Prefiero remitirte a lo que han dicho algunos colegas, críticos y escritores, como Eduardo Heras León, Aida Bahr, Salvador Redonet o Madeline Cámara. En diferentes momentos les comenté que amaba a ese libro y, al mismo tiempo, lo detestaba por sus imperfecciones. Y en todas sus respuestas, para darme su opinión, acudieron a un término que comparto: inocencia. Es mi libro más inocente, escrito desde esa autenticidad que da la inocencia, la ingenuidad del aprendiz. Creo que ese sería el valor que pudiera tener. Y, al menos para mí, sigue siendo el más importante porque fue el espacio de creación durante el cual encaré por primera vez ese fascinante riesgo que es, siempre, escribir un libro. Además, fue mi puerta de entrada al reconocimiento nacional como, cito a Sacha, “una rara avis de las letras cubanas”, o como, cito a José Soler Puig, “un jovencísimo talento que habrá que seguir muy de cerca”. No debe olvidarse que, aunque después perdió todo su valor, el Premio Nacional de Cuento 13 de Marzo era el primer escalón que, hasta inicios de la década del noventa, casi todo joven narrador cubano debía subir para que se le considerara escritor y yo lo gané con 19 años, en 1986. Como detalle curioso podría decirte que, además, guardo el recuerdo de las palabras que dijo en la premiación el escritor Bernardo Callejas, miembro del jurado. Callejas aseguraba que mi libro ofrecía una mirada “irreverente” a temas de la infancia y la adolescencia que la literatura cubana había abordado siempre desde otras perspectivas y puso el ejemplo de que mientras libros como El niño aquel o Un rey en el jardín, entonces recientemente publicados por Senel Paz, proponían miradas bastante poéticas e idílicas de esas situaciones, mi libro era más descarnado, más cruel con sus personajes, más “descarado” en el sentido de irreverencia creativa que tiene esa palabra. Y eso, lo descarnado, la crueldad utilizada como perspectiva de análisis de la realidad y la irreverencia fueron palabras de casi todos los críticos que hablaron de mi literatura en esos primeros años.
Defectos, creo que los tiene todos. Es un libro que escribí cuando sólo tenía la intuición y alguna que otra enseñanza de mi asesora literaria, Maritza Ramírez, y de los talleres que dirigía en Santiago de Cuba la escritora Aida Bahr, que fue la primera que creyó y apostó por mí. Y, además, la autosuficiencia de creerme un genio me hizo desoír muchas buenas lecciones que quisieron darme varios escritores importantes en esa época, así que tuve que darme algunos encontronazos con la imperfección de mis cuentos para ir aprendiendo poco a poco a aceptar la crítica.
En la segunda década de los ochenta obtuviste dos premios muy significativos en el entorno literario cubano, el Premio 13 de Marzo de cuento del que ya has hablado y el Uneac de testimonio, todo ello antes de cumplir los veinte años. ¿Te consideras una especie de Raymond Radiguet cubano? Haber tenido éxito a tan temprana edad ¿fue un impulso o un hándicap en tu carrera literaria?
No, en lo absoluto. Ojalá algunas de mis páginas tuvieran la iluminación que engrandece El diablo en el cuerpo. Y aunque, como podrán confirmar mis colegas de entonces los escritores Alberto Garrido y José Mariano Torralbas, antes de los veinte años (edad en que murió Radiguet) yo había escrito cerca de cien cuentos, pues escribía a razón de casi 4 cuentos por semana, eran ciertamente, más que cuentos, experimentos que necesitaba el joven escritor que yo era para dar el salto hacia una escritura menos imperfecta. De esa época creo que se han salvado apenas unos 15 cuentos, la mayoría de ellos todavía inéditos. Por cierto, en relación a Radiguet, los cuentos del libro con el cual gané el Premio 13 de Marzo, mi tía Bessie Ojeda, que era bibliotecaria en la Universidad de Oriente, se los llevó a su amigo y mentor, el profesor Ricardo Repilado, todo un mito en Santiago de Cuba, temido por su mordacidad crítica, demoledora; y fue el viejo Repilado quien le sugirió que yo debía leer esa primera novela de Radiguet, porque había encontrado en algunos de mis cuentos algunas conexiones con el escritor francés. Siempre me quedé con el deseo de poder encontrarme con el viejo y preguntarle cuáles eran esas conexiones. Sin embargo, le hice caso y leí esa novela y la otra, también fabulosa, El baile del Conde de Orgel, pero eso fue después de haber escrito esos cuentos.
