creativa que ofrecen en distintas partes de la isla algunos escritores, encabezados aún por Heras León y su Centro Onelio en La Habana. Como dijo el escritor Ángel Santiesteban en una reciente entrevista: “generalmente es bien difícil que se premie o se publique algo que se aparte de esos esquemas”.

      

Los raros

Pero siempre han existido raros, autores que se reconocen apenas comienzas a leerlos, ya sea por sus diferencias estilísticas o por sus diferentes perspectivas al abordar incluso los temas más recurrentes en las letras cubanas según la época: Carpentier, Lezama, Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas… También raro fue el habanero Ezequiel Vieta, relegado al olvido en el gremio por su espíritu burlesco y pendenciero y sus escandalosos excentricismos a partir de su enorme cultura universal y dominio de idiomas, lo cual no le impidió construir ese fabuloso mundo y ese estilo único que desplegó con toda altura literaria en su novela Pailock, el prestidigitador (1966). Y, posteriormente, un novelista que poco se promocionaba desde Cuba por vivir lejos de La Habana, aunque Mario Benedetti y García Márquez lo consideraran digno de inscribirse entre los más originales autores latinoamericanos del siglo XX: el santiaguero José Soler Puig, especialmente gracias a sus monumentales El pan dormido (1975) y Un mundo de cosas (1982). Soler Puig logró una proeza estilística, esencialmente en el plano linguístico, similar a la conseguida por Cabrera Infante: una musicalidad única, la construcción de frases mediante el uso de conectores, conjunciones y giros poéticos populares que conferían a su prosa un ritmo interior único e inigualable hasta hoy.

No surgió un fenómeno tan original como Soler Puig hasta la aparición de los primeros cuentos del escritor tunero Guillermo Vidal. Bebiendo de las experimentaciones de Soler Puig, de Vargas Llosa y asumiendo la literatura con una mirada similar a los clásicos claroscuros onettianos, grabó su propio sello, también inimitable hasta hoy, mediante su trabajo con las sonoridades de la norma cubana del habla, con el fraseo característico de la marginalidad en los pueblos del interior de la isla, su curiosa construcción de las estructuras gramaticales y su persistencia en asumir las anomalías del carácter humano como leitmotiv central de sus historias poderosamente traumáticas y, por ello mismo, humanísimas. Para probarlo ahí está su libro de cuentos Se permuta esta casa (1987) o su primera novela Matarile (1993), en la cual mostró la excelencia narrativa que luego perfeccionaría en obras de la talla de Las manzanas del paraíso (1998), Los cuervos (2002), La saga del perseguido (2003) y El mendigo bajo el ciprés (2004).

El otro fenómeno de originalidad, configurador de un estilo propio que marcó la narrativa juvenil cubana y latinoamericana, es Gumersindo Pacheco (hoy Sindo Pacheco). Ya desde sus primeros cuentos, publicados a mediados de la década del 80, este narrador anunció una voz distinta a todo el concierto de la narrativa en su generación; un registro muy particular firmemente asentado en la utilización del gracejo criollo, típico de la mezcla cultural que se produjo a partir de la picaresca de los emigrados canarios que poblaron mayoritariamente la región central del país (Sindo Pacheco es de Cabaiguán), la algarabía jocosa de las raíces africanas y esa sabiduría lírica exquisita, ingenua y pícara a la vez, que caracteriza al hombre de campo en Cuba. Sindo sumó a esa curiosa amalgama la frescura de la inocencia juvenil y los giros idiomáticos cotidianos de los jóvenes cubanos para conseguir un sello que no ha podido ser imitado ni superado. Aunque esto es evidente tanto en su cuentística como en su novelística, muestras vivas de esas aportaciones son sus libros de la saga de María Virginia: María Virginia está de vacaciones (1994, obra que le valió el Premio Casa de las Américas de literatura infantil y juvenil y su inclusión por la puerta grande en la lista de los mejores escritores del género en lengua española) y María Virginia mi amor (1998).

