Puente a la Vista, 21 de junio de 2020
Por Armando Añel
El escritor Amir Valle, autor de Habana Babilonia o Prostitutas en Cuba, entre otros libros, responde las cuatro preguntas esenciales de nuestra página, una manera práctica de profundizar, con el autor, en su obra y sus experiencias:
Cuéntenos sobre sus inicios en la literatura. ¿Qué le impulsó a escribir y cuáles fueron sus primeros textos?
Mientras más miro hacia esos inicios, más aparecen ante mí dos figuras esenciales: Dios y mi madre. Desde que tuve uso de razón recuerdo ese impulso de querer construir mundos en mi cabeza, mientras mataperreaba por las calles del pueblito de campo en Holguín, el Central Antonio Maceo, al que me llevaron mis padres días después de nacer en Guantánamo. Años después supe que ese impulso venía de Dios, de un don que Él me regalaba, así que hoy digo que mis inicios están ahí y que el talento, poco o mucho, que yo tenga es SU regalo. Después, mis padres y su vicio por la lectura, de modo que, en esos tiempos en que los niños cubanos teníamos que conformarnos con aquella lotería de los juguetes básicos, no básicos y dirigidos, que entregaba el gobierno siempre en julio, mis juguetes, regalos de cumpleaños o premios por sacar buenas notas en la escuela fueron libros: en mi cuarto un librero ocupaba toda una pared y había dos libreros pequeños más en otra de las paredes. Y leía aquellos libros con una voracidad que aún me asombra, así que vivía inmerso en ese mundo de ficción, pero después, cuando abandonaba la lectura, seguía imbuido en esos mundos, como si fueran una Matrix de la que no podía ni quería escapar. Pero, mis primeros textos, escritos solo en mi cabeza, surgieron esas noches en que mi madre se colaba debajo del mosquitero y, mientras yo jugaba con su bellísima y larga cabellera negra, la escuchaba leerme alguna historia. Cuando no lograba que me durmiera y se iba, me quedaba allí, en la oscuridad, imaginándome protagonista de una de aquellas hermosas aventuras que ella me leía. En ese entorno, mi primer texto escrito fue a los siete años, cuando perpetré lo que para mí era una apasionante novela de amor, inspirado en la lectura primera de Las aventuras de Tom Sawyer y en la impresión que dejó en mí la película Los paraguas de Cherburgo, que disfruté a escondidas, ovillado en un rincón oculto y oscuro de la cocina ─era un filme para adultos, había dicho mi madre─ mientras ellos la veían sentados en los cómodos balances de nuestra sala. Años después, mi madre me enseñó aquella perpetración que, para la cabeza del niño que yo era cuando la escribí, había sido una «enorme novela»: siete paginitas arrancadas a un cuaderno escolar, garabateadas con mi enorme y horrenda letra, donde contaba una historia ridícula y simple: un héroe, yo obviamente, que me iba a la guerra, regresaba triunfador y conquistaba el corazón de Betty, la niña que hasta entonces siempre me había rechazado. Fue un verdadero fiasco leer aquello, así que quise destruirlo, pero mi madre nunca me dejó y escondió esas páginas. Ahora que ha muerto, imagino que esa «novela» estará allá en nuestra casa de La Habana, en ese sitio que ella solo sabe.
Defina o mencione brevemente, por favor, aquello que los lectores descubrirán, o conocerán, a través de sus libros.
Labor imposible sería esa. Tengo publicados cerca de cuarenta libros, muchos de ellos novelas. Sí me atrevería a decirle a ese lector hipotético que encontrará tres obsesiones básicas en cualquiera de mis libros, incluidos aquellos que no son ficción: la primera, construir universos de libertad, pues siempre he creído que la literatura es el reino de la libertad absoluta, ese sitio donde ni el más poderoso de los dictadores, ni la más adversa circunstancia podrá atarte las manos o amordazarte; la segunda, raspar esa capa de conveniencias, simulaciones y mentiras con la que las circunstancias históricas (y ciertos personajes innombrables) han cubierto el cuerpo de la nación cubana, en un intento personal, a través de mis historias, de sacar a la luz lo que en verdad somos, con nuestras luces y nuestras sombras; y tercera, poner cara a cara a nuestra «especie superior» con todas sus miserias, sus imperfecciones, sus oscuridades, pues ─aunque sé que, en estos tiempos de intolerancias que vivimos, a algunos esto les parecerá absurdo, tonto, irracional, ciego─ siento que el talento que Dios me dio para escribir, sea poco o mucho como ya he dicho, podría servir para hacer entender a mucha gente cuán bajo hemos caído en nuestro comportamiento dentro de esto que llamamos «Humanidad» al traicionar las enseñanzas humanistas de nuestro Señor Jesucristo.