Sobre el Premio Uneac, confieso que cuando escucho esas palabras o cualquier referencia a ese concurso, todo se me asocia a la cara de alguien a quien me unió una sólida amistad, uno de los responsables de que mi obra literaria sea conocida fuera de Cuba: el escritor cubano Justo Vasco. Y es que gracias a él, en un encuentro de narradores donde nació nuestra amistad, en Santiago de Cuba en 1987, supe que me habían arrebatado ese premio el año anterior. En 1988 mandé al Premio Uneac el mismo libro que, sobre el problema palestino/israelí, yo había mandado en el ‘86, pero esa segunda vez con otro título. Y Justo me comentó, en presencia de Eduardo Heras León, Guillermo Vidal, Alberto Garrido y José Mariano Torralbas, que algunas personas en la institución se resistían a darle a un jovencito como yo, de 19 años, el que entonces era el más importante galardón literario del país, de algún modo reservado a escritores ya reconocidos. Nos contó que eso mismo había sucedido con mi libro en la convocatoria de 1986. Decían esas personas que darme un premio a esa edad me haría mucho daño. Pero Justo Vasco intuía que detrás de ese criterio había algo más, algo extraliterario. Y, con estas palabras que jamás olvidaré y espero que quien lea esto perdone si suena grosero, me juró: “Te quitaron el premio una vez, pero ahora te lo van a quitar sólo pasando por encima de mis cojones”. Así que celebramos la victoria por anticipado. Un par de meses después, el día de la ceremonia en la Uneac, me señaló a Miguel Barnet y me preguntó: “¿Qué NO le has hecho a Barnet?”, pícaro, bromista como solía ser Justo; y cuando vio mi cara de no saber a qué se refería, me dijo: “Por la forma en que atacó tu libro la vez pasada para conseguir que te quitaran el premio que ya tenías ganado, y por la manera en que en esta convocatoria se ha opuesto a que te den el premio, parece una mujercilla despechada”. Eso me hizo recordar algo: en 1986, uno de los jurados, la periodista Marta Rojas, que era también mi profesora en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, se acercó a decirme que le había gustado mucho mi libro de testimonios y que ella me llevaba como único libro para premio. Me niego a hablar de cosas extraliterarias tan sucias como estas, pero para nadie es un secreto que muchos de los premios que se han concedido en el entorno cultural cubano de las últimas décadas tienen poco que ver con la calidad literaria y sí mucho que ver con el poder de con quién te vas a una cama. Yo soy heterosexual y en ese tiempo, recién llegado de una tierra tan machista como Santiago de Cuba, tenía, como se dice en la isla, “el macho subido”. Todas las muchachitas habaneras me parecían diosas y confieso que era rabiosamente intolerante hacia mis colegas homosexuales; pero por mi imagen de jovencito tierno e ingenuo, de guajirito inocente aún obnubilado por el glamour del mundo cultural habanero, tuve que sufrir el acoso de unos cuantos de esos depredadores literarios, generalmente considerados ya “vacas sagradas”, y los rechacé en todos los casos, asqueado y desilusionado: a unos, más decentemente porque los respetaba como maestros literarios, y a otros mostrándoles todo mi desprecio por su rastrera, oportunista y asquerosa actitud. Entre esos últimos estaba Barnet, quien intentó acercarse a mí con sus baboserías justo en 1986, en la cena que se hizo en el Parque Lenin, si no recuerdo mal en el restaurante Las Ruinas, en la celebración al otorgamiento del Premio Nacional de Literatura de ese año, que se dio por única vez a tres grandes escritores: José Soler Puig, Eliseo Diego y José Antonio Portuondo. Testigos del plantón que le di son mis queridos amigos y maestros Pablo Armando Fernández, Reinaldo González y Eduardo Heras León. Espero lo recuerden, porque esto ocurrió delante de ellos.
En Cuba abundan los narradores que, con o sin formación académica, han ejercido el periodismo y a todos suele preguntárseles cuánto influyó el ejercicio del diarismo en su escritura de ficción; pero yo quiero cambiar un poco este esquema y te preguntaría cómo es posible llevar en paralelo ambas maneras de contar, respetando las diferencias entre ambas profesiones.
Debo hacer una aclaración: yo estudié Periodismo también gracias a Eduardo Heras León. Cuando tuve que aplicar a una carrera, mi opción primera era Ingeniería Petroquímica o Electronuclear; pues siempre fui muy bueno en las ciencias y en la matemática, y me encantaban esos mundos de la energía nuclear o de la refinación del petróleo. Pero cuando se lo comenté al chino Heras, me dijo: “Piensa si te quieres pasar el resto de la vida entre aburridos números y fórmulas, o si prefieres vivir creando mundos que serán solo tuyos”. Entonces decidí pedir Psicología, Derecho y Periodismo, en ese orden. Pero la primera entrevista fue para periodismo. La pasé sin problemas y, mientras respondía aquellas preguntas orales, descubrí que eso era justo lo que quería hacer. Es decir, que soy periodista casi por azar. Comencé e hice dos años y medio en la Universidad de Oriente y luego me trasladé a la Facultad de Periodismo en La Habana. Entonces se produjo el segundo reto: el chino Heras, que fue mi mentor en esos primeros años en La Habana, me dijo que no olvidara la recomendación de Ernest Hemingway de que todo escritor debía ejercer el periodismo por un tiempo; pero tenía que ser lo suficientemente sabio como para abandonarlo antes de que el periodismo contaminara a la literatura. Como muchos otros escritores que hemos ejercido el periodismo, considero que Hemingway exageraba: pienso que si sabes llevar las diferencias entre esos dos mundos, entras en un proceso continuo e interminable de retroalimentación en el cual ambos mundos salen beneficiados. No sería el escritor que soy, sin el periodista que soy, porque veo el mundo con la suspicacia, la objetividad y la capacidad analítica que debería tener todo periodista; pero toda esa información la proceso literariamente para recrear mis universos ficticios. No veo contradicción sino retroalimentación entre ambos universos, y por eso creo haber tenido éxito en esas dos áreas, sin que llevarlas en paralelo sea un conflicto.
En 1990 aparece Yo soy el malo. ¿Qué quería contarnos Amir en este libro? ¿Hasta dónde crees que lo conseguiste?
Esa colección de cuentos la mandé al Premio David de la Uneac en el año 1988 y fue Primera Mención, superada sólo por ese excelente libro que es Se permuta esta casa, de mi hermano inolvidable Guillermo Vidal. Según han dicho algunos críticos: Heras León, Madeline Cámara, Dulce María Sotolongo (quien fuera su editora en Letras Cubanas), Yo soy el malo es un libro irreverente que, entre otros logros, presenta por primera vez en la literatura cubana, los conflictos de los jóvenes universitarios viendo/padeciendo/viviendo ese universo forzado e ideologizado que fueron las Milicias de Tropas Territoriales y los extremos del absurdo nacional al que llegó esa institución paramilitar en los ochenta en el intento de militarizar la educación superior. Si te soy sincero, yo jamás me propuse nada así: lo único que hice fue contar algo que me incomodaba mucho, algo que incluso me trajo muchas discusiones con mi padre, que fue uno de los ejecutores en la provincia de Santiago de Cuba de esa idea de Fidel Castro. Fue una especie de desahogo. Y la idea nació de una de esas discusiones: mi padre intentó justificar ante mí, con razones que me parecieron de ideología consignista barata, la muerte en Angola de su sobrino, hijo de su hermano más querido, uno de mis primos más cercanos, que explotó en el aire junto al avión MiG-23 que pilotaba en un supuesto accidente durante una maniobra. Pasé días asfixiado por la idea de lo que estaría sufriendo mi tía por la muerte de su hijo más amado, pues era su único hijo varón, y de ahí nació el primer cuento de ese libro con el que concursé, que sólo tenía esa temática. Pero llegado el momento de su edición en Letras Cubanas, Heras me dijo que pusiera otros cuentos y así incluí tres de los mejores de mi primer libro, Tiempo en cueros, y “Cambiar”, una pieza con la que había ganado en 1987 el Premio Nacional de Cuento Mirta Aguirre, de la revista Muchacha. Premio que, por cierto, se lo debo a la valentía del escritor hoy exiliado Waldo González López, que impidió que me lo quitaran porque algunos “colegas” del “gremio” se aterraron por el tema: era (y es hasta la fecha, según me han dicho), el único cuento cubano que asume como tema central y cuestiona el encartonamiento ideológico, la doble moral y las manipulaciones que a los jóvenes hace una institución como la UJC. Si lo conseguí o no, no me importa: realmente siempre he intentado escribir, sólo eso, soltar lo que tengo dentro a través de mis historias. Respondiendo entonces a tu pregunta: no podría valorar si lo logré, simplemente porque no me propuse conseguir nada, sólo vaciarme de esos traumas.