Félix Luis Viera, otro de los raros cubanos, es indudablemente uno de los clásicos vivos de la narrativa cubana de todos los tiempos. La configuración de su estilo se mostró de golpe en las letras nacionales desde la publicación de su libro de cuentos Las llamas en el cielo (1983) y En el nombre del hijo (1983), considerados clásicos del cuento cubano, aunque la conformación de ese universo narrativo tan personal se produjo al publicar la novela Con tu vestido blanco (1987). La muestra más reciente de ese sello que lo diferencia de otros autores importantes de la literatura cubana es su novela El corazon del rey, especie de saga iniciada con lo que el propio autor asegura es “mi experiencia de vida en el barrio de El Condado”, población marginal de la ciudad de Santa Clara que Viera ha convertido en su Yonakpatauwpha o su Macondo personal.

Con El derecho al pataleo de los ahorcados (1997), Ronaldo Menendez terminó de convencer de que era un narrador distinto a todo lo que existía en las letras de su generación, los Novísimos (Salvador Redonet[2] llegó a tildarlo de Postnovísimo, pero fue un término que no llego a demostrarse más allá de los propios deseos clasificatorios de este crítico). La singular perspectiva de Ronaldo a la hora de encarar los conflictos, sus búsquedas “transversales” (uso aquí un término con el que ciertos críticos intentaron definir sus propuestas estilísticas) en el absurdo cotidiano y la rotunda configuración psicológica de sus personajes siempre “anómalos”, todo ello recreado mediante una exquisita limpieza y precisión en el plano del lenguaje, lo convirtió en uno de los referentes imprescindibles del cuento cubano de fin de siglo XX y, todavía mejor, en un ejemplo de que podían romperse las escuelas, conceptos y cánones que encorsetaban la literatura nacional. Por ser rompedor, Ronaldo hizo añicos incluso la estética de irreverencia realista que en sus orígenes propuso el grupo de jóvenes escritores al que perteneción y que encabezó: El Establo. Posteriormente, además de en sus libros de cuentos, con las novelas La piel de Inesa (1999), Las bestias (2006) y La casa y la isla (2016) ha ido demostrando que críticos como Salvador Redonet (el más entusiasta promotor de sus primeros cuentos) no se equivocaron al decir que “Ronaldo será, si su camino creativo no se tuerce, junto a Ena Lucía Portela, un referente de cuánto se puede lograr cuando se esquivan los arcaicos modelos que hoy se entienden como sendas tradicionales del cuento latinoamericano”[3].    

Precisamente Ena Lucía Portela es otro de los nombres que integran esta lista de “raros”. Ya desde sus primeros cuentos se notaba en sus historias una obsesión por hurgar en zonas del comportamiento humano que resultaban anómalas (nótese que aquí uso el término “anómalo” con todo propósito, pues esa mirada es algo que unifica a estos dos escritores: Portela y Ronaldo, aunque la conversión de tales anomalías en literatura es totalmente diferente en cada uno de ellos). Contrariamente a Ronaldo, sus aportes en el plano del lenguaje están en el rescate de la crudeza marginal del habla de los jóvenes cubanos, en la caracterización psicológica de los personajes a través de la estridencia de sus comprotamientos y de la combinación sádica/alienada de la violencia expresiva de sectores marginales de la sociedad. Si bien en sus cuentos pueden encontrarse algunas evidencias de esta distinción estilística, es en su primera novela Pájaro, pincel y tinta china (1999) donde se despliega totalmente hasta lograr un escenario que conmovió (por peculiar) el siempre lerdo y complaciente mundo de la crítica literaria cubana, dividiendo a los críticos en quienes aplaudían propuesta tan irreverente y en quienes la atacaban e intentaban denigrar o menospreciar sus aportes. Cuando tiempo después publicó Cien botellas en una pared (2002) comenzó a configurarse lo que los académicos europeos llamaron “la perspectiva portelana”, que quedó totalmente demostrada cuando en 2008 publicó la que se considera su obra mayor: Djuna y Daniel, en la cual aquella perspectiva asentada en lo cubano y lo juvenil marginal salta a lo internacional en el abordaje que Portela hace de la relación entre la escritora Djuna Barnes y su alocado y neurótico compañero Daniel Mahoney, en el París de los años 20.