Mencione tres autores o libros que considere fundamentales o que le hayan inspirado o influido durante su trayectoria creativa.
Es otra pregunta difícil pues, cuando uno se mete en este mundo, descubre que cada día llega un libro que resulta fundamental en ese escritor que pretendemos ser. Pero, para responder la pregunta de algún modo, a ese impacto fundamental (eso que llamas inspiración o influencia) uniré lo sentimental (esas marcas en el espíritu que, también, dejan algunos libros), y entonces podré mencionar Las aventuras de Tom Sawyer, que fue el libro que me empujó a escribir en mi ya lejana infancia; El pan dormido, de José Soler Puig, porque en él descubrí que es posible conseguir eso que llaman «estilo personal» y porque pude escuchar de boca del propio Soler las claves que le permitieron llegar a ese estilo único e inimitable; y luego un binomio de autores que no puedo separar, porque a ellos debo mi modo de escribir: el mexicano Juan Rulfo con sus cuentos y el norteamericano Erskine Caldwell, con su ríspida y desalmada prosa al abordar los conflictos humanos límites. Luego, Vargas Llosa y toda su primera novelística, especialmente esa genialidad que es Conversación en La Catedral, de donde bebí todo lo que domino de las técnicas literarias.
¿A partir de las nuevas teorías cuánticas según las cuales la esencia del universo no es la materia ni la energía, sino la información, estamos a punto de descubrir que la vida es literatura?
De algún modo esa disfunción me ha perseguido siempre: viví mi infancia en un mundo de ficciones que bullía en mi cabeza mientras las circunstancias me obligaban a poner los pies en la tierra de una isla condenada por quienes pretendieron, y consiguieron, desvirtuar la historia para ponerla al servicio de sus mezquinos intereses. Mis padres, revolucionarios, luchaban porque bajara de mi nube, pero siempre sentí ese canto de sirena que me halaba hacia esas alturas, más espirituales, menos pedestres que esa realidad que como cubano tenía que vivir cada día. Quise hacer un periodismo que hablara de las manchas en ese falso sol que era y es para muchos la Revolución (en Cuba, se sabe, ser periodista significaba servir de Escriba al amo y señor de todos los poderes) y terminé refugiándome en universos de ficción donde daba vida a esas manchas y a quienes padecían sus oscuridades. Quise hablar (había un ciudadano en mí que necesitaba expresar lo que pensaba ante tanto descalabro ético y social) y sentí que era una especie muy rara de bicho en vías de extinción cuando miré a todas partes y encontré un país donde todos se colocaban sus mordazas: con alegría suicida algunos millones, con triste resignación otros, con miedo unos cuantos y con cínico oportunismo algunos. Cuando, a modo de castigo por no permanecer manso y mudo allá en mi isla, fui escupido hacia «el mundo libre» ─un mundo donde lo políticamente correcto es el arma perfecta para amordazar cualquier atisbo de libertad rebelde; un mundo donde es un estigma haber sido expulsado por un gobierno «de izquierda» (es decir, por un gobierno de quienes pregonan querer lo mejor para la humanidad, aunque hasta la fecha ninguno haya podido demostrar esa hermosa utopía cuando ha tenido la oportunidad y el poder para hacerlo); un mundo en que no se te considera cubano porque supuestamente has dejado tus raíces allá en la isla; un mundo donde la fuerza espiritual y fundacionalmente humanista de las palabras ética, familia, nación, libertad son minimizadas a la aplicación que de ellas haga la política; un mundo donde la información, lejos de emitir luz, ampliar la libertad, crea oscuridad, inestabilidad, miedo, intolerancias─, descubrí que el único que no me cuestionaba, que me aceptaba con mis imperfecciones y pecados, y me regalaba amoroso todas las claves para convertirme en un mejor ser humano, era ese Dios, Jesucristo, que tan de moda está hoy atacar; descubrí que el único ámbito donde podía ser yo mismo, sin mordazas ni máscaras, estaba en esos mundos que yo creaba en mis libros con el don que Dios me regaló allá en mi hoy lejana infancia. Por eso prefiero la literatura, es mi reino de la libertad, el sitio en que más cerca me siento de Dios.