Los últimos serán los primeros es más que una antología. Salvador Redonet, como si se tratase de aquellos bailes en que las jovencitas debutaban en sociedad, presenta a un puñado de narradores que vienen a refrescar el panorama de la literatura cubana. Promoción, generación, grupo. Nuestro afán de clasificación los llamó Novísimos, acaso recordando aquella primera Novísima poesía publicada en los sesenta por Ediciones El Puente. ¿Qué significó para ti ser un novísimo? ¿Existía entre ustedes un espíritu gregario, más allá de las obvias diferencias a la hora de afrontar el texto literario? Al día de hoy, ¿cuánto le debes como autor a Redonet y a los muchachos de Los últimos serán los primeros? ¿Cómo siguen siendo tus relaciones con ellos?
Sindo Pacheco, uno de los más originales narradores de mi generación, a causa de todas aquellas clasificaciones alocadas y parcializadoras que nos colgaban (violentos, exquisitos, novísimos, postnovísimos, transnovísimos) comentó en una entrevista: “El término mejor lo dio Amir Valle cuando, para referirse a alguien que pertenecía a nuestra generación, decía es de nosotros”. Porque los clasificadores se vieron con nosotros siempre ante un dilema: supuestamente los Novísimos (término más utilizado) incluía a quienes habíamos nacido entre 1960 y 1970, pero ¿dónde ubicar a quiénes nacieron antes de esa fecha, como Guillermo Vidal, Ana Luz García Calzada o en los primeros años de la década del setenta, como Ena Lucía Portela y Anna Lidia Vega Serova, que escribían desde una perspectiva casi idéntica a nosotros y en un estilo y propuestas muy similares? ¿Podría inscribirse dentro de nuestra generación a escritores que habían nacido en los sesenta, pero había comenzado sus primeros pasos cuando ya muchos de nosotros estábamos publicados y con premios, como fue el caso de Alejandro Aguilar y Nelton Pérez? Había muchos nombres que no entraban en ninguno de esos modelos y, no obstante, los sentíamos y se sentían como de nuestra generación. Ese es el primer aspecto y por eso, al referirse a esa antología, Redonet prefería hablar de “mapa”.
El otro aspecto fue la unidad. Desde el inicio, la mayoría de nosotros fuimos amigos muy cercanos, compartimos muchas cosas que nos unieron sentimentalmente, más allá de nuestros sueños generacionales como escritores. Algunos llegamos incluso a considerarnos hermanos y compartimos el amor de nuestras madres, los mimos de la familia, y esa cercanía que da vivir juntos dolores y alegrías, triunfos y derrotas. El premio de uno era celebrado por todos; cada nuevo libro del otro se sentía como un libro propio. Existían algunas divisiones, como es obvio, pero ciertamente eran divisiones, más que reales, impuestas, pues solía hablarse entonces de “el grupo del Chino Heras”, “los gais de Arrufat”, “el grupo de la azotea” o “la gente de Reina María”, pero eso no significaba confrontaciones ni descalificaciones denigratorias tan al uso hoy. Por suerte, salvo alguna que otra excepción, y a pesar de todo lo que hicieron para dividirnos, esa unidad ha seguido existiendo, aunque de aquellos cerca de 57 escritores jóvenes apenas quede una decena en la isla. Cada encuentro entre nosotros, prodúzcase donde se produzca, sigue siendo una fiesta. Guillermo Vidal, que fue alguien a quien todos adorábamos y respetábamos como ejemplo de escritor y ser humano, ante cada atisbo de diferencias de criterios entre nosotros intervenía advirtiéndonos: “Señores, si nos dividen, nos joden”. Lamentablemente, aunque permanece la amistad, la unidad se ha visto afectada al menos dentro de la isla, como hizo saber públicamente hace un par de años el escritor Rafael Vilches Proenza cuando escribió en “Hablar de Guillermo me abre la herida en el corazón” (OtroLunes, No.32, Abril 2015):
“El Guille resultó ser maestro, amigo, hermano, padre. Él y Amir Valle se convirtieron en esos Años Duros del país en remansos para seguir creyendo que los escritores en Cuba éramos una tribu donde nos protegeríamos unos a otros hasta las últimas consecuencias:
─‛Si nos dividen, nos joden’, nos decía constantemente el Guille. Palabras que Amir y yo repetiríamos a los amigos hasta el cansancio, sin cansarnos.
Y ya lo hemos comprobado en carne propia y con creces. Nos jodieron”.
A Redonet no lo vi nunca como un crítico literario, salvo en el primer encuentro. Fue mi amigo, maestro, consejero, cómplice, mi juez más severo… alguien a quien jamás he dejado de extrañar. Yo tenía 16 años y estudiaba en la Vocacional Antonio Maceo, en las afueras de Santiago de Cuba, cuando la asesora literaria del taller que teníamos allí, me dijo: “Viene un importante crítico desde La Habana a conocerte porque Aida Bahr le ha hablado de ti”. Cuando lo único que has publicado es un par de cuentecitos flojos en boletines de los talleres, algo así es como escuchar las trompetas de la gloria. Así que pasé una semana pasando en limpio algunos de mis cuentos, reservé mi más nuevo uniforme para el día de ese encuentro, quería lucir bien y pasé casi media hora intentando alisar mi pelo, siempre rebelde. Así que, cuando vi bajarse de un jeep ruidoso y destartalado a un negro flaco con pulóver, pantalón pitusa desteñido en las rodillas y chancletas, que apenas me vio, sonrió enseñándome un «diente de oro”, me sentí defraudado. Pero esa sensación se hizo añicos apenas nos acercamos y empezamos a conversar. La cultura cubana a “El Redo”, a quien algunos jodedores llamaban “Enredonet” por su amor a buscarle clasificaciones a todo y a todos, le debe todavía un homenaje que lo coloque en el lugar que se ganó en la historia de nuestras letras por su dedicación y confianza en aquellos jóvenes que luego serían, casi sin excepción, nombres imprescindibles de la literatura en la isla; nombres que, como ya se reconoce, cambiaron la historia de la narrativa cubana.