Distinto, por la liberalidad con la cual escribió sobre un tema normalmente tabú en las letras cubanas: el mundo gay, es también Pedro de Jesús, que siguió la estela abierta en el tema por Roberto Urías, ganador del Premio 13 de marzo 1988 con su libro ¿Por qué llora Leslie Caron? que inaguró, según la crítica, una nueva mirada sobre el tema gay en Cuba.  Y nótese que utilizo el término “gay” y no homosexual, pues las historias de este narrador mostraban esa conflictividad social de la intolerancia en una isla y un sistema machista, pero en ámbitos “elevados” gracias a la cultura o al mundo personal o familiar ilustrado de los protagonistas de esas historias. Tuve la suerte de conocer y poder valorar en manuscrito los cuentos que posteriormente, en 1998, integrarían el libro Cuentos frígidos (Maneras de obrar en 1830), antes de que se convirtieran en uno de los escándalos más notorios del todavía entonces encorsetado canon literario nacional (que, aunque conmocionado en 1990 con el cuento de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo, que abordaba ese complejo tema, aún no había podido librarse de las taras provocadas por la censura y la autocensura, tras la represión política contra la homosexualidad en las décadas del 60 y el 70).  Con Cuentos frígidos, Pedro de Jesús se consolida como el más renombrado y atrevido escritor gay de tema gay en la isla, condición que él mismo defendía públicamente. Su histrionismo como encarnación física e intelectual del tema le valió el apelativo en los corrillos culturales de “el otro Piñera”, en referencia a las similitudes entre el comportamiento social de Virgilio Piñera en lo concerniente a su homosexualidad y los posicionamientos de Pedro de Jesús en el entorno cultural cubano. Ya en lo puramente artístico, esa particular estética vuelve a ser evidente en la novela Sibilas en Mercaderes (1999) y en el libro La sobrevida (Premio Alejo Carpentier de Cuento 2006).    

El mismo camino, pero utilizando una senda más violenta y más asentada en “lo habanero” (y en las circunstancias típicas del tema en una ciudad que se debate entre lo cosmopolita y lo pueblerino en lo tocante a las manifestaciones sociales e íntimas de la intolerancia), es el de  Jorge Ángel Pérez. Según el escritor y crítico cubano Alberto Garrandés, Jorge Ángel ya desde su primer libro, Lapsus Calami, en 1995, “se desliza hacia el símbolo, combina el ingenio con la frialdad intelectual, intenta continuar las proposiciones del Virgilio Piñera minimalista, el de «El parque», «La montaña» y «El caso Acteón», que son prosas de fines de los años cuarenta”[4]. Y ese camino no se tuerce. En el 2000 traslada esos ingredientes al campo de la novela, se expande en su utilización del símbolo, de la frialdad intelectual y del cinismo como mecanismo crítico para lograr la excelencia de El paseante cándido y, poco después, de Fumando espero, obra que homenajea, parodia y utiliza como personaje a Virgilio Piñera en su estancia argentina, por la cual fue el primer finalista del prestigioso premio Romulo Gallegos 2004, que se concede cada año a las mejores novelas en lengua española. Para terminar de sentar cátedra como uno de los escritores más originales, obtiene el Premio Alejo Carpentier de cuento 2009 con En La Habana no son tan elegantes, un libro donde rompe la clásica estructura del cuento y ofrece un juego de cuentinovela sobre el tema gay desde todas las perspectivas y afincada profundamente en la violencia marginal de  los barrios de Centro Habana.

