Betuel Bonilla Rojas
Existen prácticas superiores que ciertos hombres no se resisten a asumir. Una de dichas prácticas es la de la valentía. Y esta valentía, en directa proporción al número de valientes, tiene muchas caras. Una de estas caras es la de la escritura. A lo largo de los siglos, la escritura, hecha de por sí para los audaces, permite que de pronto se la utilice para enderezar entuertos. Lo quiso Cervantes, lo quisieron Voltaire y Rousseau, o José Martí y Ernesto Cardenal, y lo siguen queriendo, pese a lo voluntad de algunos gobiernos, escritores de ahora.
El escritor cubano Amir Valle pertenece sin duda alguna a esta estirpe de hombres decididos, probos y corajudos. Su libro Jineteras es uno de sus grandes testimonios. Escrito desde la sinceridad reservada sólo para los periodistas genuinos, aquellos que creen aún que la verdad es un bien superior, Valle no escatima recurso alguno para investigar ese flagelo agobiante del jineterismo cubano, en sus múltiples, atroces y desgarradoras facetas. Pero como la valentía y la sinceridad no constituyen en sí mismos virtudes estéticas, Valle condensa tal investigación en un libro en el que conviven la fidelidad y la profundidad de las fuentes con la calidad literaria, aún en los casos de más burdo criollismo cubano, ese mismo que el autor palia un tanto mediante eufemismos muy bien elaborados que no soslayan el dolor original.
Valle, que proviene del periodismo y de la literatura, es decir, que pertenece a esa raza de escritores de la que provienen Hemingway, Capote, Mailer, Wolfe o Talese, va desplegando todo su arsenal de documentación mientras la verdad discurre de manera amena y en creciente suspenso. Apelando a las más clásicas formas de la estructura narrativa, Valle ha dividido su libro en capítulos sucesivos que se van alternando entre la anécdota, lacerante y a veces cómica de tan trágica, capítulos a los que llama como «Las Voces»; o la demostración histórica de que el jineterismo en Cuba es casi sui géneris en América Latina, en una serie de capítulos titulados «La isla de las delicias»; o en otra serie de capítulos en los cuales los testimonios, algunos de ellos mediados por la voz del autor, por seguridad de las fuentes y por el tono de las declaraciones, titulados «Evas de noche» y «Los hijos de Sade»; o en aquellos capítulos en los cuales el personaje central, Susimil, va relatando en forma novelesca el destino trágicamente decadente que puede afrontar una jinetera; y en medio, por supuesto, la voz autorizada del periodista que asume la profesión como un acto de fe, aún a costa de su propia seguridad.
Uno puede leer este libro como se pueden leer todos los grandes libros, como quería Montaigne: de múltiples maneras. En cualquiera de ellas siempre saldrá ganando el lector, saldrán ganando sus emociones, la paciencia de quien espera un libro que lo sobresalte. Susimil, cuyo drama es tan real como el de tantos cubanos y tantos habitantes de esta parte del mundo, tiene la corporeidad necesaria para convertirse casi en un arquetipo del tema. Pero su corporeidad, en buena medida dada por su periplo vital nada digno de imitar, lo es también en tanto Valle ha hecho de ella una pequeña heroína de su agobiante raza, la de las jineteras. Entonces todo se vuelve tan real, tan literariamente real, que cerramos los ojos y nos la imaginamos en el panteón en el que acaso estén muchos otros personajes que ejemplifican, cada uno a su manera, el trágico destino de los seres humanos.