En los años noventa tus textos resultaron ganadores en diversos certámenes. Teniendo en cuenta lo veleidosos que resultan los veredictos de los jurados, me interesa conocer tu opinión al respecto y que me cuentes algunas de tus experiencias, tanto como concursante, como en la posición de jurado. ¿Cuánto hay de cierto en esa especie de leyenda sobre los Encuentros Debates de Talleres Literarios que habla de encuentros sexuales de todo tipo y borracheras colosales orinando sobre los criterios literarios?
Tuve la suerte de que, precisamente por ser de algún modo “adelantado” a mi promoción en eso de los premios, pero más que nada por mi pasión por la técnica literaria (otra de las cosas que le debo al magisterio de Heras León), fui seleccionado jurado de diversos concursos casi desde los 21 años. Y, tanto en mi función de “escritor juzgado”, como en mi condición de jurado, tuve el privilegio de compartir esa responsabilidad con Heras León, Salvador Redonet, Aida Bahr, José Soler Puig, Guillermo Vidal o Ángel Santiesteban, entre otros, para quienes lo primero era la ética y el respeto a la calidad. Por ejemplo, siendo yo el “pupilo” de Heras, Redonet y Aida jamás pude conquistar un premio. Ellos siempre me dieron primera mención y cuando les protestaba porque consideraba que me llevaban demasiado recio, me demostraban técnica mediante que el libro o cuento premiado era mejor que el mío. Eso me enseñó que no importa la relación de amistad o hermandad que tengas con alguien, lo que importa es si esa persona consigue la calidad necesaria para ser premiado. Todos esos premios que obtuve fueron otorgados por jurados que no tenían prácticamente ninguna relación conmigo, e incluso la mayoría sabía quién yo era, pero no me conocían.
Por desgracia, en ese ámbito he visto de todo: premios otorgados por jurados en pago a una revolcada sexual de una noche en un evento, altos funcionarios del Instituto Cubano del Libro que arman jurados y los convencen de la necesidad de premiar a su jovencísima amante, e incluso ciertas figuras de renombre o poder cultural que arman jurados o los presionan por vías diversas para que sus hijos comiencen una andadura literaria reconocida que no se hubieran ganado con sus mediocres libros. He visto a la policía política amenazar a jurados e incluso a escritores a quienes les hacen ver que no deben mandar un libro a un concurso porque la calidad es tan alta que seguramente ganarían y eso les traería problemas por lo complicado del tema de dicho libro. De todo he visto. Y todo es muy asqueroso. Por eso, en un momento de mi carrera, decidí no hablar más de premios ganados y no enviar más, cuando ya había logrado anclar mi nombre en el escenario nacional ganando prácticamente todos los premios nacionales (me faltaron solo el Casa, el Carpentier y el de la Crítica Literaria, pero como algunos jurados han comentado, los habría ganado si no hubieran sido presionados en las dos ocasiones que mandé a esos premios o si no se hubiera manipulado a los jurados en mi contra cuando mi novela Los desnudos de Dios estuvo de finalista en el Premio de la Crítica). El problema con los premios es que en Cuba era la única garantía que tenías de que te publicaran si el jurado se ponía bien los pantalones y decidía premiarte.
En cualquier caso, como jurado, me enorgullece saber que premié a libros y autores que hoy son referencia de las letras cubanas: Pedro de Jesús, Anna Lidia Vega Serova, Rafael de Águila, entre muchos otros.
No sé si influenciado por Redonet, pero lo cierto es que te conviertes en uno de los más importantes antólogos cubanos con libros imprescindibles como Té con limón, El ojo de la noche o la mucho más modesta edición de los cuentos premiados en las primeras convocatorias del Premio Hemingway. ¿Qué te aporta la profesión de antólogo? ¿Por qué antologías de cuento femenino, un trabajo que suele ser acometido por otras mujeres? La exclusión y/o inclusión de uno u otro autor en antologías suele despertar polémicas e incluso cosechar enemistades, ¿cómo has conseguido manejar esto? ¿Sigues interesado en antologar narradores?
Lo primero que debo decir es que esa fue una lección que aprendí de Redonet. Me enseñó que era apasionante descubrir nuevos autores, publicar sus primeros textos, y quienes me conocen saben que eso he hecho desde mis primeros momentos en la literatura. Uno de mis mayores orgullos es poder decir que muchas de las escritoras que hoy se reconocen por su calidad vieron sus primeros cuentos publicados a nivel nacional en mis antologías. No te imaginas cuánto me conmovió hace un par de años un mensaje de una de ellas, Lourdes de Armas, que me comentó que en una feria habían estado reunidas muchas de aquellas “primerizas” a quienes yo publiqué y su mensaje terminaba diciendo: “No te imaginas cuánto te extrañamos tus chicas”.
Lo segundo que debo agregar es que mi labor como antologador no quedó ahí: hasta la fecha he publicado, además de esas que comentas: Caminos de Eva. Voces desde la isla (Puerto Rico, 2002), también del cuento escrito por mujeres en Cuba; Zgodbe S Kube (Historias de Cuba) (Eslovenia, 2007), con los mejores cuentos cubanos del siglo XX; Inocencias prohibidas. Breve muestra del cuento latinoamericano actual (Puerto Rico, 2012); Lava negra. Cuentos policiales iberoamericanos (España, 2013) y está en preparación editorial Caminos de Eva. Voces más allá del mar, con cuentos escritos por cubanas fuera de la isla. Está claro que me siguen interesando las antologías, especialmente porque en los tiempos actuales es el mejor mecanismo para que el mundo académico y los críticos se acerquen a un fenómeno que es más difícil de establecer libro a libro.