Aunque sin alejarse demasiado de las perspectivas realistas de los narradores de la violencia, Antonio Álvarez Gil es otro de los “raros” (y, aunque por razones extraliterarias ─abandonó el país y mantuvo posturas críticas contra el gobierno─ la crítica nacional no lo reconozca, ha conformado una obra novelística que lo sitúa como el más solido de los novelistas cubanos en la diáspora). Luego de una excelente arrancada con dos libros de cuentos, uno de ellos Una muchacha en el andén (Premio David de la UNEAC 1983) donde ya mostraba señales de una particular y sabrosa cubanía expresiva como método de abordaje de traumas muy cotidianos a la vez que terribles, es en la escritura de la novela Las largas horas de la noche (2000) donde arroja todas las claves de lo que, a partir de entonces, sería su estilo novelístico. José Martí y sus claroscuros le sirven como caldo de cultivo perfecto para establecer un universo propio de interpretaciones sobre algunos de los más extraños y polémicos sucesos en la vida de nuestro Héroe Nacional. Pero la construcción de la historia a través de una atmósfera que imbrica el historicismo típico de Carpentier (a lo El siglo de las luces), el criollismo místico de Onelio Jorge Cardoso (a lo “El caballo de coral”), la sordidez conflictual de un Lezama Lima (a lo Paradiso) y la impronta realista de Eduardo Heras León (a lo Los pasos sobre la hierba) confiere a esta novela una tonalidad excepcionalmente luminosa, que la coloca como una de las más importantes novelas históricas cubanas del siglo XX al nivel de excelencia de El siglo de las luces, de Carpentier; Temporada de ángeles, de Lisandro Otero; Un mundo de cosas, de José Soler Puig y Al cielo sometidos, de Reynaldo González. Pero ese sello, con diferentes matices y consolidado gracias a la madurez del autor, se expande en otras tres notables novelas, indudablemente entre las imprescindibles en cualquier estudio del genero en las letras cubanas: Delirio nórdico (2002, una de las mejores obras sobre el exilio cubano), Perdido en Buenos aires (2010, sobre la estancia de José Ramón Capablanca en Buenos Aires para discutir el Campeonato Mundial ante el ruso Alexander Alekhine) y esa joya literaria que es Callejones de Arbat (2012), en la cual el trauma de la represión intelectual en la isla es contrapunteada a través de una romántica pero cruda historia sobre la represión intelectual en la Rusia de Stalin.

Otro de los raros narradores «Novísimos» (aunque su incorporación a la generación se produce tardíamente, su estética corresponde a las definiciones ofrecidas por Redonet para clasificar la pertenencia a ese grupo) es Alejandro Aguilar. Su mirada es lógicamente más abierta y cosmopolita que el resto de sus colegas generacionales precisamente por su experiencia de vida, que le permitió muchos años de confluencia con otras culturas. De ahí que, como he escrito en otros ensayos sobre el tema, en su narrativa se perciba una «cubanidad cosmopolita» o, lo que lo mismo, un análisis-reconstrucción creativo de los más acuciantes conflictos de la realidad nacional, pero desde una perspectiva más universal y en una mixtura muy fina entre lo testimonial y lo ficcional. Y ese detalle lo salva: a pesar de que muchos de sus temas han sido radicalmente politizados hasta lo burdo en la literatura cubana de las últimas décadas y ello ha desliteraturizado esos asuntos, su acercamiento estético es netamente intelectual, su crítica aparece cubierta sutilmente bajo una capa de juego literario muy particular, asentado en un trabajo muy cuidadoso de la prosa a la hora de establecer las situaciones más cotidianas que tienen que vivir todos los cubanos, pero ─y he aquí una de sus marcas de estilo─ dotándolas de un cinismo frío, corruptor, pandémico, que ofrece a la obra una atmósfera de «tierra muerta» en la que se mueven sus personajes como espectros condenados por las circunstancias: un efecto de incisión profunda en la más cruda realidad similar al que se obtiene cuando se aplica a una escena la conocida técnica del alejamiento brechtiano o el «enfriamiento narrativo» de Rulfo. Eso se percibía en algunas piezas de su primer libro de cuentos Paisaje de arcilla (1997), y se hizo aún más notorio en casi todas las piezas de Figuras tendidas (2000), pero se hace evidente en el proceso de desilusión de Antonio con el socialismo en la novela Casa de cambio (1997); en esa especie de Odisea romántica íntima y pública que lleva al personaje principal, Martín Buenaventura, a la frustración de muchos sueños en Razones para llamar a Sandra (2001), pero sobretodo en el exquisito contrapunteo en plena crisis del 90 entre un actor famoso «`parametrado» a fines de los 60s y un artista de la plástica vinculado al movimiento Arte Calle de finales de los 80s en La desobediencia (2003, originalmente titulada En el mismo barco). Por los fragmentos y los comentarios que he encontrado en internet, me atrevería a asegurar que ese sello personal se mantiene en sus novelas Fijar la mirada (2009) y El cliente tatuado (2013)