Una de las anécdotas más cómicas sobre mi experiencia como antólogo de escritoras: hasta 1999 cuando sale El ojo de la noche, la única antología de escritoras cubanas era Estatuas de sal (de Mirta Yáñez y Marilyn Bobes, en 1996). Recuerdo que en un evento literario ambas preguntaron, en son de burla, qué cosa era eso de un hombre haciendo una antología de mujeres. Por ese tiempo, en diversos escenarios, se había desatado una polémica sobre el supuesto machismo literario predominante y justo el interés de ellas era demostrar que en la historia literaria nacional había suficientes mujeres de calidad como para ser valoradas al mismo nivel de protagonismo de los hombres. Era la época en que también se comenzó a hablar de “escritores gais, de “escritores negros”, de “escritura lésbica”, y a mí me parecía todo eso un absurdo, porque siempre consideré que en la literatura no hay sexo ni color de piel: escribes bien o mal, seas hombre, mujer, negro, blanco o tengas la inclinación sexual que tengas. Un gay como Jorge Ángel Pérez no es bueno porque sea gay; es un “troncazo” de escritor. Alberto Guerra no es buen escritor porque sea negro; es un cuentista fabuloso. Ena Lucía Portela no es nuestra mayor narradora por ser mujer; lo es por su enorme originalidad y talento. Odette Alonso es la gran representante del tema lésbico en las letras cubanas no por ser lesbiana y escribir sobre eso, sino por la altísima calidad de sus cuentos y la excelencia de su novela Espejo de tres cuerpos. Esa insatisfacción con todo ese cacareo fue lo que me dejó claro mi objetivo: mostrar nuevos nombres de escritoras que comenzaban su andadura junto a otras que ya tenían una reconocida trayectoria, pero nada de nombres “clásicos” ni autoras “consagradas” como pretendía proponer Estatuas de sal.
De la referida visita a tu hogar guardo como el más grato recuerdo un ejemplar de Las puertas de la noche, publicado por la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico. En tu dedicatoria dices: «(…) esperando disculpes los traspiés de esta, mi primera novela». Estas palabras me dan pie a hacerte dos preguntas: ¿cómo descubres que el espacio más breve del cuento te es insuficiente y necesitas pasar a la narrativa de largo aliento, la novela? ¿Cuáles serían los traspiés de Las puertas de la noche?
Una aclaración: Las puertas de la noche, no es mi primera novela. Y el error es mío porque debí escribirte en esa dedicatoria “mi primera novela publicada en español”. Antes de Las puertas… yo había escrito una llamada Paramorio (aún inédita) y había logrado publicar en Suecia, en sueco, Ciudad jamás perdida, una novela sobre el mundo del periodismo que aún sigue inédita en español. Las puertas… fue, entonces, mi tercera novela escrita y la segunda publicada, y en su primera edición se publicó en la editorial española Malamba, en 2001. Esa edición de Plaza Mayor a la que haces referencia salió en 2002 porque la editora, Patricia Gutiérrez Menoyo, supo que el diario El País la había seleccionado como una de las dos novelas negras más impactantes publicadas en España y eso la animó a incluirla en la Colección Cultura Cubana que, poco después, me propuso que yo dirigiera como Editor y Representante en Cuba.
Aun así, y pese a todos los elogios de la crítica en España, al tratarse de mi primera novela negra, creo que no logré lo que quería, pues el tema de fondo: la presencia del racismo en la marginalidad y en la mentalidad del cubano, era demasiado asunto para un solo libro… y, además, siempre pensé en una serie interconectada. Pero de eso hablamos después más en detalles.
Publicar en Plaza Mayor, la editorial de la hija de Eloy Gutiérrez Menoyo, podía (de hecho lo fue) ser mal mirado por el sector de la intelectualidad cubana más afín a las posiciones ideológicas del régimen. ¿Eras consciente de que más allá de los valores literarios de Las puertas de la noche, se iba a cuestionar la pertinencia de su publicación en esta editorial? ¿Cuánto recelo despertó tu amistad con Patricia?
Esa es una de las lecciones que aprendí en esos años sobre la doble moral y el oportunismo de los comisarios culturales y de nuestros escritores e intelectuales. Primero, en ese sentido de la doble cara de nuestro gremio, debo aclarar que fueron pocos los escritores afines a eso que llamas “posiciones ideológicas del régimen” que no hicieron lobby para publicar en Plaza Mayor y ganarse los dólares de anticipo que Patricia pagaba a los autores que publicamos. Muchos de esos que se acercaron adulándola, con singular babosería, y que ella rechazó (o rechacé yo cuando tuve que tomar decisiones editoriales) fueron los que después más se ensañaron con ella, con nosotros, con el proyecto Colección Cultura Cubana.
Yo conocí a Patricia gracias a Francisco “Paquito” González Casanova, entonces subdirector de la Cámara Cubana del Libro. Paquito venía acompañado por Pablo Armando Fernández y Patricia. Y Paquito le dijo a ella, presentándome: “uno de nuestros mejores narradores”, cosa que Pablo Armando remarcó con un cariñoso: “como ves, Patricia, es un príncipe, y escribe como los ángeles”. Ciertamente, a partir de ese primer encuentro, entre Patricia y yo se estableció una corriente de amistad que derivó en una sólida hermandad. Paquito le dijo entonces que una de mis novelas estaba sonando mucho en España y ella me dijo: “Mándamela para valorarla”. Y eso hice. Poco después, en un mensaje de correo electrónico, me comentó que publicaría la novela. Pero hasta ese momento yo simplemente sabía que era una editora, invitada a Cuba por el Instituto Cubano del Libro, es decir, era algo oficial, aprobado. Jamás pasó por mi cabeza lo que vendría después. Y recuerdo que, cuando empezaron los problemas con ella, a Francisco López Sacha, Carlos Martí (entonces presidente de la Uneac), e incluso a Abel Prieto, les pregunté personalmente o a través de cartas de reclamación que me vi obligado a escribir, cómo era posible que se me estigmatizara por una relación de colaboración cultural con alguien que ellos mismos habían llevado a Cuba. Ya he contado en otras entrevistas que la más original, y creo que sincera y exacta, fue la de Sacha: “Son las cambiantes aguas de la política”, me dijo. Pero eso sólo fue el comienzo. Ni te puedes imaginar lo que cayó sobre mí cuando Patricia me propuso ser el representante en Cuba de su proyecto editorial, para el cual seleccioné cerca de una treintena de títulos, de la isla y el exilio, convocamos a un premio de novela durante dos ediciones con un monto económico de cinco mil dólares para la obra ganadora, intentamos publicar una revista (Cara y Cruz, para mostrar en la isla la literatura de las dos orillas) e hicimos presentaciones en la Feria Internacional del Libro que, como sabes, fueron multitudinarias y un verdadero espacio de libertad. Todo eso se complicó cuando, en 2003, Eloy Gutiérrez Menoyo, padre de Patricia (y, como se sabe, uno de los primeros Comandantes guerrilleros que se opuso a la idea de Fidel Castro de fundar una política donde él y sólo él mandara) decidió quedarse en Cuba para establecer en la isla su grupo político Cambio Cubano y se convirtió en una visita regular a mi casa. Lo que mucha gente no sabe es que Eloy iba a mi casa a recibir cariño de familia, pues había dejado dos hijos pequeños en Estados Unidos y volcó todo ese cariño que reservaba a sus hijos sobre mi hijo Lior, entonces de 3 años. Creo que hablamos de política dos o tres veces en casi tres años hasta mi salida de Cuba, pero esas conversaciones nacieron de mi interés porque me contara sus experiencias como Comandante en esos primeros años de la Revolución, un período que sigue siendo muy confuso. Y es que yo no podía entender que aquel asesino “comevacas” del Escambray, aquel sanguinario traidor mercenario, aquel siniestro asesino que supuestamente se montaba en una lancha para ametrallar a poblados de humildes e indefensos pescadores cubanos, fuera ese mismo viejecillo casi ciego de un ojo que llegaba a casa y se tiraba en el piso del patio interior a jugar con mi hijo como si él, pese a su avanzada edad, fuera un niño más. Y siempre, recalco, tanto él como Patricia, fueron respetuosos conmigo y jamás intentaron forzarme a nada.
Muchos creen ver en Las puertas de la noche la influencia de Leonardo Padura y al investigador Alain Bec como un epígono de Mario Conde. Supongamos que no eres Amir Valle, sino un crítico interesado en demostrar que Las puertas… transita sus propios caminos en el policial cubano. Te invito ya mismo a lanzar tus argumentos.
Me la pones muy fácil, pues sobre mi serie de novelas negras y las figuras de Alain Bec y Alex Varga se han escrito cientos de artículos, varias tesis de grados en universidades de todo el mundo y en el libro Cuba: Representaciones del Infierno en la obra de Amir Valle, más de la mitad de los 32 ensayos que allí aparecen, escritos por investigadores de todo el mundo sobre mi obra, destacan las diferencias entre Padura y yo. Así que aquí esgrimiré algunos de esos criterios.
Pero lo primero que debo decir es que Padura es un gran amigo y un escritor que respeto. Y que eso que hoy se conoce como neopolicial cubano, fenómeno que según los críticos encabezamos a nivel internacional Padura, Lorenzo Lunar Cardedo y yo, con tres propuestas absolutamente diferentes, no hubiera sido posible sin la vuelta de tuerca que Padura le dio a un género donde primaba la mala calidad, salvo en algunas de las novelas de Justo Vasco, Daniel Chavarría, José Latour, Rodolfo Pérez Valero y Luis Adrián Betancourt, que fueron los nombres que escaparon con unas cuantas aportaciones muy originales a los esquemas impuestos al género por nuestras circunstancias políticas. Indudable también es que la valentía de Justo Vasco al incluir en un par de sus novelas policíacas el lenguaje de la marginalidad, y la audacia de Padura en sortear algunos temas complicados y usualmente motivos de censura, desbrozaron el camino y nos demostraron que era posible escribir sobre esos mundos tan complejos y generalmente prohibidos por la mirada oficial, que se resistía a admitir ante la opinión pública nacional e internacional que esas fenoménicas marginales también existían, y con gran fuerza, en la realidad nacional cubana.
Parto entonces de las generalidades, según lo que dicen los críticos: Padura y su Mario Conde como representante de la mirada de una generación desencantada, que contemplaba la realidad con nostalgia; Lorenzo Lunar y su Leo Martín con la mirada sobre la dura marginalidad social en un pueblo de provincia, y Amir Valle y su Alain Bec con su zambullida en el más crudo mundo de la marginalidad habanera. Como ves, se trata de tres marcos de acción y de personajes diferentes: en Padura, el de una generación que ha sido marginalizada como toda la sociedad, pero esa marginalización está en contraposición con la nostalgia de una época y de un sueño, el de la Revolución; en Lorenzo, el de individuos condenados a vivir en esa otra marginalidad tan particular de los barrios olvidados en provincia, donde la Revolución aparece como telón de fondo, y en mi caso, el de seres marginales, que no conocen otro referente que no sea el de esa marginalidad, que cuestionan directamente la realidad a través de sus tesis de vida y cuyas vidas no pueden existir sin esa marginalidad que es parte de la “vida revolucionaria”. Por eso, tal vez, la crítica habla de las novelas de Padura como “frescos de la sociedad cubana”, de las escritas por Lorenzo como “bucólicas imágenes de provincia” y de mis novelas como “el descenso a los infiernos de la marginalidad social cubana”. Muchos de esos críticos señalan que la única incursión real de Padura en la marginalidad pura y dura fue en La neblina del ayer, del 2005, cuando su personaje se mete a librero y tiene que entrar a esos antros marginalísimos que son Centro Habana y La Habana Vieja; pero ya a esa altura yo había publicado tres novelas donde, para decirlo en la voz del propio Padura en un documental que se hizo en 2018 sobre mi vida y obra, “hurgando como el gran periodista que es en la realidad más compleja, más contradictoria y más dura de la vida en los barrios de Centro Habana, Amir luego vuelca esas investigaciones en tesis que consiguen profundizar en la complejidad de la marginalidad habanera”. Algunos críticos, como el periodista Armando León Viera, el escritor Justo Vasco, o la investigadora Anarella O’Mahoney, encuentran incluso un proceso de retroalimentación entre la obra mía y la de Padura. Según ellos, Padura inicialmente, en sus primeras novelas, se metía con la realidad de un modo más literario, más tangencial, menos impactado por la durísima realidad cubana, y desde barrios no tan marginales, pero justo en esos años circula Habana Babilonia que, como sabes, aborda crudamente temas sociales muy fuertes, y a partir de ese momento se produce un cambio, tanto en la narrativa de Padura (que parece descubrir que la verdadera marginalidad habanera no está en Mantilla ni en El Vedado, escenarios principales de sus libros hasta ese momento, sino en Centro Habana y Habana Vieja). Curiosamente, esos críticos ven que ese cambio se produce también en la obra de Daniel Chavarría, que escribe incluso una novela acerca de una jinetera. Si esos cambios son o no resultado de la influencia de mi libro, es algo que aún no he conversado con Padura (por eso te decía que solo he repetido una tesis manejada por varios críticos); pero ya se ha demostrado que, Habana Babilonia, influyó a muchos escritores y periodistas, tanto de mi generación, como de otras generaciones.