En los últimos años, el protagonismo de los raros corresponde al cienfueguero Marcial Gala, actualmente asentado en Buenos Aires. Me siento privilegiado por haber visto nacer a este narrador, a quien hice pedazos sus primeros cuentos durante la estancia que pasé en Cienfuegos, su ciudad natal, durante los años de mi servicio social. Recuerdo que tanto el escritor Miguel Cañellas como yo, a quienes Marcial confiaba sus textos casi apenas terminada su escritura, decidimos “llevarlo tenso” porque su prosa era entonces descuidada, llena de ripios, pero había en sus historias la genialidad de los elegidos para escribir grandes obras. Nunca le confesamos nuestra estrategia hasta que decidió reunir algunos de aquellos textos (ya mejorados) en su primer libro Enemigo de los ángeles (1991). Recuerdo haber aprovechado nuestra participación en un evento en la ciudad de Santa Clara para decirle (en público, luego de escucharle leer uno de sus textos) que desde el inicio habíamos visto en él una capacidad para construir personajes impresionantemente visibles, vivos, sólidos psicológicamente e historias de una originalidad exquisita, y que por eso nos habíamos «ensañado» en obligarlo a entender que necesitaba concentrarse más en pulir su instrumento como escritor: el idioma. Aunque confieso que en ocasiones fui un poco cruel (como he hecho con otros jóvenes escritores cuando veo su talento, quizás porque otros, en mis inicios, así lo hicieron conmigo y he comprobado que esa receta funciona si eres un verdadero escritor), no me arrepiento de haberlo empujado de algún modo a que lograra esa excelencia narrativa que hoy tienen todos sus libros. Su estilo, sórdido, oscuro, descarnado, profundamente crítico hacia los grandes dilemas humanos en los que las circunstancias históricas hunden a las personas (a los cubanos en este caso), desde la pertenencia del dolor compartido hacen una incisión intelectual en los más controvertidos traumas de la Cuba que le ha tocado vivir: el problema del negro; la intolerancia política, racial y sexual; la marginalidad como medio de vida; la promiscuidad social como fuente de graves daños morales de la sociedad; el influjo de la doble moral en el comportamiento cotidiano… empaquetada toda esa fenoménica en un lenguaje violento, seco, preciso en sus términos y con una visualidad en verdad subyugante. Baste leer los cuentos de Dios y los locos (2002) o las novelas Sentada en su verde limón (2004), Monasterio (2013, apasionante e inusual novela policial llena de humor negro, ironía y crítica social) y la que considero otra joya de las letras cubanas: La catedral de los negros (2012).   