Por cierto, Justo Vasco fue el primero que habló de que mis novelas negras son “novelas de tesis ancladas en una visión periodística muy humanista y nada edulcorante”, y que esa tesis extendida a la serie bajo el presupuesto de “un descenso a los infiernos” tiene su primer capítulo, que queda abierto, en Las puertas de la noche. Te confieso que jamás me propuse algo así, pero hace unos meses, en un homenaje que me hicieron varias universidades del sur de Francia por mis novelas sobre La Habana, volví a escuchar la teoría que varios investigadores habían expuesto en 2013 en otro evento que nos hicieron a Padura, a Abilio Estévez y a mí en la Universidad de Niza: que todas mis tramas, mis personajes, e incluso el lenguaje de mis personajes, insisten en tópicos del infierno en la tierra, un infierno social de desilusión que está presente en todo. Realmente fue un descubrimiento para mí, porque yo jamás me dije: “Amir, vas a escribir algo por este o por este otro camino y con este o este otro propósito”, pero he analizado eso y tiene su sentido. Es como una respuesta provocada por mi propio desengaño paulatino respecto a eso que todo el mundo llama “Revolución”. En todo caso, mi Alain Bec es cualquier cosa menos un epígono de Mario Conde. Las diferencias son abismales: Conde no quiere ser policía, es hijo de gente humilde, vive en una casa vieja que es casi una pocilga, está solo aunque enamorado de un gran amor, se relaciona con las víctimas de la marginalización de la sociedad sentando diferencias claramente generacionales…; Alain, por su parte, soñó con ser policía, es hijo de diplomáticos y criado en cuna de oro, vivió y vive en muy buenas condiciones, tiene todos los tabúes y traumas de las clases ricas cubanas, está felizmente casado y tiene un hijo y, además, sus relaciones más notables son con protagonistas e incluso victimarios de la marginalidad, a quienes va descubriendo y queriendo como se descubre a hermanos perdidos sobre cuya existencia se desconocía… En resumen, que salvo los métodos de investigación e indagación, que en todos los casos de investigadores que conozco son similares, no veo mucha coincidencia.
En esta novela comienza a develarse un universo de corrupción y pesadilla, pero el protagonista aún parece tener fe en las posibilidades del país para salir adelante. ¿Es en este sentido Alain Bec un reflejo del modo de pensar de Amir Valle?
Todo personaje tiene algo del escritor que le da vida, muchas veces incluso aunque uno no se dé cuenta. Pero mi alter ego en esa serie no es Alain, es Justo Marqués, un periodista como yo, que investiga sobre la prostitución y ha escrito un libro muy famoso sobre el tema. Alain no tiene fe en nada, simplemente responde con lo aprendido por su familia, y pasa toda la serie haciéndose cuestionamientos que en esta primera novela sólo aparecen como choques entre lo que él consideraba era la vida de la gente y esa otra vida que descubre en su forzada inmersión en los barrios habaneros, de la mano del viejo Alex Varga. Esos tabúes familiares sobre “la vida afuera” comienzan a verse resquebrajados primero por la visión de su esposa Camila, que tiene que “luchar” la existencia en un hotel, y más que nada por el contrapunteo sentimental que establece con el viejo Alex y su credo de que ningún gobierno, ni del pasado ni el del presente, se ha interesado en verdad en resolver el problema de los marginados de esos barrios históricamente marginados. Yo, en lo personal, soy muy pesimista, creo que en Cuba deberán pasar décadas antes de que se produzca algún cambio verdadero y, entonces, se habrán perdido tantas cosas, tantos valores, que será muy difícil regresar a la nación brillante que nuestros próceres y su accionar sobre la sociedad cubana crearon. Y no creo que Alain sea pesimista; se desilusiona de muchas cosas, en Las Puertas… y en el resto de las novelas, pero siempre conserva algún atisbo de esperanza, de optimismo.
Probablemente a los lectores les haya molestado el racismo, la posición de superioridad de este investigador respecto a las personas que va conociendo. ¿Sabías que estas características de tu protagonista y su cuestionable proceso de superación (desde el punto de vista de la dramaturgia del texto) lastraban la novela y podían conducirla al fracaso?
No creo que eso lastre la novela. Ningún tema lastra una obra, si acaso el mal tratamiento puede lastrar, pero a quienes piensan eso les preguntaría: entonces, ¿por qué la crítica especializada ha señalado precisamente ese proceso de superación personal en Alain como uno de los aportes de esa novela? Quizás para un cubano resulte un proceso de superación cuestionable por la cercanía que tenemos a ese tipo de aprendizajes; pero, sobre todo, por la resistencia que tenemos los cubanos a reconocer que nuestro aprendizaje sobre ese tema (y también ocurre con el tema de la tolerancia sexual) suele ser en la inmensa mayoría de los casos forzada, subrepticia, caótica, a saltos (o mejor, a golpes)… en fin, algo muy complejo que muchos pretenden desconocer bajo el lema “yo no soy racista, soy amigo de muchos negros”. Ese aprendizaje cotidiano, en el caso de Cuba, es cualquier cosa menos lógico y ordenado, por lo cual lo que lastraría a la novela sería poner al personaje a vivir una experiencia estructurada dramatúrgicamente con esa perfección, organización y lógica de los aprendizajes del mismo tipo en obras (libros, películas) que abordan el tema del racismo en otros países. La inclusión de ese tema y la dramaturgia del aprendizaje fue algo que hice con todo propósito: estaba harto del discurso oficial de que Cuba había acabado con el racismo, pues era todo lo contrario a lo que yo vivía en mis barrios de La Habana.
Es Cuba, curiosamente, el único sitio donde eso ha molestado a algunos, tanto en lo dramatúrgico como en lo temático, pues justo ese ha sido uno de los lados más elogiados por la crítica internacional: que la novela denuncia el racismo imperante en el pueblo cubano en muchos sentidos que no se ven a primera vista si te fijas sólo en el aparentemente esquemático comportamiento de Alain. Para lograr decir lo que quería, yo tenía que acudir a un viejo esquema: niño blanco rico educado en el más rancio racismo entra a un mundo de negros y, choque tras choque, a saltos, su mentalidad se va moldeando en un proceso (como les pasa a la inmensa mayoría de los blancos cubanos) que es más un “dar el brazo a torcer” que un real aprendizaje. Su admiración por el viejo Alex Varga, un negro viejo con una particular teoría sobre el problema del negro, será el eslabón principal, la columna vertebral que le permitirá conocer a fondo ese mundo hasta cambiar realmente. Porque quiero decirte algo: en Cuba, por el simple hecho de verse obligada a convivir con los negros, la gente cree conocer el problema del negro. Y no es así. Pocos cubanos imaginan cuán profundo es el racismo en la isla, cuán complejos son esos traumas, cuánto afectan a la sociedad en general y cuántas taras han dejado siglos de racismo en la mentalidad del negro cubano, y del blanco también. Y por eso me propuse que Alain acudiera a esos mismos esquemas a los que acudimos muchos blancos en la isla para hacer(nos) creer que no somos racistas, cuando tanto la sociedad blanca como la sociedad negra están enfermas del mismo racismo que han intentado maquillar bajo leyes y comportamientos camaleónicos; de ahí que el cambio de Alain parezca algo superficial, débil e incluso forzado dramatúrgicamente, pero es que eso es un proceso muy largo en la vida real y ese proceso se extiende, en mi caso, a toda la serie, paso a paso, lentamente, detalle a detalle. No creo en lo absoluto que haya superioridad en Alain, esa es una lectura muy facilista: Alain “se cree superior”, como muchos cubanos nos creemos superiores a los demás y especialmente a los negros que habitan la marginalidad. Lo puse a hacer en la novela lo mismo que hemos hecho y hacemos muchos “blancos” en la isla: virar la cara con supuestas posturas fraternales, de complicidad o sentimentalismo. Por otro lado, yo sabía que ese problema no iba a resolverse en el primer libro porque no es una novela del tema negro; es una novela negra que transcurre en la marginalidad social, básicamente negra, con protagonistas negros, pero el conflicto racista del personaje principal no es “el tema”, es la prostitución infantil.
En Las puertas… hay una dedicatoria que me es imposible soslayar: “A Cristo, siempre”. Tu cuento de Los últimos serán los primeros abre con una pregunta de extraordinaria relevancia en la vida del ser humano “¿Y si existe Dios…?” ¿Cómo entra Dios en la vida de Amir?
Soy lo que soy por la gracia y la misericordia infinita de Dios para con ese ser humano imperfectísimo llamado Amir Valle. A quienes me han criticado por ser cristiano, les he dicho que desde que conocí el hermoso rostro de Cristo Jesús soy el hombre más feliz del mundo en lo personal y, en lo profesional, nadie dudará que mientras estuve fuera de los caminos de Dios era conocido, pero sólo por mis colegas, por el entorno de la cultura en Cuba, mas desde que le entregué mi vida a Dios, Él me elevó al reconocimiento internacional, al prestigio en escenarios de la cultura universal y cada día me sigue dando sorpresas que creo inmerecidas. Por eso todos mis libros están dedicados, ante todo y en primer lugar, a Cristo.
Conocí a Cristo en 1998 gracias a ese ser excepcional, también cristiano, que fue Guillermo Vidal. Él y Alberto Garrido, mis hermanos de generación, se habían entregado a los brazos del Señor mucho antes y yo, inicialmente, pensé que estaban locos. Les pregunté y los vi tan felices, se veían tan radiantes, que me quedé tranquilo. Y un día, en una visita a Las Tunas, viví junto a Guillermo una experiencia tan rara, tan mágica, que sentí que Cristo me llamaba a sus brazos. Puedo resumírtelo así: mi esposa y yo llevábamos varios años buscando un hijo y… nada. Ella tenía un problema derivado de una serie de abortos y eso le impedía quedarse embarazada. Fui con Guillermo, de casualidad, a una iglesia, que no era siquiera la suya, nadie nos conocía, y desde el púlpito el pastor interrumpió la prédica y dijo: “Dios me dice que este mensaje es para alguien que está aquí y lleva esperando hace mucho un milagro divino”, miró al público como quien busca un rostro y yo estaba al final, escondido, por la vergüenza de que alguien me viera allí, sentado entre aquellos locos, me señaló y me soltó: “A ti te digo, ¿ves las estrellas en el cielo? Así será tu descendencia”. Me eché a llorar como una Magdalena, sin poder contenerme, el cuerpo temblando como una pelusa soplada por el viento, poseído de una paz y una alegría inexplicable (sí, porque lloraba de alegría) y le di mi alma a Cristo esa noche. Dos semanas después, mi esposa quedó embarazada. Mi hijo, hoy de 18 años, se llama Lior, es un calco perfecto físicamente del niño que fui, y Dios lo ha dotado con dones espirituales que asombran a todo el que lo conoce.
Cuando me entregué a Cristo, le dije: “Señor, tú sabes que yo soy de cabeza dura, que me cuesta mucho creer las cosas si no las veo y conmigo no vale eso de que debo creer en algo que no puedo ver, tocar, oler. A mí me tienes que poner las cosas en la cara”, y ahí supe que no se puede retar a Dios: yo lo hice y he tenido que escribir un libro para contar varias de las cosas, milagrosas hasta lo inconcebible, que me ha hecho vivir. Como si me diera bofetadas con cada milagro; el primero de ellos, la vida misma de mi único hijo cuando todos los médicos aseguraban, basados en la ciencia, que mi esposa jamás podría concebir.
(Fin de la Primera parte)