 

Raras avis

Otros autores, ya sea porque sus estilos no son tan diferenciados o simplemente porque se trata de  creadores que demoran en publicar, han aportado a este catálogo alguna que otra obra “rara”. Y esa especie de rara avis de la novela tiene muchos matices. Mencionaré aquí algunos títulos que considero deben estar en cualquier estudio sobre el género en Cuba y la diáspora cubana, gracias a la magistralidad de sus propuestas, producidos a partir de la década del 80. Esta especie de “listado de mis novelas preferidas por su rareza”, del cual seguramente falta algún título importante debido a que uno no puede leerlo todo, la empezaría, en orden de aparición, por Severo Sarduy y Colibrí (1984), Francisco López Sacha y El cumpleaños del fuego (1986), Jorge Luis Hernández y Un tema para el griego (1987), Guillermo Rosales y Boarding home (1987), Julio Travieso y El polvo y el oro (1993), Abilio Estévez y Tuyo es el reino (1997), Alejandro Álvarez Bernal y Cañón de retrocarga (1998), José Manuel Prieto y Livadia (1998), Raúl Antonio Capote y El caballero ilustrado (1998), Alberto Garrido y La leve gracia de los desnudos (1999), Atilio Caballero y La última playa (1999), Daína Chaviano y Casa de juegos (1999), Pedro Juan Gutiérrez y El rey de La Habana (1999), Antonio Benítez Rojo y Mujer en traje de batalla (2001), Antonio José Ponte y Contrabando de sombras (2002), Lorenzo Lunar Cardedo y Que en vez de infierno encuentres gloria (2003), Ulises Cala y El pasajero (2003), Karla Suárez y La viajera (2005), Wendy Guerra y Todos se van (2006), Anna Lidia Vega Serova y Ánima fatua (2007), Antonio Orlando Rodríguez y Chiquita (2008), Margarita Mateo Palmer y Desde los blancos manicomios (2008), Odette Alonso Yodú y Espejo de tres cuerpos (2009), María Elena Hernández Caballero y Libro de la derrota (2010), Gerardo Fernández Fe y El último día del estornino (2011), Teresa Dovalpage y La Regenta en La Habana (2012), Ahmel Echevarría y Días de entrenamiento (2013), y Nelton Pérez e Infidente (2015).

En definitiva, entiéndase este como un recorrido brevísimo por lo raro como sello diferenciador en una narrativa amplia, escrita por autores de varias generaciones, asombrosa para el tamaño de la isla (como apuntan casi todos los estudios «no cubanos» sobre las letras en Cuba), pero lamentablemente, en mi opinión, una narrativa que se engulle a sí misma, en sus modas, en sus temas, en sus estilos, opacando el verdadero talento de muchos de los más promocionados escritores cubanos de las últimas seis décadas. Por suerte, destellos de genialidad como los que aquí he mencionado, siguen colocando a nuestra novelística y a nuestra cuentística entre las mejores en lengua española.


Notas

[1] También aparecía como autor representado Arturo Arango, pero ello se debía a un convenio de la agencia con la editorial española Tusquets, según me explicara la propia Ray Güde en nuestro encuentro en Gudalajara. Tras la muerte de Ray Güde Mertin en 2007, por desacuerdos personales con el trabajo de la agencia, Karla Suárez, otros autores latinoamericanos y yo decidimos cambiar a otras agencias y en la actualidad, además de Jesús Díaz, sólo representa al novelista cubano Marcial Gala.

[2] Salvador Redonet (La Habana, 1946-1998). Crítico responsable del descubrimiento, clasificación y promoción nacional e internacional de la generación de escritores que él denominó «Novísimos». En el momento de su muerte intentaba diferenciar la escritura «novísima» de lo que él definió como escritura «postnovísima» y «transnovísima»; términos que no llegaron a cuajar nunca tras su muerte.

[3] “El cuento en ascuas: ¿quién es quien en los postnovísimos?”. Conferencia-Conversatorio en Evento de Narradores, Cárdenas, Matanzas, 20 de julio de 1995.

[4] Garrandés, Alberto. “El cuento cubano en los últimos años”,  Anales de Literatura Hispanoamericana Vol. 31 (2002) 65-82. Universidad Complutense de Madrid, España.